viernes, diciembre 30, 2005

Sin salida

Cada vez que intento responderte (con un pensamiento, con una palabra, con una nota, con una imagen, etcétera), siempre termino siguiéndole el juego a un racional pedacito de ti que nada merece porque todo lo arrebata, lo aprisiona, lo prostituye y lo destruye. Tiempo inmundo. Ladrón de las habichuelas mágicas. Carcelero del fénix. Padrote de la inmaculada. Omega del alfa. Escupo sobre tu faz.

No te cansas de revolcar a la gata de siempre. Algunas veces me llevas al Olimpo; otras me refundes en el Hades. Pero, ¿para qué te haces güey?, tus halagos y tus insultos son una y la misma cosa: una prisión. Si niego o acepto lo que te digo, de todas formas me aniquilas.

Mejor el silencio. Quédate con tus preguntas sin respuesta. Ve a convertir parcialidades en pequeños absolutos a otra parte. Que otro pendejo te la crea. Que otra conciencia encandilada te la compre. Yo prefiero reservarle sólo a mi espíritu el puente de mi espíritu. Ya no me quitarás la mediación entre lo que intuyo y lo que realizo. Mi abstención será el signo verdadero de mi acción contra ti.
Así será…en otro tiempo. Uno en el que no requiera de tus artimañas para gritarte mi desprecio. Uno en el que no me reduzca a cenizas al pretender derrocarte. Por lo pronto, mientras dure esta irónica barbarie, continuaré significándote restándote significación.

lunes, diciembre 26, 2005

Mi verdugo

Cruel amante que me das la espalda cuando más te deseo. Cuando la vida se apaga, te busco melosa, y tú te limitas a abandonar mi lecho, dejándome a merced de las sombras que se aposentan en mi recinto. Mi cuerpo ardiente rueda de aquí para allá anhelando tu abrazo, mas tu respiración sobre mi cuello nunca llega. ¿Qué puedo hacer para que vengas a mí? ¡Dímelo tú! Los sabios consejos de mis ancestros no me han servido. Mis labios te llaman a saborear el tibio y lactoso néctar del que se han impregnado. Mi vientre te urge a aspirar el aroma de las flores en las que se ha purificado. Mi mente te exige recorrer con ella los deformados mundos a los que ha sido arrastrada por algún elixir relajante. Mi corazón te invita a unirte al coro que pálpito a pálpito enumera los borreguitos saltarines que desfilan por la pradera. Pero tú, inflexible, continúas resistiéndote. Te alejas con la nausea signando tu expresión.

Luego, cuando menos lo espero, regresas convertido en una fiera implacable. Me haces tuya sin reparar en lugares o en condiciones. Me expones a situaciones vergonzosas y peligrosas. Me arrancas del fluir de acontecimientos obligándome a faltar a mis compromisos. Cuando tu brusco arrebato me aprisiona, no hay ti-ti-ti, ring-ring, ding-dong, toc-toc, vocecita interior o grito exterior que me libere. Mi débil voluntad no puede escapar a tu embrujo; por el contrario, siempre termina rindiéndose ante tus encantos.

Y tú (¡malagradecido!), no conforme, te diviertes torturándome. Me hablas de aquello que no quiero recordar porque lastima. Haces desfilar ante mí a toda una corte de ausencias que me hieren. Otrora las disfrazabas como perros furiosos persiguiendo a su presa, pero ahora les has dado rostros humanos. Ya no me ladran, ahora me dicen cosas que necesito escuchar. Ya no me clavan sus ojillos inyectados de sangre, ahora me miran tiernamente. Ya no buscan desgarrarme con sus colmillos, ahora me brindan sus sonrisas. Ya no me crispan sus lomos en son de ataque, ahora me ofrecen sus manos para levantarme. Ya no van tras de mí, ahora me aguardan: aquí un regazo, allá un pecho, más acá un hombro, todos prestos a recibir y a cobijar mi atormentada sien. Rostros, palabras, silbidos, canciones, miradas, muecas, abrazos, caricias, actitudes…que ya no están, que ya no serán.

¡Maldito!, ¿por qué los revives? Tanto que he trabajado para sepultarlos en el silencio donde no duelan más. Te encanta levantar tu hacha una y otra vez sobre mi cabeza inmóvil (como quien afina la puntería). ¡Ya suelta el madrazo!, ¿qué esperas? ¡Ja!, te maldigo como si fueras alguien ajeno a mí. Y pensar que basta con que levantes tu capota para que me pueda descubrir debajo. No, inconsciente superzihuatl, no te hagas pendeja, tu sueño no es tu verdugo, eres tú.

sábado, noviembre 26, 2005

¡Es niña!

La noticia llegó a mis oídos en la forma de dianas acompañadas de confeti y de serpentinas cayendo del techo. Otro bodoquito vendrá a enseñarme a descubrir el mundo. Larga se me hace la espera. ¿A quién se parecerá? Tal vez sea tan mula como su abuela, o quizá saque de ella la bravura para enfrentarse a los toros (y no sólo a los de pólvora). ¿Cuál será el tono de su piel?, ¿cuál el color de sus ojos?, ¿acaso su abuelo le heredará el verde de sus gotitas de agua clara? A la mera sale peluda. ¿Será china o lacia? Probablemente le guste cantar. Con que no tenga la nariz como la de su madre, ja,ja,ja…

Pero mira nomás qué ñoñerías estoy diciendo. ¡Ups!, me resbalé. Yo que quería dedicarte las más hermosas letras y ve con lo que salgo. Lo siento, no soy poeta. ¡Oh, Emilia!, ¿qué dirá tu instinto cuando sienta la pobreza de estas líneas?, y ¿qué dirás tú que te acercas a este horizonte moribundo? Que no te convenza llorando. La verdad es que no sé cómo expresarte la ternura que me embarga. Pero una cosa sí te digo, seas como seas, deseo fervientemente que aunque tu camino se llene de sillas peligrosas que te inviten a parar, siempre recuerdes algo que me enseñó mi gurú: siempre vale la agonía de la prisa, aunque se llene de sillas la verdad. Venga pues, que el circo no está tan pior.

miércoles, noviembre 02, 2005

Luna

Noche tras noche te asomas ilusionada para ver si te echo un lazo, pero te quedas sólo ahí, como las novias de rancho. Más de alguna vez has utilizado a un ser querido para regalárteme, pero ni así consigues arrancarme una mirada. Hasta te has emberrinchado ocultándote, pero ninguna de tus estrategias surte efecto. ¡Oh, luna!, cómo me arrepiento. Ahora, con la cola entre las patas, vengo a implorarte: Ilumina su camino, ¿quieres?

sábado, octubre 29, 2005

Chiquitibum bombita

Para La Flaca (ay, qué bonita) con cariño

¿Cuántos cumples? Diría Cepillín a las cinco de la mañana para despertarte: ¿uno o dos? Después de un amplio recorrido por los números, comenzaría a exclamar con asombro: ¿treinta?, ¿cuarenta?...Y así continuaría hasta llegar a mil. Enseguida se soltaría con el clásico: Estas son las mañanitas… Tú te limpiarías las lagañas y te incorporarías en tu cama ruborizada. Frente a ti estaría Nonatí cantándote alegre mientras se balancea de un lado al otro cual niña chiquita emocionada. Tú permanecerías sentada sobre tu cama. Sonreirías y, al sentir en tus huesos (que son muchos) el frillito del amanecer, te cubrirías los brazos con el cobertor. La Doña se desesperaría y correría a tu lado. Jalaría la cobija y te diría: «Ah no cabrona, ya levántate». Tú rezongarías: «Ay amá, está haciendo mucho frío». Ella te motivaría: «¡Ándale güevona!, ya casi está el pozole, ¿no lo hueles?» y aplaudiría. Aflojerada pero siempre con el diente pelón, te levantarías. Doña Bety te daría un fuerte abrazo y te contaría los planes que tiene para tu fiesta. Entretanto, le llegaría el turno de saludarte al gritón de Chente, y te contaría que: …linda está la mañana en que vengo… Te refugiarías en el baño para escapar al sonsonete.

¡Un año más flaconcia! Quisiera tener los brazos de la mujer biónica para poder alcanzarte y estrujarte. Pero sólo tengo recuerdos para compartirte y un corazonzote para albergarte. Te lo quiero un titipuchal. Felicidades.

jueves, octubre 27, 2005

Andar, andar

Soy un bebé de meses. Hace algún tiempo alguien me compró una andadera y me enseñó a mover mis piernas para dirigirme hacia el lugar deseado. Después me sacó de ese simpático carrito y me tomó de la mano para llevarme a andar por todos lados. Enseguida me soltó la mano, pero me agarró por la espalda de la playerita para cuidar de que no me cayera. Por fin me ha dicho que, cuando cumpla el año, me dejará caminar sola. Y la cuenta regresiva ya comenzó.

Estoy sentada en el mosaico helado. Las piernas me tiemblan. Volteo a ver hacia abajo. Hago bizcos. «¡No me muevan el piso!», quiero gritar. Respiro hondo. Me aferro al sillón que tengo al lado y, con esfuerzo, logro incorporarme. La visión sigue confundida. «¿Viene o va?», me pregunto. No hay nadie en derredor. «¿Me aventaré?», reflexiono. Siento un hormigueo en los piecitos, es algo así como una corriente que los fortalece. «Pos qué chingados, que al cabo, del suelo no paso», me decido.

martes, octubre 25, 2005

2º Aniversario

¿Quién lo diría?, ya pasaron dos años desde que estampé mi firmé en el dichoso papelito. Eso amerita una chela, ¿no te parece? Brindo por este largo periodo de apretujancias porque, sin embargo, se mueve. A tu salú.

Recuerdo aquel día. Estaba en compañía de La Doña, sentada en la salita de espera —que, por cierto, estaba adornada con cuadros multicolores re’gachos—, con las manos sudorosas. Todavía dudaba del paso que iba a dar. Abrazaba a Nonatí con ansiedad. Ya iba, ya venía, parecía león enjaulado. Brincaba para quitarme de encima ese sentimiento indescriptible, mezcla de terror y de dicha. El pantalón de mezclilla colgado en aquél tendedero de azotea solitario —pintura signada por un tal Gómez, que en su casa lo conocen—, me anunciaba las penurias venideras. Tenía la boca seca. El pulso estaba al mil por hora. Quería salir corriendo de ahí. A punto estaba de ir a buscar una tienda para comprar un chesco, cuando arribó la recepcionista. «¿La señorita Zihuatl?», preguntó con el tono tan peculiar que tienen las voceras de las tiendas de autoservicio. ¡Chin!, se me cayeron los chones. Ahí vamos pa’dentro. Sin decir agua va, me pusieron enfrente siete hojas tamaño oficio, llenas de letras y sellos por los dos lados. El señor licenciado hablaba y hablaba, pero yo no lo escuchaba. Un zumbido constante y sordo me aisló del mundo. Las letras me brincaban, así que tampoco pude leer el amenazador documento. Nonatí me miraba con ternura. Parecía burlarse de mí. Seguramente le hacía gracia mi brillante bigote (por aquello de las gotitas de sudor). Por fin, el don dejó de parlotear y señaló con su dedo un espacio en el que con dificultad pude reconocer que estaba anotado mi nombre. Miré por última vez a La Doña, con la expresión de los desahuciados. Tomé el bolígrafo que se me ofrecía. Y, temblorosa, escribí mi nombre en el lugar indicado.

Sí, cero y llevamos dos. Sólo quería decir: Gracias. Por recibirme en tu regazo. Por protegerme de la lluvia que gota a gota orada mi espíritu; del viento que soplo a soplo hiela mi alma; del sol que rayo a rayo seca mi corazón. Por hacer eco a mis sollozos y a mis carcajadas. Por contagiarme de tu armonía y de tu paz. ¡Qué bien se está aquí!

domingo, octubre 09, 2005

80 años conmigo

¡Qué bonito día!, tan agitado él. Además, mi bolsillo no tuvo que alimentarme. Pero lo mejor es que estuve acompañada todo el tiempo por mi Modelo especial. Antes de que el sol me diera los buenos días, la agüita amarilla vino a regocijar mi barriga. Para iniciar, los pretextos no faltaron: «Una no es ninguna. Pa’cer hambre. Ya es sabadito alegre. Todo sea por lograr la inspiración requerida pa’chambiar. Nomás porque hoy no va a haber partido. Porque sí», ¿necesito más? Pues bien, estaba recetándome la primera (de ¿cuántas?, ni me acuerdo), y trago por viaje llegaron las llamadas: «¿Qué, un desayuno?», nos lo echamos, ¿cómo chingados no? «Oye, que mi cumpleaños», claro que voy a comer, qué caray. «Hey tú, que el bautizo de m’ija», ah chingá, ¿a poco ya tienes beba? Ni hablar, allá estaré para la cena, faltaba más.

Vaya que la primera sí que me abrió el apetito. Pollito picante con espagueti, bomba matutina aderezada con el fósforo encendido de mi modelo. Tostadas de cueros pa’la quinceañera (al cuadrado), aperitivo acompañado de los jugos de mi modelo. Pozolazo a la leña pa’soñar con los angelitos, remate carnoso endulzado con las mieles de mi modelo. ¿A poco no se les antojó? Con la pena jóvenes. No hay nada que pueda hacer por ustedes. Sólo puedo brindar a su salú con la modelo que me acompaña en esta fría madrugada tan trabajosa. La maldita alucina con que ha estado ochenta años conmigo (¿qué, qué?, pos si sólo tengo veintipico, ¿cómo está eso?) Déjenla, ya se le ha de haber subido. Ya saben cómo se ponen de necios los borrachos. Es mejor no llevarles la contra.

jueves, octubre 06, 2005

Chismes

Tengo una mala costumbre de redacción. Cuando en algún ensayo quiero sostener una idea que, según yo, ha sido enunciada por varios autores, suelo utilizar una vieja fórmula: “Se dice que…”. Pues bien, hace poco mi asesor me hizo notar que esa misma fórmula es la que se usa en los programas de chismes. Me dijo: «ya te pareces al programa de La Oreja, con su: “se dice que…las bubis de Galilea son operadas”». ¡Ja!, qué bochorno. Yo que quería dar la impresión de que la idea en cuestión era muy socorrida, y terminé trivializándola. Esa observación, en particular, me pareció muy buena. Por eso, quise hacerla extensiva a todos aquellos mensos que, como yo, cometen errores de ese tipo. Es mejor aclarar con pelos y señales. Así sean mil autores, estamos obligados a referirnos a cada uno de ellos y a sus argumentos con un: “Fulanito dice que…”.

Pero, la mera verdad es que esta introducción es un pretexto para mandarle un mensajito a todos aquellos que no quieren verse envueltos en chismes —y el programa de La Oreja me vuelve a ser útil aquí—. Quien quiera decir algo, que lo diga sin tapujos, o mejor que no lo diga. ¿Para qué andarle susurrando al oído a unos cuantos? Luego se quejan de la descompostura de los teléfonos, ¿eh? A todo aquél que se moleste por los chismes que se originan en un proceso de comunicación fallido, yo le diría: «Pos no lo propicies mi buen. Toma en cuenta que tu mensaje tiene un receptor —individual o colectivo—, y si no quieres que pongan palabras en tu boca, asegúrate de ser tú quien se lo haga llegar».

jueves, septiembre 29, 2005

Alármala de tos

No cabe duda que todo tipo de experiencias, cuando pueden ser contadas, son muy fregonas. Alguien podrá decirme «no manches, el que podamos relatar algo, aunque significa que sigamos aquí, no quiere decir que estemos bien», y tendrá razón. Pero ¿quién puede decir que está bien? Este circo no se trata de otra cosa más que de sortear dificultades. Sí, hay muchos corazones desinflados, infinidad de cabecitas traumadas, multitud de cuerpos maltrechos, cantidad de bolsillos desfalcados, pero siguen dando la función, ¿qué no? Somos productos sin garantía, aceptémoslo. Nuestro fabricante —quien quiera que sea— no meterá las manos al fuego por nosotros. Fuimos echados al mundo para forjarnos en batallas constantes, pero lo que está en juego en dichos encuentros no es la felicidad, la estabilidad, el bienestar, o todas las cosas deseables que se puedan imaginar. No, venimos aquí para ser y para estar (qué bonito verbo), en las buenas y en las malas, con altibajos, con éxitos y con fracasos. Todo ello nos da forma y nos enriquece. Por eso, me encanta acumular experiencias en mi haber, independientemente de que éstas sean placenteras o dolorosas. Algunos me tachan de loca cuando me regodeo en el fango, mas no me importa. Así soy ¿y qué?

Voy a la caza de eventos nuevos. Me gusta conocer personas, saber de sus vidas, compartir visiones. No la gente —así, en abstracto—, no. No el montón de hormigas que pasan a mi lado sin mirarme, sino los seres de carne y hueso que están dispuestos a interactuar conmigo. Quizá por eso, no dudo en darle un aventón a un desconocido o en detenerme a platicar en la calle con alguien que jamás he visto en la vida. Nonatí me regañaba por ser así. En su opinión, me exponía. Y es cierto, me expongo. Mas no utilizo aquí esa expresión sólo en su connotación negativa, porque, además del peligro, creo que también me expongo al aprendizaje. Por tal motivo, me rehúso a ser presa de la paranoia. No quiero llegar a ser como esas personas que no le dan ni la hora a los demás en la calle por temor a ser dañadas. Ustedes dirán «es fácil opinar así cuando no se ha sido víctima de algún atropello». Ciertamente, es más sencillo. Si en nuestro pasado no hay nada que nos haya enseñado a tener miedo a ciertas situaciones, no sabemos sentirlo a priori (a menos que tengamos la extraña capacidad de experimentar en cabeza ajena). Hasta hace unos días, yo me podía jactar de ello. Era de una de esas a las que las historias de atracos y vejaciones en la vía pública le resultaban ajenas. Claro que me han dejado en calzones —literalmente—, y no me refiero a que me hayan despojado de mis ropas en algún juego erótico, sino a que me las han robado. Pero quien lo haya hecho, todavía no he tenido el gusto de conocerle. Hoy por hoy (y afortunadamente, agregaría), las cosas son distintas. Ahora, he pasado a engrosar las filas del contingente de atropellados. Y sí, eso vuelve más complicado el seguir creyendo que es atractivo exponerse. La indignación y el temor se interponen. No obstante, con todo, sigo opinando que vale la pena confiar en la raza y abrirles las puertas, porque, te den o te quiten, siempre saldrás ganando.

viernes, septiembre 16, 2005

El desinfle

No, pos ora sí que, como diría el Charly con su locura razonante, necesito a alguien que me parche un poco [sin albur] y que limpie mi cabeza. Algo así como un Ada Madrina o un Genio, ¿no se podrá? Quesque me puse a hacer el aseo de mi casa porque las telarañas ya no me dejaban desplazarme a mi antojo, pero también como un acto simbólico, como si con ello aspirara a despejar los nubarrones de la maceta, y sólo conseguí poncharme. Y cómo no, tanto subir y bajar escaleras me dejó sin aigre. Ya subía con la escoba, ya bajaba con los platos usados en la semana. De nuevo pa’rriba con el trapiador, luego pa’bajo con una carga de ropa sucia, destino la lavadora. Ahí iba de nuevo hacia las alturas con el cloro que desinfectaría el baño, para descender más tarde con la pila de libros que ya me había recetado. ¡Nombre!, sí que estuvo pesadito. Eso sí, las telarañas desaparecieron, y con ellas, dos que tres capulinotas re’chonchas que me descabeché. Además, para colmo de males, me puse a hacerla de estilista con mi jardín (ya estaba bastante greñudo el mugroso), y a una banda de asquilines se le ocurrió recorrer mi geografía. Ya se han de imaginar, terminé la rutina reventándome un zapateado, como para no desentonar con el mes patrio. Hasta eso que le hice un buen trabajito al pastito, y como premio, me gané una ampolla marca acme en la mano izquierda. Pero nada, el plan original no fuchonó, y ya va a llover, porque mi cabezota sigue tan nublada como al principio, con la novedad de que ahora me encuentro al borde de un paro respiratorio.

martes, septiembre 13, 2005

Laberinto

¡Maldita sea!, de nuevo me encuentro como al principio. Estoy harta de los inicios que no llevan a ninguna parte. No sabes cuántas veces me he perdido en el camino, cuántos cigarros, cuántos borrones y cuentas nuevas, cuántas tazas de café, cuántas ramitas le han brotado al árbol, cuántas noches sin dormir. Y mírame, de nuevo aquí, rescribiendo por enésima vez este angustioso guión.

Los productores me hostigan con sus plazos. He sudado la gota gorda. Estoy al borde del precipicio. Pero, ya me conoces, sigo tan empecinada como siempre, como si me fuera la vida en ello. Me pregunto cómo se verá mi cuerpo cuando caiga al vacío sin dejar de enarbolar una bandera; qué expresión tendrán mis ojos cuando, en ese mismo instante, sigan buscando respuestas en el firmamento.

Originalmente, el proyecto consistía en hacer una película que no hablara de amor, de guerra, de intrigas, de sexo, o de cualquier tema clásico de las grandes producciones cinematográficas. No, yo tenía que hacer el guión de un filme especial. Una trama que rompiera con los cánones. Una historia que sólo hablara de una bella flor. Sin invasiones alienígenas, sin charros cantores, sin máquinas que dominaran al mundo, sin ficheras, sin espías, sin cómicos, sin asesinos en serie, sin madres abnegadas… Tema complicado ¿verdad? El principal obstáculo fue encontrar a los inversionistas, ¿quién demonios se interesaría por un tópico tan poco vendible? Mas no faltó el alma caritativa que se apiadara de mí y que me apoyara —¡claro!, como yo no soy Orson Welles, no sin reservas y sin límites de tiempo—. Y es que, creyeron en tu novela. Cuando les dije que sólo me dedicaría a adaptarla, me dieron luz verde para llevar al celuloide a La Joya de Fakahatche.

Desvelada tras trago tras bocanada, leí y releí, subrayé y palomeé cada una de las páginas de tu desgastado libro. Inventaba pasajes y escenas que recreaban a la orquídea de tu fascinación. Comenzar, borrar y vuelta a empezar. Mi grabadora portátil se convirtió en mi eterna compañera. Cada vez que mi sueño se veía interrumpido por ideas brillantes, la sacaba de debajo de mi almohada para compartírselas:

—¡Ya sé!, la película comenzará con una toma panorámica que visualice los montes nevados de la era del hielo y rápidamente se transformará en el brote de una nueva vida sobre el planeta— le decía.

—No, no, mejor que empiece con el cuadro de un viejo barbado representando a Darwin, rodeado de plantitas y bichos, aventándose un rollo sobre la evolución y sobre el parecido de esa flor con aquella mariposa fantasma de las praderas Cuindelencia— corregía.

Luego de varios intentos truncados, aquella noche descubrí cuál era el motivo de mi fracaso: tenía miedo de fallarte, me horrorizaba la idea de no saber capturar en luces y sombras la nitidez de tu propia visión. Me percaté de ello mientras observaba la foto que te muestra sonriente en la contraportada de tu obra. Entonces, caí en cuenta de que mi interés se había modificado. La orquídea no era lo que me importaba. Eras tú. La experiencia que tuviste en tu encuentro con ella. Tu fascinación. Tu sensibilidad. Tus sabias palabras que destilaban verdad por cada uno de sus poros. Me preguntaba cómo serías, cómo habías dado con ella, por qué la habías retratado de esa manera tan sublime.

Me eché un clavado en la hemeroteca. Revisé uno a uno los artículos de tu columna. Cada vez, encontraba nuevas pistas. Tu viaje hacia las islas Daledson. Tu encuentro con el indio Ohilari. Tu expedición hacia el pantano Tomimarion. No obstante, la gruesa figura que sostenía ese pico saliente permanecía siempre oculta bajo las aguas de ese extenso mar. Te me volviste una obsesión. Te imaginaba en miles de situaciones, cual si fueran trozos de mi memoria. Y vuelta a la carga con mi grabadorcita:

—Ella aborda temerosa la camioneta del indio Ohilari, ahí comienza la película y, en el trayecto, recordará su vida tediosa de escritora: las cenas, la firma de autógrafos, el gimnasio, los gatos, el salón de belleza, en una palabra, la rutina.

—No, no, mejor que la escena empiece con una toma en close up sobre su rostro, para capturar la expresión que conserva al descubrir a la orquídea fantasma, y luego, que el cuadro comience a abrirse con un travelling hacia atrás para mostrarlas a ambas. La una, sumergida hasta la cintura en un pantano; la otra, pendiendo de un árbol, cual parásito que nunca es tal.

Después de varios inicios, nuevamente me encontré en medio de un desierto estéril. Ninguno de ellos me llevaba a alguna parte. Todo se desdibujaba bajo la implacable goma. Vuelta al principio. La hoja en blanco, cansada, me gritaba: «¡puta madre, ya decídete!». Tenía que hacer algo. Las constantes llamadas del productor se unían al desesperado grito de esa página vacía. Ya no dormía. Sólo podía pensar en ti y en esa flor de pantano.

Reuní lo poco que me quedaba en mis desvencijadas arcas y me aventuré en una expedición hacia las islas Daledso. Tenía que ver con mis propios ojos a esa orquídea fascinante. Tenía que vivir lo que tú viviste para llegar a ella. Tenía que enfrentarla para poder recrearte. Volé miles de kilómetros. Padecí del sofocante calor. Los zancudos me dejaron su huella hasta en las nalgas. Me costó trabajo encontrar a alguien que hablara español entre los daledseños. Afortunadamente, pude sortear los múltiples obstáculos e introducirme en las tenebrosas aguas de aquel pantano. Caminé y caminé sin descanso. Me perdí mil veces. Aterrada, sentí cómo mis pies eran jalados hacia abajo por las chiclosas arenas, cómo se me enredaban entre las enmarañadas raíces de los juncos. Escuchaba a las besuconas burlarse de mí, a los grillos que me apuraban, a las ranas cuando saltaban hacia la superficie advirtiéndome de la presencia de los cocodrilos. Al fin, un rayito de luz se compadeció de mí. Fue a posarse justo sobre mi preciada joya. Corrí hacia ella jubilosa y, cuando la tuve frente a mí, nada. Me encontré con que sólo era una flor. «Sólo una flor», repitió mi cerebro turbado. De pronto, lo supe con certeza: «ya no me interesan las orquídeas», dije para mis adentros.

Desandé mis pasos. Regresé al pueblo. Busqué al indio Ohilari con la esperanza de que él me pudiera decir algo asombroso de ti. Al llegar a su choza, con emoción te descubrí dentro. No quise importunar, pero me dediqué a vigilarlos. Los vi cómo extraían un polvo verde de unos pétalos brillantes, para después inhalarlo ávidamente. Sólo entonces pude percatarme de que, si podías conocerla tan bien, si podías elevarla a lo sublime, era porque ella vivía en ti. La orquídea era sólo una flor, lo que fascinaba era poseerla, experimentarla en toda la extensión, vivirla.

Exhausta, me senté en la escalera preguntándome: «¿hasta dónde eres capaz de llegar por conseguir un buen guión?». Las imágenes me asaltaron. Vi la Zihuatl del principio, la que quería comprenderlo todo de La Joya de Fakahatche para hacer una buena película. También vi a la Zihuatl obsesiva, la que quería aprenderte a ti, olvidándose de guión y de filme. Luego entonces, al verme ahí desfalleciente, entendí que siempre se trató de mí. Pude ver con claridad que, en mi entrega, estaba tratando de reconstruirme a mí misma. La flor me importaba un bledo, era sólo una flor. Tú sí me importas, pero reconozco que quizá nunca llegue a comprenderte pues, al final, tus zapatos no son los míos. Yo, tal vez no me importe, pero soy lo único que tengo y lo único a lo que puedo acceder. Sí, yo soy ésta. Sin polvos verdes dentro, sin fascinación por las flores exóticas, pero ésta al fin. Los cuadros de mi película no requieren de su presencia. Te necesitan a ti, pero por lo que eres para mí.

¿Lo ves?, el laberinto ha sido largo y doloroso, pero parece que el punto final ya se ha dignado a aparecer en el horizonte. Ya no más experimentos, ya no más grabaciones de ideas brillantes, ya no más inicios sin dirección. A ver si ahora se deja la hoja en blanco, con eso de que anda rejega porque la tengo toda borroneada…

lunes, septiembre 12, 2005

La sombra

¿Acaso algún día te quedarás en casa? ¡Me estorbas! Me sigues a todas partes, eres un juez perpetuo, una compañía indeseable, un pegoste incómodo, un pesado lastre. Tú y tus arranques morales me tienen hasta la madre.

Oye, pero los papeles están volteados. Yo soy la que tendría que estarte felicitando desde esa superficie brillante por el buen papel que ejecutaste. Tú eres quien tendría que estar de este lado, lamentándote por lo que no te dejé hacer.

Idiota, ¿todavía no lo sabes? Esta superficie es un simple vehículo. Tú eres la que está dividida desde siempre, no el espacio desde el que te diriges a mí. Esas manos que recorren tus hombros desnudos son las mías. Tuyo es el sentimiento de vergüenza que tal acto te produce. Te me resistes, pero me das la razón. ¿Cuántos pretextos más te vas a inventar?

Ya déjame dormir, estoy cansada.

Sí, duérmete imbécil. Busca en la seguridad de tus sueños lo que tanto deseas. Cámbiale el fin a la historia sin que ello implique desastrosas consecuencias. Tal vez tengas suerte. Quizás el mirador se digne aparecer en ellos.

Está bien, ¿qué es lo que quieres? Lo acepto, ¿está bien? Me hubiera gustado que…

¿Y de qué me sirve que lo reconozcas ahora tarada? Siempre haces lo mismo. Me pones un tapón en la boca cuando puedo expresarme a mi antojo y sólo me lo quitas cuando el peligro ha pasado.

Lo siento. Qué pena que estés condenada a vivir a mi lado. Pero mira, ya se va, ya no alcanzo a detenerlo. Por estar discutiendo, no me di cuenta de que esperó y esperó a que mi puerta se abriera, pero ya se rindió.

Mil veces estúpida.

sábado, septiembre 10, 2005

No estuve allí

Me ibas a contar algún día que te atemorizaba la presencia de esos seres y que, por eso, cuando estabas en la calle, oprimías mi mano con fuerza y apresurabas el paso, arrastrándome en tu empecinada carrera, o bien, cuando te refugiabas entre las paredes de tu hogar, querías espantarlos con el estruendoso ruido de tu viejo aparato de sonido, pero que, al no conseguirlo, te encabronabas tanto que querías matarme a golpes.

Te los encontrabas en cada esquina, aparentando aguardar el siga para continuar su rumbo. Estaban ahí sentados a la mesa de alguna fonda, fingiendo revisar el menú. Asomaban sus ojillos de serpiente por entre las cortinas de todos los sitios posibles. Atendían puestos de revistas, colocados, éstos últimos, estratégicamente en el camino por donde sabían que pasarías. Se subían a cantar a los camiones que abordabas. Te servían el jugo de betabel con zanahoria matutino en el mercado. Conducían los taxis que te llevaban a tu destino. Te observaban desde la tele. Vivían cerca de tu casa y, de vez en vez, la allanaban para revisar tu ropa interior. Todos: vendedores, zapateros, beatas, conductores, repartidores, transeúntes, actores, médicos, tenderos, fontaneros, policías, borrachos, curas, reporteros, burócratas, profes, abogados, carpinteros, hijos de vecino…. Todos ellos participaban en el juego que te controlaba. Algunos te perseguían, otros estaban de tu lado y te protegían de los malos. Pero ambos bandos te aterraban, por la simple y sencilla razón de que contaban tus pasos, te vigilaban, lo sabían todo de ti, hasta tus pensamientos, incluso los que todavía no llegaban a ser tales.

Sí, algún día me lo dirías. Lo harías cuando yo misma me librara del espanto al que me habías arrojado. Cuando tuviera oídos para escucharte. Cuando fuera capaz de comprenderte. Cuando estuviera allí, contigo, en ese mundo fantasmagórico que era tu realidad. Pero no estuve, no pude, no supe cómo. Tan aferrada estaba a mi propio cuadro ordenado, que no vi más allá. Antes bien, prefería marcar una línea divisoria entre tú y yo; una barrera que me mantuviera a una distancia segura. Y ahora que te has ido, me encuentro dándome de topes en las dunas de este desierto sin fronteras, tratando de convencerme de que, aunque no supe estar allí, tengo que reconciliarme con mi propia existencia y seguir en pie de lucha porque, a final de cuentas, yo sigo aquí y sigo sin comprenderte.

martes, septiembre 06, 2005

De más a menos

Andante, a tu lado el camino se hizo corto y liviano. Los enormes cerros, con sus lomos salpicados de vida, se salieron del clásico cuadro inmutable y comenzaron a danzar en derredor. Las milpas, ayudadas por el viento de la tarde, me ofrecieron el erótico espectáculo de sus caricias. Las extendidas nubes, cual algodones de azúcar, me mostraron su fiereza llena de amor por el maicito (como tú le llamas). La coqueta mariposita le dio un toque divertido a la escena cuando se dispuso a jugar a la distancia con el zopilote expectante que le proponía atrevidas acrobacias. Las casitas, allá en el fondo, nos esperaban con los brazos abiertos. Y tu flauta, ¡oh, sí!, tu rítmica flauta le dio un respiro a mi agitado corazón. Definitivamente, una pausa necesaria en la atropellada carrera del sinsentido.

Abrumado, tu compañía me bajó de la nube a la cotidiana realidad. Las espigadas colillas fueron poblado nuestro cenicero, al tiempo que los problemas rutinarios aderezaban nuestra charla. El tinto le llevó calor a nuestro vientre en esa fresca noche. La cocina italiana nos conquistó con sus delicias. Preguntas y más preguntas. Ansiedad por saberlo todo del otro. Sueños e historias dolorosas llenaron las páginas de nuestros libros. Reconocimiento de una vida tan lineal y aburrida que cansa.

Avorazado, tu presencia me hizo fuerte para introducirme a la cueva del lobo. En aquel sitio de madrugada, los cerros se convirtieron en senos muertos, desvencijados de tanto amamantar a hijos y a amantes. Las milpas se tornaron güilas vulgares que bailaban al ritmo del punchis punchis. Los algodones de azúcar se volvieron un solo cáncer vaporoso, plagado de la animalidad humana. La mariposa y el zopilote jugaban, pero cada quien por su lado, sin armonía, sin coquetería, sin amor. Las casitas devinieron ojos terceros asquerosos, que esperaban a sus visitantes con desdén. La intranquilidad volvió a inundar mi ser. Pero lo peor, fue descubrir la vileza que se esconde detrás de esa máscara gentil y sabia. Penoso broche que clausura una jornada absurda.

Tres escenas, tres momentos, tres lugares, tres situaciones, cuatro personajes. ¡Cuán flexibles podemos llegar a ser! Una bella melodía me permitió reconocer mi zumbido constante y familiar, pero ese reconocimiento me dio la oportunidad de descubrir un estruendoso ruido indeseable. Poco a poco, la energía me abandonó y quedé más vacía que al principio. ¡Qué cosas tiene la vida!

miércoles, agosto 24, 2005

Día de pinta

Me reuní con la bola de “quedadas” que conforman mi círculo frecuente de amigas. El mote nos lo puso la madre de una de ellas, aunque quizá sería más adecuado decir que fue la sociedad toda, pues, tradicionalmente, así se les llama a las mujeres cuando llegan a cierta edad y aún no se han casado. En estos nuevos tiempos de libertad e independencia, mucho se especula sobre lo anticuado de esas actitudes, pero todavía continúan muy vigentes, y, si no me creen, pregúntenle a mi sobrinita, que me llama todos los días para invitarme a que me matrimonie. Mas ese no es el tema que me ocupa en esta ocasión, quizá más adelante me aventure con alguna reflexión al respecto. Por el momento, permítanme seguir con el relato de mi día de pinta.

Regularmente, nuestras reuniones son muy similares. Rincón apartado, abundantes tragos, tabaco al por mayor, buena música, amenas pláticas sobre los más variados temas: trabajo, familia, proyectos, historia personal, películas, noticias, perros, viajes, libros...pero nunca sobre hombres, quién sabe por qué , tal vez porque nos dan güeva las clásicas charlas de chavas. No obstante, en esta ocasión una de las chicas se salió de la olla. Aunque nunca nos hemos puesto de acuerdo en cuanto a vedar ciertos tópicos en nuestras conversaciones, es innegable que la fuerza de la costumbre ya ha hecho de las suyas. Quizá por eso, nos incomodamos cuando la Chapis rompió con nuestro pacto implícito al hablarnos de la experiencia que tuvo en su terapia semanal. «Mi psicóloga me acaba de decir que he estado con el mismo hombre en todas mis relaciones sentimentales, ¿lo pueden creer?» prorrumpió molesta. Ante la sola mención de la palabra “prohibida”, todas ocupamos nuestras bocas como tratando de evadirla. Algunas encendimos un cigarrillo, otras carraspearon, otras más dieron un sorbo a sus bebidas. Pero la Chapis ni cuenta se dio, y continuó: «según ella, he fracasado en el amor porque siempre voy tras el mismo tipo de galán». Silencio absoluto. Nadie hizo comentario alguno. Las cuerdas de la guitarra del trovador parecían haber adquirido una acústica especial y vibraban con mayor intensidad. Los requintos se hicieron tan notables, que captaron completamente nuestra atención. Así que, al no encontrar eco, la Chapis desistió. Se hundió en el equipal y fijó su mirada en las figuras que se formaban con el humo que emanaba de sus labios. Todas, en silencio, atendíamos al buen desempeño del músico que estaba en la esquina. Aunque yo más bien creo que fingíamos apreciar la melodía, para poder ocupar tranquilamente nuestros pensamientos con esa idea loca que le dio al traste a nuestra reunión. ¿Será que salimos con la misma persona cada vez?, ¿seguimos algún patrón al relacionarnos sentimentalmente?

Nonatí decía que el que busca encuentra, y así es. Esta tarde, yo busqué mi patrón, y lo encontré. Me percaté de que voy en pos de los imposibles. Claro que me gusta adornarlos con el título de admirables, es decir, según yo, todas mis parejas me han causado admiración en algún sentido, y no me puedo imaginar estar con alguien que no me provoque eso. Pero, echándole un poquito de coco, fácilmente pude convertir ese requisito indispensable en una imposibilidad. ¿Cómo?, muy fácil. Mientras admiro a alguien, me parece inalcanzable. Pero luego, si tengo éxito, tiendo a revertir la fórmula, esto es, cuando lo alcanzo, deja de producirme admiración, lo bajo del nicho. Entonces, deja de tener el ingrediente principal y todo se viene abajo. ¡Chale!, no pude evitar identificarme con el Sísifo. Parece que no he hecho otra cosa más que subir la piedrota a una cima lejana, y cuando llego arriba, la méndiga se me vuelve a caer. ¿Estaré condenada como él?

martes, agosto 23, 2005

Tocando puertas

¡Cuántas puertas he tocado en mi vida! Las he tocado con mis nudillos, con una moneda, o bien, con el dedo índice (tan diestro en esos menesteres de andar oprimiendo timbres). Algunas han sido abiertas, algunas no, otras más, me las han cerrado en la jeta. La mayor parte del tiempo me han dado acceso a un interior cálido, aunque también me han introducido a lugares hostiles. Muchas de ellas han sido humildes y maltrechas, otras más bien han sido elegantes y ostentosas. Me las he encontrado de todos los tamaños, diseños y colores. Unas de madera, otras de metal, y una que otra de plástico. A veces rechinan de limpias, pero también las ha habido cochambrosas y rechinando, pero por falta de aceite en las bisagras. En ocasiones tienen ventanas que permite ver hacia adentro, otras son totalmente herméticas, y sólo poseen un ojito al frente que sirve para ver hacia fuera. Las hay con miles de cerrojos, candados, y hasta con alarma, pero también las hay más confiadas, que sólo se equipan con un modesto segurito. Hay algunas con reja por delante para mantenerte a una distancia prudente, otras se arman con un mosquitero, otras más, tienen un guardapolvo atornillado en la parte inferior para evitar que los bichos se introduzcan…

Pero, definitivamente, tú eres una puerta nueva para mí. Nunca en la vida me había encontrado con una igual, ni siquiera parecida. Contigo, simplemente no sé dónde tocar. No encuentro el timbre y no hay moneda ni piedra que me sirva para golpearla contra una no-superficie. Sí, ahí está el marco que me habla de tu existencia, pero no te encuentro. Y así, no puedo saber si me has invitado a pasar o si te has rehusado. Es más, ni siquiera sé si habrás notado que estoy tratando de llamar a ti —¿de tocarte?—. Mas, aunque no sé cómo eres, sospecho que eres pretenciosa y creo que ésta es tu estrategia para distinguirte de las otras, para ser única. Además, esto te mantiene segura, sin necesidad del montón de dispositivos que ahora están a la venta en el mercado, a la vez de que te puedes percatar con tranquilidad de quién se acerca a ti. Sin duda, tu hermetismo es novedoso, ¿también es efectivo? Valdría la pena que te lo preguntaras. Ciertamente, no habrá bicho, mosco, polvo, o visita indeseable que te traspase. ¿Habrá algo o alguien que pueda hacerlo?

viernes, agosto 19, 2005

Y ahora me doy cuenta

Sí, ahora lo sé. A los once años fui raptada. Iba rumbo a la secundaria y unos hombres vestidos de gris me subieron por la fuerza a un coche (gris también). Me llevaron a un lugar apartado y me encerraron en un sótano. Mas, hasta este momento, para mí no había existido tal evento. Parecía como si mi memoria no hubiera registrado lo que ocurrió en ese sitio. Ese lapso era como una laguna en mi mente. Simplemente no existía ese bache en mi camino.

Pero hoy he tenido una revelación. Por fin me he dado cuenta de que, después de muchos años, sigo aquí. Al fin me he percatado de que mi vida, la que hasta hoy había conocido como tal, no es más que un invento de mi imaginación; no es más que la historia que he venido escribiendo sobre el moho de las paredes de esta oscura habitación. ¿Los hombres de gris?, quién sabe dónde se quedaron. Seguramente se murieron de viejos. Ya no se opondrán a que yo salga a ver la luz del día. ¡Oh!, si tan sólo pudiera. Estoy tan cansada y está tan lejos mi rumbo truncado, que se me hace que mejor me quedo a seguir alucinando en la seguridad de mi cotidiana morada.

jueves, agosto 18, 2005

Una llamada extraña

No se imaginan cuántas veces he marcado ese número telefónico que mi memoria se resiste a borrar de sus archivos. Cada vez que la nostalgia me invade y siento la necesidad de escuchar su voz, casi inconscientemente, levanto el auricular y, sin ver las teclas, digito los ocho números mágicos que solían conectarme con su dulzura. En esas ocasiones, una leve esperanza me mantiene pegada a la bocina, hasta que, después del décimo ring, el tono de ocupado me dice que ya no me contestará. Entonces, cuelgo desilusionada y voy al refri en busca de un Carlos V.

Pero esta vez fue diferente. No sé que me hizo cobrar conciencia de lo que ya no puede ser. El chiste es que, a los tres timbrazos, me sentí tan patética que azoté el auricular con coraje. Pensé en cuán “descabellada” era mi actitud. En eso, el aparato se soltó hablando y me dijo categóricamente que para él no había imposibles. La verdad es que me cayó gordo por pedante y pretencioso. Sus palabras, tan seguras, me activaron el resorte del reto. Ni siquiera me importó el pequeño detalle del teléfono parlante, sólo podía pensar en qué cosa sería un imposible para él. De repente, el foco se me prendió: marcaría mi propio número. ¿Cómo podría comunicarme conmigo misma? ¡Claro que no! Lo pondría en su lugar.

Así que puse manos a la obra. Un tanto divertida, esperé pacientemente a que una máquina me dijera que la línea estaba siendo usada, con lo cual, sellaría mi triunfo en aquella ridícula competición. Mas cuál va siendo mi sorpresa cuando, en lugar de lo esperado, me topé con la señal que indica el proceso de enlace. En un primer momento, pensé que quizá había errado algún número. Pero cuando escuché aquella voz infantiloide que del otro lado me decía «diga» tan familiarmente, la tierra se me movió. Turbada, me aclaré la garganta y le dije a la extraña: «disculpa, es el 36…». La mujer me interrumpió y ella misma completó la serie de números. ¡Era la misma! Mi nerviosismo aumentó. Comencé a respirar con dificultad. Con mucho esfuerzo, eché a andar mis razonamientos: «quizá, las líneas se cruzaron…tal vez, la compañía de teléfonos…a lo mejor, no escuché bien…», pero no, algo de insuficiencia había en esas explicaciones. «¿Por qué habla como yo?», pensé. La desconocida se impacientó con mi silencio. Suspiró y, un tanto molesta, me urgió: «¿con quién deseas hablar?». Sin meditarlo, al instante le contesté: «con Zihuatl, por favor». «Ella habla —dijo intrigada—, ¿quién es?». Ya no cabía la menor duda. Su voz, sus palabras, sus actitudes…todas esas cosas ¡eran mías! Un nudo en la garganta me impidió emitir más nada. Sudaba copiosamente. La mano que sostenía la bocina me comenzó a temblar. La desesperación iba en aumento. El corazón se me quería salir. Los minutos transcurrían y no podía romper con mi mutismo. La chica todavía me insistió en dos ocasiones más con un «diga», pero de mis labios no salió ni pío. Al final, cansada de esperar respuesta, mi “otra yo” terminó por decir irónicamente: «¡vaya!, el mudo de nuevo…al menos ahora sé tu género», y colgó (¿colgué?).

domingo, agosto 07, 2005

El Mal de Minga

Se supone que no soy una persona con “capacidades diferentes” (como ahora gustan llamar al montón de deformes e incompletos que pululan por todos lados). Sin embargo, en ocasiones me siento más “fenómeno” que cualquiera de ellos. Aunque tengo todos mis sentidos [casi] en buen estado, todavía no he aprendido a utilizarlos. El sordo me ha hecho escuchar una vocecita interior que me reprime por no apreciar un atardecer o la sonrisa de un niño. El ciego me ha hecho ver que no disfruto el chipi chipi de la lluvia o el latido del corazón de mi amado. El mudo me ha dicho cuán vanas y dañinas son mis palabras, cuando no alcanzan a nombrar el mundo o a expresar el sentir de mi alma. El inválido me ha encaminado a percatarme de cuán errados y sin sentido son mis pasos. El insensible me ha hecho percibir mi incapacidad para embriagarme del olor a tierra mojada o del aroma que despide mi compañero. El “desolfatado” me ha hecho reconocer el hedor de mis carencias, cuando no me conmuevo ante la caricia del aire soplando en mi rostro o ante la calidez de una mano amiga. El loco me ha hecho comprender mi prisión…

Pero, no soy la única. Estoy rodeada de personas que, subutilizando sus sentidos, me tratan como a una fotografía andante. Cada vez que me miran, sólo ven una superficie plana y diferente a aquélla que su memoria tiene registrada, como si yo fuera sólo este fardo que me trae a cuestas. Por eso, cuando estoy ante ellos, emiten un juicio del tipo: «¡qué flaca estás!».

En esos momentos, la rabia me invade. No puedo evitar pensar en todos aquellos que, atendiendo a los pequeños detalles de la Zihuatl, convivieron con la persona y no con una imagen carente de vida. Recuerdo al cuate que se fijaba en mis defectos y se la pasaba imitándome; a la latosa que solía jugar con mi cabello, encontrándolo tan sed[b]oso como sólo él podía estarlo; al jefe que identificaba mi llegada sólo por el sonido de mis pasos desgarbados; a mi “Conciencia”, que sólo con verme a los ojos, descubría mi estado de ánimo; a la gran amiga con la que no necesitaba de palabras para darme a entender; al inquilino que sabía cuándo hacerme compañía y cuándo dejarme sola; al novio aquél que gustaba de olerme para llenarse de mí; a mi madre, que bien sabía leer a su chiquita en el tono de su voz, en el calor de su cuerpo, en la luz de sus ojos, en el color de su piel, en la rebeldía de su ser…

Mas mi molestia no se debe sólo a esa falta de atención, sino al hostigamiento al que me someten con sus preguntas: «¿por qué?, ¿cómo?, ¿qué pasa?». Me obligan a buscar explicaciones convincentes: que si las desveladas, que si el cigarro, que si el café, que si la chamba, que si la presión… Pero ya no más. La sabiduría de mi madre me ha dado LA respuesta. Por fin he descubierto a qué se deben mis kilitos de menos. Ya no tendré que quebrarme más la cabeza. Señores, he de informarles que padezco del Mal de Minga —que no mata, pero bien que chinga—.

viernes, agosto 05, 2005

Tu mirada

Me entretuve hurgando entre los empolvados cajones del olvido y me encontré con un montón de viejas fotos tuyas, que hicieron renacer en mí un cúmulo de sentimientos que creía perdidos. De pronto, estabas ahí, a la distancia, viendo un partido de fútbol, casi a punto de jalarte de los pelos porque tus chivas habían fallado un tiro penal. Después, venías caminando por una enterregada vereda, con tu paso cansado. Enseguida, estabas a mi lado, con tu brazo amarrado a mi cintura. Ya estabas solo. Ya rodeado de gente. Ya sonreías. Ya te sentabas. Ya te ponías de perfil. Ya me dabas la espalda…Hasta que por fin, te dignaste a mirarme a los ojos. Y ¡qué mirada!, señor mío. No sabes cuánto añoré esa chispita curiosa que me preguntaba; ese cincel certero que me retocaba siempre desde nuevos ángulos; esa insistente proposición que me demandaba; esa tea encendida que me ruborizaba; ese brillito emocionado que recreaba cada instante; esa lucecita coqueta que me alimentaba; esa caricia tierna que me conmovía. Ahora, los malditos gusanos se han comido tus ojos, pero nunca me podrán quitar el recuerdo de…tu mirada.

jueves, agosto 04, 2005

El que a buen árbol se arrima…

¡Ah!, qué buenas tardes me he pasado leyendo a la sombra del arbolote que tengo en el traspatio de mi casa. Como que los pensamientos fluyen más fácilmente cuando no están aprisionados entre las cuatro paredes blancas de un cuartucho lleno de humo. Claro que me expongo a que algún bicho impertinente visite las páginas de mi libro. Pero, con el tiempo, incluso esos raros especimenes se han integrado a mi dinámica y hasta la han hecho más divertida. Además, tengo un horizonte hacia el cual voltear. Las nubes me mandan mensajes con sus extrañas figuras. El sol juega conmigo, me acaricia, provoca mi ensoñación. El pastito me hace cosquillas y su aroma me embarga de frescura. El viento se lleva consigo a los molestos fantasmas que me encadenan. El mundo entero está ahí dispuesto a charlar conmigo. Hoy, por ejemplo, platiqué con mi árbol. Me acordé del refrán y enuncié su primer frase en voz alta: “el que a buen árbol se arrima…”, pero cuando lo iba a complementar, volteé a ver a Cuauhtic (que así he bautizado a mi árbol por su grandeza) y le pregunté: ¿buena sombra lo cobija?

Indudablemente, la seguridad es un divino tesoro. ¿Quién no ha tenido la necesidad, cuando se ha sentido débil o impotente ante ciertas cosas, de recurrir a alguien mejor que haga el papel de guía o de ángel de la guarda? En momentos difíciles, con el afán de sentirnos seguros, somos capaces de abandonarnos al amparo de un “buen árbol”: de alguien que es, tiene o sabe más que nosotros. No está mal acercarse a otro de vez en cuando en busca de ayuda, nadie es todopoderoso. Pero aquél que piense que con el sólo hecho de arrimarse a un buen árbol tiene garantizada una buena sombra que lo cobije, está perdido, pues está destinado a vivir dependiendo de él. Y cuando éste se seque, se caiga de viejo o lo talen, ¿qué va a hacer sin su cobijo? La seguridad que puede proveer la sombra de un buen árbol no depende del propio árbol, sino de quien sabe aprovechar su sombra. A fin de cuentas, lo bueno no se transmite por contagio —no basta con sólo arrimarse—, sino que se requiere de chamba. Quien se duerma en sus laureles creyendo que es suficiente acercarse a lo bueno para serlo también, no lo conseguirá.

Además, el acercarse a un buen árbol conlleva un gran riesgo. La sombra que éste produce con su colosal figura puede limitar la capacidad de crecimiento de todo lo que se encuentra debajo de sus ramas. Un arbolito que vive a la sombra de uno más grande se encuentra imposibilitado de obtener los rayos del sol que tanto necesita para desarrollarse. Si permanece bajo su cobijo, nunca podrá convertirse en un árbol frondoso, capaz de proyectar su propia sombra. En la selva, los árboles libran batallas por la supervivencia, y los ganones son los más audaces, los que se las ingenian para alcanzar grandes alturas y evitar con ello que algún otro los venga a opacar o a ensombrecer, robándoles la luz que necesitan. Aquellos que se rinden ante la habilidad de los otros, como no pueden seguir compitiendo, no les queda de otra más que someterse. Si acaso pueden seguir viviendo, es sólo porque los más grandes, ocasionalmente, dejan pasar uno que otro rayito de sol que les permite mantenerse.

Así pues, la falacia del refrán se extiende también al mentado cobijo que puede proporcionar un buen árbol. El estar a su sombra, que en un primer momento pudiera parecer algo reconfortante por la aparente seguridad que proporciona, se convierte en una verdadera amenaza. Es bueno ir a descansar de vez en cuando a la sombra de un buen árbol, apoyarse en un tronco fuerte, y estar al amparo de sus ramas; pero sólo cuando el calor se vuelva insoportable. Además hay que procurar que no llegue a convertirse en una dependencia y hay que tener el suficiente cuidado de no quedar ensombrecidos de más. Si trasladamos la figura del árbol al mundo animal, se antoja que “más vale ser cabeza de ratón que cola de león”, ¿no creen?

viernes, julio 29, 2005

El espectador implicado

El otro día fui con Pablo, uno de los lectores de mi tesis, a presentarle algunos avances y a recibir sus críticas y comentarios sobre lo que le había dejado la vez anterior. No me fue muy bien que digamos. A decir verdad, me puso una santa revolcada, que me dejó sin fuerzas. Desde su punto de vista, yo estaba loca si pretendía hablar del imaginario social de la locura, estudiando sólo algunas películas que representaban en sus tramas (a través de sus personajes) a los locos de la vida real.

—No, mi niña —me dijo—, esos filmes sólo tratan, sin conseguirlo, de realizar las imágenes que sus creadores tuvieron. Los cineastas no realizan sus imágenes mentales en el cine: sencillamente constituyen un analogon material tal que cada cual pueda aprehender esas imágenes si sólo considera el analogon. En ese sentido, no hay realización de lo imaginario; lo más que puede hacerse es hablar de su objetivación. Además, no debes buscar el imaginario social en las películas porque éste está en otra parte: en la lectura que los espectadores hicieron cuando se apropiaron de las imágenes objetivadas. Y es que, tienes que concebir a los filmes como cosas materiales visitadas de vez en cuando (cada vez que los espectadores adoptan la actitud imaginante) por un irreal, esto es, el objeto filmado. Entonces, para desentrañar esas “visitas” (imágenes), debes preguntarles a quienes adoptaron una actitud imaginante ante las tramas cinematográficas; y no a las tramas mismas.

No pude argumentar nada para refutar su comentario. Quería decirle que si el mundo de la vida, que si el horizonte cultural, que si los indicios, que si los discursos, que si las hilachas, que si las muchachas… Pero ni una maldita palabra salió de mi boca. Me sumergí en una vorágine. Me limité a tomar el texto lleno de tachas y comentarios en rojo al margen, y a salir de su oficina completamente derrotada. Por el camino, considerando el tiempo que me quedaba para terminar mi trabajo, pensé en que quizá sería mejor hacer una labor meramente descriptiva, sin meterme en tantos rollos y en tantas danzas; sin tener que hacer entrevistas; sin tener que cambiar mi marco teórico, etc. Pero no, la Zihuatl aferrada se resistía. Así que decidí sacar fuerzas de mi flaqueza y enfrentar el reto que el Pablo me había lanzado. Mas no quería hacerlo a su manera; no estaba dispuesta a integrar una chamba que no había contemplado y que ya no alcanzaba a llevar a cabo. Por eso, me propuse trabajar en reforzar el argumento con el que lo enfrentaría. Sin embargo, la ráfaga de optimismo me duró muy poco. De inmediato volví a sentir el peso aplastante de la frustración y de la impotencia. Al tiempo, cansada de debatirme, opté por encaminar mis pasos rumbo a la carpintería de Don Rogelio, mi vecino. Pensé que quizá refugiándome en una amena charla, lograría salir de la depresión que me embargaba.

Cuando llegué al Pícaro aserrinado (que así se llama el negocio del buen Roger), intenté saludar como siempre, aparentando que no pasaba nada, pero de nada sirvió. El viejo lobo de mar percibió al instante mi estado de ánimo. «¿Qué le pasa a mi Zihuatzin?», preguntó cariñoso. Yo, sentada en el destartalado silloncito de la esquina, cual niña regañada, le platiqué lo que me había ocurrido. Don Rogelio soltó la carcajada y volteó a ver a los dos amigos que estaban tomándose un pulque con él, como buscando su aprobación. «¿Cómo ven al cuadrado lector de mi amiguita?», les preguntó. Don Aristo y el señor Ricardo menearon la cabeza desaprobando a Pablo y se unieron a la sonora carcajada de mi viejito consentido. Después de darse un respiro y de empinarse un generoso trago de pulque, éste último me dijo:

—No, mija, no te mortifiques tanto. Claro que puedes hacerle como habías pensado. No tienes que preguntarle a nadie aquello de lo que las películas mismas te pueden dar cuenta. ¿Pos qué al atolondrado ese de tu lector nadie le ha informado que toda obra discursiva intenta satisfacer un horizonte de expectativas? El cine no hace más que tratar alimentar la imaginación de sus espectadores y, para ello, ésta última le sirve de guía. ¿O no, Aristo?

El barbón despeinado que permanecía en la entrada agarrado de la cortina, como evitando que ésta se viniera abajo, le contestó:

—Así es Ro, la trama de todo discurso, llámese cinematográfico, literario o historiográfico, toma del saber-con-anterioridad de la acción sus rasgos éticos. Por eso, hay una conexión lógica de lo verosímil en él, que no puede separarse de las coacciones culturales de lo aceptable. En ese sentido, yo pienso que los contornos del criterio de lo convincente son los mismos que los del imaginario social.

—¡Ah! —interrumpió de pronto el señor Ricardo, quien estaba barnizando una puerta—, por eso hablas del «espectador implicado» en la obra.

—Ciertamente Richard —contestó aquél—, ¿luego, qué habías entendido?

—La mera verdad, no te había entendido ni “j” mi buen —dijo despreocupado éste, mientras dejaba la lata de barniz en el piso y se dirigía a tomar asiento a mi lado—. ¡Mira nomás! —me dijo—, hasta cuándo le vine a agarrar la onda al gruñón éste. Pero eso ya me había quedado claro desde que el Ro me platicó de la estrategia que siguieron los editores troyanos en la constitución de la Biblioteca Azul. Y sí, este par tiene razón al decir que lo que experimenta el espectador de la película, o el lector de la novela/Historia, debe construirse antes en la obra. Así que usted señorita —afirmó tomándome del hombro— tranquilamente puede preguntarle a las pelis por esas experiencias, sin necesidad de andarle preguntando a la gente. Mande a volar al fanfarrón ese que le dice que no se puede y tómese un pulquito con nosotros.

Ni tarda ni perezosa, tomé el tarro con la espumosa bebida que me ofrecía el Richard, al tiempo que le dirigía una mirada agradecida al Roger, el cual, bien supo corresponderme con un coqueto guiño.

miércoles, julio 27, 2005

Un regalo viejo

Para NaPtL

Hoy de mí hacia ti, hoy de ti hacia mí…, dice el buen Silvio, y sus letras me sirven para decirte hoy que quiero hacerte un regalo viejo.

Hace algún tiempo, una gran amiga me regaló un cachito de su espíritu libre, apasionado y poeta. Permitió que sus sensaciones asomaran por la punta de su lápiz y se las obsequió a SU amiga Zihuatl. Pero yo, como buena descuidada que soy, no supe cuidarlo. Ese don terminó sucumbiendo en las aguas del olvido junto con todas las demás pertenencias que mi baúl de los recuerdos contenía. Sin embargo, hoy me doy cuenta que no fue así. Lo que se perdió fue una simple hoja de papel que daba testimonio de su existencia, porque ese pedacito hermoso ya había cumplido su cometido; ya había marcado mi corazón con su tinta indeleble. Hoy, gracias a ella, he recuperado esa “prueba”, y también su versión en nahuatl (que, en aquel entonces, le preparé con cariño). Y es precisamente ésta última la que quiero compartir con ustedes. Ahí les va…

Ipampa teuatl iuan yehica teuatl, noikniuh Zihuatl

¿Timati tlein ka ze ikniuhtli?
Ze ikniuhtli ka:
Tlapia, maka, neki,
Ze ikniuhtli ka:
Tlazohtla, kaki, tlakaneki

Intlanel ze ikniuhtli ka ozenka ye,
Ze ikniuhtli ka:
Uetza, choka, nemi,
Ze ikniuhtli ka:
Nemitia, nokommati, ixitla,

Iuan ze ikniuhtli ka itla ozenka ye,
Ze ikniuhtli ka:
Mati motonatiuh
Nokommati in meztli motlan
Tlalnamiki in zitlali
Anpepetlaka ipampa teuatl
In ehekatl
Tlalpitza ipampa teuatl

Ze ikniuhtli ka teuatl
Iuan ka papaki
Ze ikniuhtli
Neuatl
Ze ikniuhtli
Teuatl

Tlazohkamati nohueyikniuh

lunes, julio 25, 2005

Una vuelta al kiosco

El domingo por la tarde, Carmen decidió visitar a su tía Nachita, la “quedada”, como la llaman en el pueblo. Sabrá dios quién le puso el apodo. Lo cierto es que ya es del dominio público, merced a la clásica calaverita que, en su honor, queman los días de San Judas. Pero a ella no le importa, y hasta parece enorgullecerse de que su gente la tenga presente en tan fastuoso día. Está tan olvidada del mundo la pobre. Por eso, cuando abrió la ventana de la puerta para ver quién tocaba, se volvió loca de contento al descubrir que se trataba de su sobrina. «¿Cómo está tía?», le dijo ésta cumpliendo con las formalidades. «Bien Carmencita, bien», contestó aquella siguiéndole el juego, mientras corría el cerrojo para franquearle la entrada.

La casa, como siempre, estaba reluciente. No así el cuarto de Ignacia; lugar donde suele encerrarse con sus demonios y donde reina el desorden y la suciedad absolutos. Un vaso quebrado encima del buró; platos amontonados en la silla con comida llena de hongos; cobijas revueltas con papel higiénico sobre la cama; botes de cremas y lociones jamás tapados en la cómoda; una almohada llena de telarañas en el suelo; un bultito de tierra y basura detrás de la puerta; el mugriento trapeador, con su hedor a humedad, dejado en una esquina…

Las dos mujeres se instalaron en la sala. Doña Nacha estaba nerviosa; cruzó sus brazos y comenzó a balancear los pies por debajo de la silla. La sobrina se sintió un poco incómoda y, como para romper el hielo, le preguntó a la anciana por el estado del tiempo. «Pos fíjate que ha estado lloviendo Carmencita, pero parece que hoy San Juan nos va a dejar a secas». Al terminar la frase, Nachita se quedó pensativa; se llevó una mano a la cabeza y se alisó la enmarañada cabellera. «¡Ay!, ni me he bañado ¿tú crees? —dijo de pronto avergonzada—, pero ahorita me echo un regaderazo rápido ¿eda?...para ir a la plaza Carmencita, ¿no?, ¿o qué?, ¿tú cómo ves?, ¿no se te antoja?». La chica reprimió una carcajada, y sólo se limitó a contestarle: «claro que sí tía».

Casi una hora más tarde, tía y sobrina se encontraban sentadas en una banca de la plaza. La una, saboreando un elote asado con enjundia; la otra, con una bolsa de cañas en la mano. A la vez que disfrutaba los jugos dulces de los trocitos de caña que se llevaba a la boca, Carmen se complacía con el espectáculo que se le ofrecía. La gente que se había dado cita en aquel lugar, semejaban estar interpretando un papel en la clásica obra de teatro dominguera. Las jóvenes, ajuareadas con sus mejores galas, no se cansaban de darle vueltas al Kiosco en el sentido de las manecillas del reloj; los chicos, cual buitres a la caza de su presa, se paseaban al lado de ellas en la dirección opuesta. Una vez que elegían a la afortunada, se le acercaban galantemente y, si tenían suerte y la polluela les echaba un lazo, podían entonces transitar con ella del brazo por el tercer anillo, el de las parejas que se paseaban por la orilla a la vista de los viejitos —padres de las incautas— estacionados en las bancas dispuestas en derredor, siempre al pendiente de que aquellos gañanes no se pasaran de tueste.

Cuando Ignacia terminó con su elote, comenzó a presionar a su sobrina para que fuera a dar vueltas también. «¡Ándale!, que al cabo que tu novio ni se va a dar cuenta», le dijo para convencerla. Ésta se resistía; no quería colocarse en el escaparate. Le molestaba sobremanera participar en un juego que le era ajeno y cuyas reglas le parecían estúpidas y denigrantes. Al final, y para darle gusto a la solterona, accedió; no sin antes advertirle que sólo daría una vuelta.

Cabizbaja, Carmen se incorporó a la fila de las “busca-novio”. El tiempo y su relatividad no fueron precisamente sus aliados en tan vergonzoso trance. La fila avanzaba tan lentamente que más de alguna vez sintió el impulso de empujar a la de adelante para que se diera prisa; pero, como sabía que aquello no sería bien visto, se contuvo, y mejor optó por matar el tiempo contando los amargos pasos de su vía crucis. «Uno, dos, tres…», repetía para sus adentros al ritmo de la marcha que más bien le parecía fúnebre, pues sentía como si caminara tras la carroza que cargaba con los restos de sus convicciones.

Todavía no doblaba la primera esquina de la plaza cuando un golpe en la cabeza le hizo perder la cuenta de los pasos. Levantó el rostro y una lluvia de confeti le nubló la vista. Se sacudió los papelitos y descubrió la figura de un joven desaliñado que le brindaba la mano al tiempo que le decía: «me llamo Norberto, ¿me dejas acompañarte?». Sin esperar respuesta, la tomó por el brazo y la condujo a la fila correspondiente (la de las parejas). Carmen tardó unos segundos más en reponerse de la impresión, y cuando lo hizo, ya se encontraba en la orilla, caminando al lado del extraño sujeto. De inmediato pensó en regresar al lado de la tía; le dolía el fregadazo que le había señalado como “elegida”, pero más le indignaba sentirse objeto mercable. Sin embargo, cuando se percató de que aquella no era una práctica común, ya que los jóvenes, en lugar de reventar huevos enconfitados en las cabezas de sus princesas, se acercaban a ellas con flores y algodones de azúcar, dejó su molestia a un lado y se mostró cordial con el “rompe-reglas” desfachatado que caminaba a su costado. Además, como no podía evadir la promesa hecha a su tía y tenía que dar una vuelta completa, prefirió platicar con alguien a seguir su aburrida cuenta en silencio.

Norberto le comentó que no era de ahí, sino de un viejo pueblito al otro lado del mar. Ella le preguntó si siempre actuaba tan irreverentemente o si sólo era por ser foráneo y desconocer las reglas, a lo que él le contestó: «soy como los salmones, me gusta nadar contra la corriente. Aunque todos me digan que estoy determinado por una fuerza que se me impone y me impulsa a avanzar en una dirección específica, yo prefiero creer que todavía tengo energía para moverme en otro sentido, ¡claro!, siempre y cuando los demás, personas de carne y hueso como tú, me lo permitan».

—Entonces, ¿no crees que haya una autoridad que te puede coercionar?—, le dijo Carmen nomás por molestar.

—¡Por supuesto! —contestó él—, pero no a la manera en que nos cuentan metafísicamente algunos filósofos y sociólogos, quienes gustan explicar las relaciones sociales en términos de dominadores y dominados, como si tal dicotomía fuera natural; como si “los de abajo” estuviésemos condenados al inexorable destino de asumir pasivamente los dictados de la elite. Desde mi punto de vista, si nos conducimos de tal o cual forma, no es porque estemos dominados por una elite que difunda sobre su base ignorante las fórmulas del buen vivir; antes bien, considero que estamos en una lucha constante de competencia con ellos, la cual hace que los imitemos, obligándolos a incrementar sus refinamientos, sus prohibiciones y sus censuras. Además, cuando los que pretenden dominarnos nos imponen nuevas y más altas obligaciones les sale el tiro por la culata, porque no hacen más que autocoercionarse, pues se obligan a sí mismos a aumentar las propias, a fin de perpetuar la distinción que los aleja de nosotros y les confiere la autoridad que poseen.

—Pero, planteada la relación en esos términos —arremetió la joven titubeante—, aunque se desnaturaliza la dicotomía, no resuelve el problema del que hablábamos, es decir, la capacidad para moverte a pesar de las restricciones. Si te fijas, lo que está en juego en la lucha que planteas tiene los matices de un bien deseable en sí mismo, tras el que todos vamos, aunque unos siempre conserven la delantera. En ese sentido, y siguiendo con tu teoría, si tú estuvieras en la competencia, no me habrías sorrajado un huevazo, sino que me habrías ofrecido una serenata con trío, como lo hace el hijo del presidente municipal; así, lo habrías obligado a incrementar sus gastos, pues habría tenido que contratar un mariachi para seguir distinguiéndose de tí. Estoy de acuerdo contigo en que no somos seres completamente determinados a actuar de maneras específicas, y tampoco contamos con la absoluta libertad para hacer lo que nos plazca, porque no somos individuos aislados. Lo que no me late, es creer que mi capacidad de actuación se reduzca a ser el borreguito que va tras la paja dorada y que siempre le ganan los chivos; o que mi capacidad de influencia se limite a hacer lo que se me pide que haga, sabiendo que, con ello, obligo a cambiar a quienes tal cosa me solicitan, pues tienen que incrementar sus propias actividades. Según yo, si dejáramos de pensar en metas “naturales”, que son siempre las mejores, podríamos entender cómo es que se establecen relaciones de mutua influencia entre la autoridad y la raza, que interactúan en un ámbito de negociación constante. Y es que, según yo, no somos receptores pasivos, ni de los mandatos de “los de arriba”, ni de los postulados de una idea, ¿no crees?

Norberto se quedó un momento en silencio. Sacó un huevo del bolsillo de su pantalón y lo reventó en la mano al cerrar el puño. Meditabundo, comenzó a jugar con el conjunto multicolor, pasándolo de una mano a la otra. Carmen le picó las costillas como para bajarlo de la nube. Entonces él, sin despegar la vista del suelo, le confesó:

—¿Sabes?, hace más de setenta años que me expliqué esas relaciones. En aquel tiempo creí haber dado con una certeza innovadora. Pero ahora que lo dices, creo que debo repensar sus términos.

—¡Bueno! —dijo ella—, yo aquí me quedo.

El recorrido había concluido casi sin sentirlo. La vuelta al kiosco llegó a su fin, y Carmen se despidió de Norberto diciendo: «fue un placer platicar contigo. ¡Ah!, y aunque te suene raro, tus ideas siguen siendo frescas». Le dio un fuerte apretón de manos y se dirigió donde Nachita, quien ya la esperaba de pie para emprender el camino de regreso a casa y a sus tormentos.

domingo, julio 24, 2005

Adiós mi Tierra Pródiga

Atento lector, no se espante usted. La Zihuatl no se le va p’al otro mundo. Simplemente se despide de una de sus más grandes pasiones; del rincón secreto que siempre la ha abrigado tan dulcemente; de aquellas playas dilatadas, vistas desde las alturas como vastos abanicos de nácar, tendidos, rematados en filigranas espumosas, lentamente ondulantes; breves, graciosas playas tenues, encajonadas en granitos escarpados; rumorosas playas al son de guijas, caracoles y conchas; abiertos mares embravecidos, bramantes; cólera de olas en vano contenidas por hostiles rocas; olas mugientes, hinchadas, abatidas en estrépito de perlas; epifanías de colores, de las que un enamorado poeta habló alguna vez. Pero no se despide en su calidad de novia enamorada; no podría hacerlo. Su rinconcito no dejará de ser el refugio al que se dirija su alma atormentada en pos de alivio. Se despide de él en su carácter de “estudiosa” que quiere comprender su dinámica y funcionalidad.

Nuestra relación comenzó varios años atrás. La primera vez que lo vi con otros ojos (a mi rincón ¡claro!) fue cuando, en una clase de la facultad, estábamos discutiendo sobre la explotación de los lugares turísticos de Jalisco. En esa ocasión, la trémula voz del Arielito —quien describía la Costa Alegre como sólo él sabe hacerlo—, me cautivó. Y cómo no, si nos habló tan vehementemente de sus paradisíacos paisajes, reflejando en su discurso cierta indignación, ya que, según él, no habían sido explotados “adecuadamente”, y que, por el contrario, habían padecido de cierto desdén por parte de las autoridades (que sólo se preocupaban por el desarrollo de Puerto Vallarta). Pues bien, en aquel tiempo de penurias económicas e incertidumbre académica, me fijé un objetivo: algún día recorrería esos enigmáticos lugares. No pretendía estudiarlos, sino sólo admirarlos. Afortunadamente no tuve que esperar mucho. Las circunstancias se me acomodaron y pronto tuve la dicha de tener ante mis ojos aquel azul profundo con destellos de verde turquesa, donde el sol dibujaba caminos; de sentir muy dentro aquella furia intermitente que se estrellaba contra el pecho de las altas fortalezas de piedra; de respirar aquellos limos de aire turbador; de saborear aquella brisa salina que sazonaba mis labios muertos; de pisar aquellos oros cegadores; de escuchar aquella eterna sinfonía de olas, arenas y rocas, que todavía hoy, me arrullan en mis largas noches de insomnio.

Después, nos volvimos a encontrar, pero en otros terrenos. Ya me encontraba estudiando la maestría y tuve la necesidad de elegir un tema de tesis. Entonces, siguiendo el consejo de uno de mis más admirados maestros, decidí estudiar algo que me apasionaba: la tierra pródiga —para usar la expresión del poeta que bautizó a mi lugar secreto—. Así pues, le dediqué dos años de lecturas, reflexiones y uno que otro viaje. Lamentablemente, el proyecto no se concretó; las urgencias académicas me llevaron por otros derroteros. Cuando me vi en la necesidad de cambiar el tema de tesis, apesadumbrada escribí unas líneas que pretendían ser un compromiso: «I’ll be back», le decía. Pero ahora, tengo que claudicar. Mi pasión no ha menguado, pero mis intereses ya se encuentran en otro sitio.

Adiós rinconcito del alma.

viernes, julio 22, 2005

Cebollita

Recuerdo el día que tuviste las agallas para sermonearme como Burro lo hizo con Shreck. «Eres como las cebollas: recubres tu corazón con múltiples capas y no me permites llegar a él», me dijiste molesto. Tu impotencia se transformó en miedo y éste en coraje. Desesperado, tiraste un puñetazo a la pared que te dejó tres dedos quebrados.

Qué inútil es la ira ciega que no comprende. Tú querías llegar a un corazón, a un centro, a una esencia que fuera siempre idéntica a sí misma; pero nunca te percataste de que no hay tal cosa en ninguno de nosotros, de que somos algo más que simples príncipes (o princesas) disfrazados de ogros. Sólo podías pensar que te mentía, que aparentaba, que me ponía máscaras ante ti. Pero, ¿te mentía?, ¿cómo puedo mentir sobre algo cuya verdad desconozco? No he dado conmigo, he ahí una de mis verdades. Nunca lo haré, ahí otra. No existe algo así como “la verdadera yo” que se recubre con múltiples rostros: yo soy esa infinidad de máscaras. El problema fue que cuando yo usé la de tu Dulcinea, tú te pusiste la de mi Romeo; mientras que cuando yo me ajuaré con la de Julieta, tú ya habías preferido ponerte la de Don Quijote. Ahora me coquetea la de Doña Juana, ¿le quedará un momento a nuestra historia para coincidir?

¿Un renacimiento espiritual?

Anoche recibí una llamada telefónica mágica. Uno de mis más queridos compas estaba tan aburrido que decidió marcarme. Después de los clásicos «¿cómo estás güey?», pasamos al ritual de ponernos al día con respecto a lo que ha ocurrido con nuestras vidas. En el curso de la charla, él se mostró sorprendido por no encontrarme tan apática como (casi) siempre; y después de escuchar las “nuevas”, no pudo más que afirmar: «no, pos es todo un renacimiento espiritual por el que estás pasando». He aquí lo que le conté:

Desde hace ya varios meses he venido reproduciendo una desagradable y cansona rutina. Despierto a las tres de la tarde. Desganada, me baño y bajo a prepararme mi sagrado desayuno. Regreso a la cama cargando mi plato de comida, el cesto con las tortillas y mi vasote con la reglamentaria coca. Ingiero el alimento sentada en la cama viendo una película. Una vez terminado el suculento almuerzo, cepillo mis dientes, llevo los trastes al fregadero y los lavo mientras caliento en la estufa el agua para el indispensable suero alivianador. Subo de nuevo a mi cuarto, tazota de café bien cargado en mano, y me dispongo a leer uno de los varios libros que se encuentran apilados al borde de la cama. Sólo interrumpo la lectura cuando me veo en la necesidad de recargar el café en mi taza o de descargarlo en la otra. Cuando escucho el sonoro gruñir de tripas que proviene de mi estómago (por ahí de las diez de la noche), repito el ritual alimenticio, pero ahora recetándome un capítulo de Sexo en la ciudad. Regreso a mi lectura. Las cuatro de la mañana marcan la última pausa en el camino, y es que las tragonas lombrices no me dejan en paz, exigen su merecida cena. Finalmente, a la luz del nuevo día (algunas veces ya muy entrada la mañana) detengo por completo tan afanoso trabajo y me entrego en los brazos de Morfeo. Cierto que dicha rutina a veces se ve alterada; sobre todo porque cambio la lectura por la escritura. Además, algunas veces la chamba es más satisfactoria que otras. Pero estarán de acuerdo en que cualquier rutina provoca fastidio. Pues bien, desde hace algunos días, la repetición ha dejado de tener esa connotación fastidiosa y me ha producido un inmenso placer. ¿Qué es lo que ha pasado?

Mi imaginación me ha trasladado a otros sitios: ya no es la cama donde estoy cuando leo; ya no es la silla la que ocupo cuando escribo. Estoy en otro lugar y rodeada de un montón de viejitos bonachones (aunque dándoselas de serios) que platican entre sí y algunas veces conmigo. Escucho sus complicadas disertaciones sobre los temas más variados. Los veo ponerse de acuerdo o agarrarse a trancazos. Siento las palmaditas que me dan en la espalda y alguno que otro tirón de cabello que también me brindan (algunos afectuosamente, otros con la desesperación de quien se encuentra ante una cabeza tan cerrada). Percibo su pasión, su cólera, su desilusión, su angustia, su miedo, su esperanza, su apatía y hasta su ironía. Saboreo las deliciosas mezclas que me preparan. Hasta mi nariz llega el olor de su soberbia, de su humildad, de su impotencia.

¿Será, como dice mi cuate, que mi alma ha vuelto a nacer? No lo sé. Pero, de cualquier forma, agradezco infinitamente a cada uno de mis sentidos por hacer tan especial mi encuentro con tan adorables mozalbetes.

martes, julio 19, 2005

A construir

Para mi Veltiuhtli
Mis archivos conservan celosamente los innumerables relatos de tu figura benefactora. Siempre fuiste uno de los pocos pueblos que me aceptaron tal cual yo era y nunca dudaste en mandar tus ejércitos a defenderme de las hostilidades que me rodearon por ser diferente.

Mis calles, chuecas y sin traza, a ti más bien te parecían simpáticas y hasta románticas. Cuando la autoridad, dizque por cumplir los mandamientos de la ordenanza enviaba sus máquinas demoledoras para hacer de mí una aburrida cuadrícula, tú, ni tardo ni perezoso, movías cielo, mar y tierra para impedirlo.

Mis casas variopintas y sin estilo definido, tan criticadas por los ranchos aledaños, ante tus ojos no eran más que un conjunto armonioso. Tú sí que sabías hallarle el sentido a mi incoherente apariencia.

Mi centro, tan distinto a los otros, no te causaba repugnancia y hasta casi podría decir que lo encontrabas enigmático. Nunca me objetaste por tener ahí un apestoso pantano en lugar de la iglesia y del palacio municipal clásicos, y hasta me llegaste a pedir un poco de su lodo para aderezar tus edificios. Incluso, alguna vez me dijiste que no me preocupara por aquel turista que no valorara mi dinamismo y mi funcionalidad. Desde tu punto de vista, sólo aquél que estuviera dispuesto a contaminarse con el hedor, sería digno de pasearse por mis avenidas principales, de comprar en mis negocios y de disfrutar de la banda de música que toca los domingos.

Pero un día el invasor te sitió y mis harapientos soldados no fueron capaces de defenderte. Uno a uno fueron cayendo en el combate. Hasta mis oídos llegaron los rumores de la cruenta batalla que se desarrolló en tus terrenos. Hoy, tu silencio me dice que tus fuerzas se han agotado, que te has rendido. Con tristeza he presenciado cómo El Ixtilia , nuestro puente, se ha venido desmoronando pedazo a pedazo.

Ahora, a la distancia sólo me gritas que debo cambiar: que tengo que enderezar mis calles; que más me vale pintar mis casas de blanco; que urge drenar mi pantano y levantar en su lugar una gran torre. Ya no te reconozco, pero, para este pobre rancho bicicletero siempre serás la gran ciudad que todo lo ilumina.

A la orilla del río Necaualiztli te espero para que codo a codo volvamos a levantar nuestro viejo puente. No me gusta estar lejos de ti.

Mucho te quiere…Tu Teicu.

lunes, julio 18, 2005

Del amor imaginario

Aquella tarde, como queriendo escapar de la rutina, Estela decidió llevar su soledad a la cantina. No pretendía eliminarla, no buscaba compañía para ella; sólo deseaba sumergirla en los apacibles mares de la embriaguez. La noche la sorprendió en aquel sitio, pero ella ni cuenta se dio. Había pasado largo rato sentada en un oscuro rincón hasta donde llegaba el bullicio frenético de los parroquianos que abarrotaban el lugar. La silla, con su ferroso respaldo, se le encajaba en las costillas hasta sofocarla. La mesa, sucia a más no poder, recibía una tras otra las incontables botellas de cerveza Pacífico que Estela iba colocándole encima una vez que les exprimía el contenido. Ningún mesero osó llevárselas. Parecía que les complacía la visión de aquella extraña muchacha que, como apartada del mundo, se entretenía haciendo figuras con ellas sobre la mesa. De pronto, un tipo se le acercó. Al parecer, llevaba largo tiempo mirándola desde la barra. «Buenas noches señorita, ¿me permite hacerle compañía?», le dijo amablemente. Estela levantó la mirada y, con el ceño fruncido, al instante le contestó en tono cortante: «no, prefiero estar sola». Pero el fulano ni se inmutó, y, como si no hubiera escuchado la negativa, insistió: «disculpe, ¿me puedo sentar?». Ella suspiró con un dejo de enfado. Se levantó de su asiento y encaró al impertinente. «Quiero estar sola», le dijo remarcando cada palabra, mientras lo veía fijamente a los ojos. Para después regresar a sus botellas y a sus figuras, olvidándose del hombre. Éste, sin moverse un ápice, le aclaró: «disculpe usted, no se enoje. Desde su primera negativa, me quedó claro que quiere estar sola. Pero, si se fija, ya no estoy ofreciéndole mi compañía, sólo quiero sentarme aquí. No creo que le haga daño, ni que interfiera con su preciada soledad. La he estado observando desde hace un buen rato y me parece que aun cuando está rodeada de tanta gente sigue estando completamente sola. ¿Qué más da si la admiro desde la barra o desde esta silla?». Estela ya no contestó, ni siquiera lo volteó a ver, sólo levantó los hombros con indiferencia. Ante tal gesto y con la seguridad de que ella ya no opondría resistencia, el extraño se sentó a su mesa. Movió una de las botellas que sobre ésta estaban para hacerle espacio a su vaso y se quedó mirándola en silencio. Mientras tanto, Estela se decía para sus adentros: «qué sujeto tan raro». Los minutos pasaron sin que la enigmática pareja cruzara palabra alguna. Ella seguía entretenida haciendo figuras sobre la mesa, y de vez en vez interrumpía tan obstinada tarea para embotar un poco su conciencia con el amargo líquido de la botella en turno que retenía celosamente entre sus piernas. Él parecía no cansarse de escudriñar en el rostro de ella; sólo cuando se terminaba su güisqui, volteaba hacia la barra para solicitar (a través de señas) el siguiente. Por fin, Estela rompió el silencio. «Y bien, ¿cómo te llamas?», preguntó sin mirarlo. Él sonrió maliciosamente, cual chiquillo que consigue lo que quiere tras hacer un berrinche. «Juan Pablo», le contestó mientras se llevaba el vaso a la boca. «Ah», dijo ella con desdén. Vuelta al silencio. Con el tiempo, el cúmulo del alcohol ingerido comenzó a hacer efecto en Estela. Ella se percató del hecho cuando comenzó a sentir aquella exacerbada nostalgia con la que ya estaba tan familiarizada. El sentimiento se fue inflando en su ser hasta que experimentó la urgencia de externarlo para no explotar. Levantó su mirada y encontró los ojos de aquel hombre que parecían estarla aguardando. Sin más, le dijo:
—Yo los quiero mucho, ¿sabe?
—¿A quién?—, preguntó Juan Pablo tiernamente.
—A mis muertos—, contestó ella, mientras se encorvaba al regresar a su posición anterior, con los ojos fijos en sus botellas.
—Usted no los quiere—, dijo él con seguridad.
Al escuchar aquello, Estela volvió la cara para dirigirle a Juan Pablo una mirada interrogante. Éste continuó:
—Cuando esas personas dejaron de existir, tus sentimientos…¿me permites tutearte?
Ella asintió con impaciencia. Las formalidades eran lo de menos en esos momentos. Lo que le importaba era que el tipo aclarara lo que acababa de decir. Entonces, Juan Pablo prosiguió:
—Pues bien, como te decía, cuando tus muertos dejaron este mundo, tus sentimientos cambiaron de naturaleza. Sin duda tú sigues dándoles el nombre de amor, y pretendes amar a esos seres lo mismo y de la misma manera que cuando estaban presentes; ya no digamos vivos, sino cuando los tenías ante ti. Pero no es así. Naturalmente conservas intactos el saber de ellos y las conductas hacia ellos. Es decir, sabes que tienen tales o cuales cualidades y sigues dándoles tu confianza. Por ejemplo, les escribes cuanto se te ocurre, y, en caso necesario, defiendes sus intereses como si estuvieran aquí. Incluso, se puede decir que pasiones-sentimientos tales como tu tristeza, tu melancolía o tu desesperación a la que te ves arrojada por su ausencia son auténticos. Y es que, más que la ausencia de ellos, es el vacío presente y real de tu propia vida lo que los provoca; es el hecho de que, por ejemplo, sus gestos o sus actitudes, que apenas esbozas, se pierden sin fin, dejándote una impresión intolerable de inutilidad. Pero ese conjunto, en cierta forma representa lo negativo del amor. Aunque el elemento positivo, esto es, los impulsos hacia ellos, se haya modificado profundamente.
Estela parecía decirle con la mirada que se dejara de tanto rodeo y que fuera al grano, ante lo cual, Juan Pablo reaccionó: «Me explico…», dijo.
—Tu amor por esas personas estuvo subordinado a ellas mismas; ellas fueron el objeto de tu amor. Por eso, su partida ha modificado tu sentimiento. Tus muertos en imagen son incomparables a aquellos seres que en vida se entregaron a tu percepción. Han sufrido la modificación de irrealidad y tu sentimiento ha sufrido una modificación correlativa. Ante todo, se ha detenido: ya no “se hace”, apenas se puede arrastrar con las formas que ya ha tomado. Al mismo tiempo, tu sentimiento se ha degradado, porque su riqueza y su profundidad provenían del objeto, esto es, de tus muertos cuando vivos. En aquel entonces, siempre tenías más por amar en ellos de lo que los amabas de hecho, y tu sentimiento lo sabía. De manera que tu amor, tal como se presentaba frente a lo real de la existencia de esos seres, se encontraba bajo la idea de que cada uno de ellos, como realidad individual, era inagotable, y que, correlativamente, tu amor por ellos era inagotable. Así, tu sentimiento, que en todo momento se superaba a sí mismo, estaba rodeado por un halo de posibilidades. Pero con su muerte, esas posibilidades han desaparecido, de la misma manera que ellos, en tanto que objetos reales. Por una inversión esencial, es ahora tu sentimiento quien los produce, y esos seres irreales no son más que el estricto correlativo de ese sentimiento.
—Pero—, interrumpió Estela confundida por el rimbombante discurso que le acababan de recetar. —De alguna manera siempre es así, ¿no? Es decir, aun cuando ellos vivían, mi subjetividad era la que los producía. No creo que nadie pueda aprehender nada del mundo circundante (llámense personas o cosas) en su plenitud, tal cual es, sin mediación.
Juan Pablo sonrió satisfecho, cual pescador que acaba de sentir el tirón que se produce cuando la presa muerde el anzuelo.
—Ciertamente mujer, nunca conseguimos alcanzar a los objetos aunque siempre tratamos de hacerlo. Lo que te digo es que mientras tus muertos estuvieron con vida y frente a ti, tú trataste de aprehenderlos con tu subjetividad, pero en ese intento, ésta estuvo pautada por un saber que se hacía y rehacía constantemente, dado que tú te readaptabas a su presencia al vivir con su misma vida, lo cual, provocaba reacciones en ti. Entonces, tu sentimiento se organizaba ante una individualidad inagotable, reconocida por ti misma como tal. Por eso, siempre terminaba superándose a sí mismo; por eso, las posibilidades eran infinitas. Pero ahora, toda vez que esos seres han muerto, las manifestaciones de tu amor por ellos están limitadas por el saber que acumulaste mientras vivieron en tu vida, el cual, ya no puede seguir haciéndose. Lo que podías conocerlos ya lo hiciste y no hay más por descubrir; tu subjetividad ya no tiene nada nuevo que aprehenderles.
A Estela le parecía que aquellas palabras tenían sentido. No obstante, se resistía. Buscaba argumentos que le ayudaran a nadar contra la cautivadora corriente a donde la había arrojado Juan Pablo. Por fin, tímidamente se atrevió a decir:
—Pero con el paso del tiempo yo he cambiado. Mis intereses y mi forma de pensar ya no son los mismos. No me digas que esas modificaciones no alteran mi sentimiento por mis muertos. Desde mi punto de vista, el lugar desde el que accedo a su imagen está mediando entre mi afán por alcanzar su recuerdo y el saber que acumulé de ellos. Es decir, ese saber sigue haciéndose y rehaciéndose porque yo, que soy quien lo dota de contenidos, ya no soy la misma. Así, aunque ellos ya están muertos y yo ya no me readapto a su presencia, sigo viviendo, aunque no con su vida, sí con su recuerdo; y éste también me provoca reacciones, según sea mi circunstancia.
—Linda, no caigas en la trapa ilusoria de la inmanencia. No creas que la imagen que te formas de tus muertos, o el recuerdo como tú le llamas, hace que ellos renazcan. Esa imagen no provoca en ti las mismas reacciones que cuando los percibías en vida. Tu sentimiento imaginante nunca es nada más que lo que es. Ahora tiene una pobreza profunda. Ha pasado de pasivo a activo; se representa; se remeda. Se da en todo momento como un gran esfuerzo para hacer que tus muertos renazcan, reencarnen, porque sabe que entonces tomaría él también un cuerpo, se reencarnaría. Es cierto que tú has cambiado y que la manera en que tu subjetividad lee su recuerdo puede variar, pero nunca sabe nada más. El saber que tienes de ellos y del que echas mano en las diversas situaciones en que los recuerdas es siempre el que conformaste mientras vivieron, no se expande, no incluye nada nuevo. El ángulo desde el que “ves” esas imágenes puede variar, pero las herramientas de las que dispones para hacerlo serán siempre las mismas. Por eso, el sentimiento se esquematiza poco a poco hasta fijarse en formas, y, correlativamente, las imágenes que tienes de tus muertos se vuelven banales. En ese sentido, el amor que les tuviste mientras vivieron ha perdido su matiz propio: se ha vuelto amor en general, y, en cierta forma, se ha racionalizado. Aun cuando sigues comportándote como si los amases: dedicándoles todos tus pensamientos, sufriendo por no tenerlos a tu lado, escribiéndoles a diario, algo ha desaparecido, tu amor ha padecido un empobrecimiento radical. Seco y abstracto, tendido hacia un objeto irreal que ha perdido a su vez su individualidad, se ha encaminado hacia un vacío absoluto. Por tal motivo, ya no te sientes cerca de ellos, has perdido sus rostros, estás más separada que nunca de ellos y crees que acercándote a sus cosas o soñándoles llenarás ese vacío. Lo que pasa es que la ropa, el perfume o las imágenes sustituyen al analogon afectivo desfalleciente; a través de esas estrategias tratas de alcanzar a unas personas reales, que ya no son tales. Pero tu amor no sólo se ha empobrecido. Además, se ha vuelto mucho más fácil. Mientras esos seres, que fueron el objeto de tu amor, estuvieron presentes, había en ellos algo que te superaba, una independencia, una impenetrabilidad que te exigía unos esfuerzos de aproximación siempre renovados. Ahora, por el contrario, ya que merced a las imágenes que te formas de ellos en tu recuerdo se vuelven objetos irreales, ya no conservan nada de esa impenetrabilidad: nunca son más de lo que llegaste a saber de ellos. De esta manera, tus muertos se han vuelto mucho más conformes a tus deseos de lo que nunca fueron en vida.
Juan Pablo guardó silencio, tal vez para darse un respiro o para darle oportunidad a Estela de digerir todo lo que le acababa de decir. Aprovechó para dar un sorbo a su bebida, pero su penetrante mirada seguía fija en la apesadumbrada mujer, como buscando algún indicio de una posible reacción a su discurso. Ésta, por su parte, tal vez por los estragos de las chelas, a la mera por el cansancio, o quizá sólo porque dejó de importarle la discusión, dejó de resistirse y sólo atinó a decir:
—¡Ja!, pos ‘ora resulta…

viernes, julio 15, 2005

¿Melancolía o envidia?

«¿Usted no se ha fijado qué obstinados son los pensamientos tristes?», le pregunta Hipólita a un buen amigo. Silencio. Después de un largo rato sin respuesta, decide encaminar su charla (aparentemente) por otro sendero. «A veces me parecía —dice cabizbaja— que los otros estaban bien clavados en la vida, y en sus casas, mientras que yo tenía la sensación de estar sujeta, ligeramente atada con un cordón a la vida». Si conectamos la pregunta con la afirmación, suprimiendo el giro silencioso, podemos imputar una continuidad al razonar de Hipólita. De esta manera, obtendríamos una reflexión del siguiente tipo: «continuamente me siento triste al pensar que los demás tienen todo en la vida y yo no». Una frase de este tipo viene a ser toda una explicación de la melancolía, esto es, encuentra que la causa de tan penoso mal es ¡la envidia! ¿Será?

jueves, julio 14, 2005

Promesa

Imagino el viaje prometido a tu lado: playa y montaña coexistiendo en una complicada síntesis. Recuerdo envuelto en la magia de la fantasía. Nostalgia recreando, reviviendo. Ilusiones deseando hacerse realidad. El mar y el bosque son los invitados especiales, el sol y la luna sus compañeros inseparables. Tu…yo. Las olas y los grillos marcando el ritmo de nuestro cadencioso baile. El sol y tu cercanía quemando mi cuerpo, el frío de la noche empujándome a buscar tu calor. El viento revolviendo tu cabello, la luz de la fogata iluminando tu rostro. Deseo. Duda. Ansiedad. Pena. Tu profunda mirada se posa sobre mí, sugiere, invita. Un contagioso aire de libertad se respira en el ambiente. Tal vez alcance a modificar la historia.

lunes, julio 11, 2005

Crónica de una visión hipnagógica

Es de noche. El día se ha llevado la poca luz que aún conservaba mi espíritu. A pesar de mi estado etílico, sé que me encuentro en la carretera. Las señales que van pasando así me lo confirman. Fijo la mirada en el frente, pero la vía se desdibuja. El único camino que existe es el que iluminan los faros de mi auto: una gruesa línea compuesta de múltiples puntitos brillantes que, al chocar contra una superficie invisible, se fragmentan. «¿A dónde voy?», me pregunto. «A cumplir con mi destino», me responde una certeza que proviene de mi interior. Pero no son palabras, es un sentimiento que se sabe a sí mismo. El carro parece haber adquirido voluntad propia y me conduce hacia el lugar que desde siempre ha estado escrito. Aunque quisiera, no puedo dar marcha atrás. Me dejo llevar. De pronto, las luces se apagan, ya no hay camino por recorrer. El ruido del motor cesa. La angustia me invade. No veo nada. Un estruendoso rayo me saca de mi estupor. La luz que éste proyectó me permite ver un alto muro que me invita a saltarlo. Acepto su sugerencia. Una vez traspasado el umbral prohibido, voy sorteando los obstáculos blancos que surgen a mi paso. Me muevo cual autómata. Mi voluntad es nula. Algo irresistible me obliga a seguir caminando. Obedezco. Pero el frío que cala en mis huesos es como una bofetada que me devuelve la conciencia. Me descubro empapada y busco un sitio que me cobije de la lluvia. Mi mirada tropieza con una poderosa sombra que me cautiva. «¿Qué es?», me pregunto. «¿Por qué luce tan diferente al resto del paisaje?, ¿por qué no puedo delinear su forma?», pienso desesperada. Entrecierro los ojos para poder distinguir mejor la figura que se me resiste. Nada. Vencida, pienso en mi propio ser. Me percato de que estoy sola en este mundo de sombras. Un incontenible temblor (mezcla del frío que experimenta mi cuerpo y del miedo que siente mi alma) me recorre. Tambaleo. Busco un sostén. Mi mano alcanza un bulto. Lo recorro con la mirada hasta rematar en una cruz que se alza en lo alto. Hago cálculos. Atónita, caigo en cuenta de que lo que me sirve de soporte ¡es una cripta! Mi pensamiento se embota. Un molesto zumbido tortura mis oídos. En eso, otro rayo ilumina el sitio. El zumbido desaparece, pero la luz ya no se extingue. Temerosa, busco la sombra extraña, pero mi mirada ya no la encuentra, en su lugar está un sepulcro (para nueve) con tres espacios por encima de la tierra. Los de las orillas están tapiados, pero el de en medio… ¡Oh, el de en medio! Ahí está resaltando del cuadro. Me espera, lo sé. El miedo se ha ido. La tranquilidad se apodera de mí. ¡Por fin! A punto estoy de encaminar mis pasos hacia el acogedor rincón que me aguarda impaciente, cuando una voz me saca de mi ensoñación. «¡Zihuatl!», me llama. El mundo que tengo ante mis ojos se viene abajo. Hay confusión. Hay desilusión. Cuadro por cuadro recompongo mi realidad, pero el producto ya no tiene la misma apariencia que tenía segundos atrás. ¡Maldita sea!, ha vuelto a ser tan terriblemente razonable.

Una "visión hipnagógica", dicen los que saben, es el producto de una conciencia (hipnagógica también) en la que predomina una alteración de la atención. Entonces, para que un fenómeno tal pueda existir, se requiere cierta ausencia de la atención voluntaria. ¿Qué quiere decir esto? Simplemente, que los objetos que nuestra conciencia vislumbra en ese estado, no son propuestos como existentes actualmente, aunque se perciban como muy reales. Y es que, a diferencia de los objetos percibidos por nuestra conciencia en estado normal, éstos no están localizados, es decir, no ocupan un lugar entre los demás objetos, sino que sólo se destacan contra un fondo vago. Por eso, en mi experiencia, sólo pude ver un sepulcro luminoso rodeado de una completa oscuridad. Por eso no puedo decir si éste estaba a izquierda o derecha de tal o cual otra tumba, de tal pasillo, de tal planta. Ahí no había nada más que la imagen hipnagógica que mi conciencia creó, apartándose de su forma de proceder en condiciones normales, construyendo una realidad con otras propiedades. Además, mientras que en la manera de aparecer un sepulcro en la percepción aparece algo que después se identifica como un sepulcro; en la visión hipnagógica la aparición del sepulcro forma una y la misma cosa con la certeza de que se trata de un sepulcro. En ese sentido, los fenómenos hipnagógicos no son contemplados por la conciencia, sino que son de la conciencia. Pero esa conciencia que no pone atención no está distraída, más bien está fascinada. Ese estado de fascinación es el producto de un deslizamiento detenido hacia el sueño. Cuando el adormecimiento nos embate y no queremos dormirnos, cobramos conciencia de ese nuestro andar hacia el sueño, pero retrasamos su evolución, con lo cual, creamos cierto estado de fascinación consciente, que es precisamente el estado hipnagógico. En tal estado, las formas que vemos son las que buscamos. Las ideas que rondan en nuestra cabecita toman cuerpo en forma de visión con una real fatalidad. Lo paradójico del asunto es que lo que vemos (en mi caso, el sepulcro) no es nada.

Habrá quien me diga que sólo he buscado un nombre elegante para describir una visión semejante a la de los elefantes rosados de un Barney (no el dinosaurio afeminado, sino el borracho de los Simpson, je). Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre una y otra. Mientras que ciertas sustancias psicotrópicas tienen la capacidad de alterar la conciencia, sólo lo hacen en algún sentido, y éste se convierte en signo de tal alteración. Por ejemplo, la visión doble de los alcoholizados; la visión en cámara lenta de los que se dieron un “toque”. No en balde utilicé el ejemplo de los elefantes rosados, que ya son un signo (un tanto burlesco) merced a la convención. Lo fundamental aquí es el estado de ensoñación en el que nuestra conciencia aparece cautiva (fascinada) en (y no por) una forma que desde siempre fue idea existiendo. Por otro lado, habrá quien piense que sólo soy una psicótica que ya delira o alucina, y quizá tenga razón. Las imágenes hipnagógicas son también la forma delirante de ciertas psicosis. Tanto en los casos normales como en los casos patológicos, la base constitutiva de la conciencia hipnagógica es una alteración de la atención. No obstante, aun aquí hay una diferencia entre uno y otro caso. Mientras que el loco cree que lo que ve existe, yo soy conciente de su inexistencia. Y aunque no lo fuera, y pensara que estoy loca, Descartes vendría a contradecirme diciendo: «no niña, usted que piensa (que está loca), no puede estarlo».