martes, septiembre 13, 2005

Laberinto

¡Maldita sea!, de nuevo me encuentro como al principio. Estoy harta de los inicios que no llevan a ninguna parte. No sabes cuántas veces me he perdido en el camino, cuántos cigarros, cuántos borrones y cuentas nuevas, cuántas tazas de café, cuántas ramitas le han brotado al árbol, cuántas noches sin dormir. Y mírame, de nuevo aquí, rescribiendo por enésima vez este angustioso guión.

Los productores me hostigan con sus plazos. He sudado la gota gorda. Estoy al borde del precipicio. Pero, ya me conoces, sigo tan empecinada como siempre, como si me fuera la vida en ello. Me pregunto cómo se verá mi cuerpo cuando caiga al vacío sin dejar de enarbolar una bandera; qué expresión tendrán mis ojos cuando, en ese mismo instante, sigan buscando respuestas en el firmamento.

Originalmente, el proyecto consistía en hacer una película que no hablara de amor, de guerra, de intrigas, de sexo, o de cualquier tema clásico de las grandes producciones cinematográficas. No, yo tenía que hacer el guión de un filme especial. Una trama que rompiera con los cánones. Una historia que sólo hablara de una bella flor. Sin invasiones alienígenas, sin charros cantores, sin máquinas que dominaran al mundo, sin ficheras, sin espías, sin cómicos, sin asesinos en serie, sin madres abnegadas… Tema complicado ¿verdad? El principal obstáculo fue encontrar a los inversionistas, ¿quién demonios se interesaría por un tópico tan poco vendible? Mas no faltó el alma caritativa que se apiadara de mí y que me apoyara —¡claro!, como yo no soy Orson Welles, no sin reservas y sin límites de tiempo—. Y es que, creyeron en tu novela. Cuando les dije que sólo me dedicaría a adaptarla, me dieron luz verde para llevar al celuloide a La Joya de Fakahatche.

Desvelada tras trago tras bocanada, leí y releí, subrayé y palomeé cada una de las páginas de tu desgastado libro. Inventaba pasajes y escenas que recreaban a la orquídea de tu fascinación. Comenzar, borrar y vuelta a empezar. Mi grabadora portátil se convirtió en mi eterna compañera. Cada vez que mi sueño se veía interrumpido por ideas brillantes, la sacaba de debajo de mi almohada para compartírselas:

—¡Ya sé!, la película comenzará con una toma panorámica que visualice los montes nevados de la era del hielo y rápidamente se transformará en el brote de una nueva vida sobre el planeta— le decía.

—No, no, mejor que empiece con el cuadro de un viejo barbado representando a Darwin, rodeado de plantitas y bichos, aventándose un rollo sobre la evolución y sobre el parecido de esa flor con aquella mariposa fantasma de las praderas Cuindelencia— corregía.

Luego de varios intentos truncados, aquella noche descubrí cuál era el motivo de mi fracaso: tenía miedo de fallarte, me horrorizaba la idea de no saber capturar en luces y sombras la nitidez de tu propia visión. Me percaté de ello mientras observaba la foto que te muestra sonriente en la contraportada de tu obra. Entonces, caí en cuenta de que mi interés se había modificado. La orquídea no era lo que me importaba. Eras tú. La experiencia que tuviste en tu encuentro con ella. Tu fascinación. Tu sensibilidad. Tus sabias palabras que destilaban verdad por cada uno de sus poros. Me preguntaba cómo serías, cómo habías dado con ella, por qué la habías retratado de esa manera tan sublime.

Me eché un clavado en la hemeroteca. Revisé uno a uno los artículos de tu columna. Cada vez, encontraba nuevas pistas. Tu viaje hacia las islas Daledson. Tu encuentro con el indio Ohilari. Tu expedición hacia el pantano Tomimarion. No obstante, la gruesa figura que sostenía ese pico saliente permanecía siempre oculta bajo las aguas de ese extenso mar. Te me volviste una obsesión. Te imaginaba en miles de situaciones, cual si fueran trozos de mi memoria. Y vuelta a la carga con mi grabadorcita:

—Ella aborda temerosa la camioneta del indio Ohilari, ahí comienza la película y, en el trayecto, recordará su vida tediosa de escritora: las cenas, la firma de autógrafos, el gimnasio, los gatos, el salón de belleza, en una palabra, la rutina.

—No, no, mejor que la escena empiece con una toma en close up sobre su rostro, para capturar la expresión que conserva al descubrir a la orquídea fantasma, y luego, que el cuadro comience a abrirse con un travelling hacia atrás para mostrarlas a ambas. La una, sumergida hasta la cintura en un pantano; la otra, pendiendo de un árbol, cual parásito que nunca es tal.

Después de varios inicios, nuevamente me encontré en medio de un desierto estéril. Ninguno de ellos me llevaba a alguna parte. Todo se desdibujaba bajo la implacable goma. Vuelta al principio. La hoja en blanco, cansada, me gritaba: «¡puta madre, ya decídete!». Tenía que hacer algo. Las constantes llamadas del productor se unían al desesperado grito de esa página vacía. Ya no dormía. Sólo podía pensar en ti y en esa flor de pantano.

Reuní lo poco que me quedaba en mis desvencijadas arcas y me aventuré en una expedición hacia las islas Daledso. Tenía que ver con mis propios ojos a esa orquídea fascinante. Tenía que vivir lo que tú viviste para llegar a ella. Tenía que enfrentarla para poder recrearte. Volé miles de kilómetros. Padecí del sofocante calor. Los zancudos me dejaron su huella hasta en las nalgas. Me costó trabajo encontrar a alguien que hablara español entre los daledseños. Afortunadamente, pude sortear los múltiples obstáculos e introducirme en las tenebrosas aguas de aquel pantano. Caminé y caminé sin descanso. Me perdí mil veces. Aterrada, sentí cómo mis pies eran jalados hacia abajo por las chiclosas arenas, cómo se me enredaban entre las enmarañadas raíces de los juncos. Escuchaba a las besuconas burlarse de mí, a los grillos que me apuraban, a las ranas cuando saltaban hacia la superficie advirtiéndome de la presencia de los cocodrilos. Al fin, un rayito de luz se compadeció de mí. Fue a posarse justo sobre mi preciada joya. Corrí hacia ella jubilosa y, cuando la tuve frente a mí, nada. Me encontré con que sólo era una flor. «Sólo una flor», repitió mi cerebro turbado. De pronto, lo supe con certeza: «ya no me interesan las orquídeas», dije para mis adentros.

Desandé mis pasos. Regresé al pueblo. Busqué al indio Ohilari con la esperanza de que él me pudiera decir algo asombroso de ti. Al llegar a su choza, con emoción te descubrí dentro. No quise importunar, pero me dediqué a vigilarlos. Los vi cómo extraían un polvo verde de unos pétalos brillantes, para después inhalarlo ávidamente. Sólo entonces pude percatarme de que, si podías conocerla tan bien, si podías elevarla a lo sublime, era porque ella vivía en ti. La orquídea era sólo una flor, lo que fascinaba era poseerla, experimentarla en toda la extensión, vivirla.

Exhausta, me senté en la escalera preguntándome: «¿hasta dónde eres capaz de llegar por conseguir un buen guión?». Las imágenes me asaltaron. Vi la Zihuatl del principio, la que quería comprenderlo todo de La Joya de Fakahatche para hacer una buena película. También vi a la Zihuatl obsesiva, la que quería aprenderte a ti, olvidándose de guión y de filme. Luego entonces, al verme ahí desfalleciente, entendí que siempre se trató de mí. Pude ver con claridad que, en mi entrega, estaba tratando de reconstruirme a mí misma. La flor me importaba un bledo, era sólo una flor. Tú sí me importas, pero reconozco que quizá nunca llegue a comprenderte pues, al final, tus zapatos no son los míos. Yo, tal vez no me importe, pero soy lo único que tengo y lo único a lo que puedo acceder. Sí, yo soy ésta. Sin polvos verdes dentro, sin fascinación por las flores exóticas, pero ésta al fin. Los cuadros de mi película no requieren de su presencia. Te necesitan a ti, pero por lo que eres para mí.

¿Lo ves?, el laberinto ha sido largo y doloroso, pero parece que el punto final ya se ha dignado a aparecer en el horizonte. Ya no más experimentos, ya no más grabaciones de ideas brillantes, ya no más inicios sin dirección. A ver si ahora se deja la hoja en blanco, con eso de que anda rejega porque la tengo toda borroneada…

3 comentarios:

Anónimo dijo...
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Anónimo dijo...

Qué capacidad para hablar de las mismas cosas en diferentes lenguas tienes mamacita. Estoy sorpredido.

Todo el tiempo te estuve imaginando del otro lado de la mesa, con aquella lágrima descendiendo por tu cachete. Estiraba mi mano para alcanzarla antes de que cayera -como aquella tarde- y sólo me encontraba con una cadente micropantalla.

Te extraño

Zihuatl dijo...

Igualmente mi filósofo de pacotilla. ¡Cuánto tiempo ha!

Un besote