lunes, julio 18, 2005

Del amor imaginario

Aquella tarde, como queriendo escapar de la rutina, Estela decidió llevar su soledad a la cantina. No pretendía eliminarla, no buscaba compañía para ella; sólo deseaba sumergirla en los apacibles mares de la embriaguez. La noche la sorprendió en aquel sitio, pero ella ni cuenta se dio. Había pasado largo rato sentada en un oscuro rincón hasta donde llegaba el bullicio frenético de los parroquianos que abarrotaban el lugar. La silla, con su ferroso respaldo, se le encajaba en las costillas hasta sofocarla. La mesa, sucia a más no poder, recibía una tras otra las incontables botellas de cerveza Pacífico que Estela iba colocándole encima una vez que les exprimía el contenido. Ningún mesero osó llevárselas. Parecía que les complacía la visión de aquella extraña muchacha que, como apartada del mundo, se entretenía haciendo figuras con ellas sobre la mesa. De pronto, un tipo se le acercó. Al parecer, llevaba largo tiempo mirándola desde la barra. «Buenas noches señorita, ¿me permite hacerle compañía?», le dijo amablemente. Estela levantó la mirada y, con el ceño fruncido, al instante le contestó en tono cortante: «no, prefiero estar sola». Pero el fulano ni se inmutó, y, como si no hubiera escuchado la negativa, insistió: «disculpe, ¿me puedo sentar?». Ella suspiró con un dejo de enfado. Se levantó de su asiento y encaró al impertinente. «Quiero estar sola», le dijo remarcando cada palabra, mientras lo veía fijamente a los ojos. Para después regresar a sus botellas y a sus figuras, olvidándose del hombre. Éste, sin moverse un ápice, le aclaró: «disculpe usted, no se enoje. Desde su primera negativa, me quedó claro que quiere estar sola. Pero, si se fija, ya no estoy ofreciéndole mi compañía, sólo quiero sentarme aquí. No creo que le haga daño, ni que interfiera con su preciada soledad. La he estado observando desde hace un buen rato y me parece que aun cuando está rodeada de tanta gente sigue estando completamente sola. ¿Qué más da si la admiro desde la barra o desde esta silla?». Estela ya no contestó, ni siquiera lo volteó a ver, sólo levantó los hombros con indiferencia. Ante tal gesto y con la seguridad de que ella ya no opondría resistencia, el extraño se sentó a su mesa. Movió una de las botellas que sobre ésta estaban para hacerle espacio a su vaso y se quedó mirándola en silencio. Mientras tanto, Estela se decía para sus adentros: «qué sujeto tan raro». Los minutos pasaron sin que la enigmática pareja cruzara palabra alguna. Ella seguía entretenida haciendo figuras sobre la mesa, y de vez en vez interrumpía tan obstinada tarea para embotar un poco su conciencia con el amargo líquido de la botella en turno que retenía celosamente entre sus piernas. Él parecía no cansarse de escudriñar en el rostro de ella; sólo cuando se terminaba su güisqui, volteaba hacia la barra para solicitar (a través de señas) el siguiente. Por fin, Estela rompió el silencio. «Y bien, ¿cómo te llamas?», preguntó sin mirarlo. Él sonrió maliciosamente, cual chiquillo que consigue lo que quiere tras hacer un berrinche. «Juan Pablo», le contestó mientras se llevaba el vaso a la boca. «Ah», dijo ella con desdén. Vuelta al silencio. Con el tiempo, el cúmulo del alcohol ingerido comenzó a hacer efecto en Estela. Ella se percató del hecho cuando comenzó a sentir aquella exacerbada nostalgia con la que ya estaba tan familiarizada. El sentimiento se fue inflando en su ser hasta que experimentó la urgencia de externarlo para no explotar. Levantó su mirada y encontró los ojos de aquel hombre que parecían estarla aguardando. Sin más, le dijo:
—Yo los quiero mucho, ¿sabe?
—¿A quién?—, preguntó Juan Pablo tiernamente.
—A mis muertos—, contestó ella, mientras se encorvaba al regresar a su posición anterior, con los ojos fijos en sus botellas.
—Usted no los quiere—, dijo él con seguridad.
Al escuchar aquello, Estela volvió la cara para dirigirle a Juan Pablo una mirada interrogante. Éste continuó:
—Cuando esas personas dejaron de existir, tus sentimientos…¿me permites tutearte?
Ella asintió con impaciencia. Las formalidades eran lo de menos en esos momentos. Lo que le importaba era que el tipo aclarara lo que acababa de decir. Entonces, Juan Pablo prosiguió:
—Pues bien, como te decía, cuando tus muertos dejaron este mundo, tus sentimientos cambiaron de naturaleza. Sin duda tú sigues dándoles el nombre de amor, y pretendes amar a esos seres lo mismo y de la misma manera que cuando estaban presentes; ya no digamos vivos, sino cuando los tenías ante ti. Pero no es así. Naturalmente conservas intactos el saber de ellos y las conductas hacia ellos. Es decir, sabes que tienen tales o cuales cualidades y sigues dándoles tu confianza. Por ejemplo, les escribes cuanto se te ocurre, y, en caso necesario, defiendes sus intereses como si estuvieran aquí. Incluso, se puede decir que pasiones-sentimientos tales como tu tristeza, tu melancolía o tu desesperación a la que te ves arrojada por su ausencia son auténticos. Y es que, más que la ausencia de ellos, es el vacío presente y real de tu propia vida lo que los provoca; es el hecho de que, por ejemplo, sus gestos o sus actitudes, que apenas esbozas, se pierden sin fin, dejándote una impresión intolerable de inutilidad. Pero ese conjunto, en cierta forma representa lo negativo del amor. Aunque el elemento positivo, esto es, los impulsos hacia ellos, se haya modificado profundamente.
Estela parecía decirle con la mirada que se dejara de tanto rodeo y que fuera al grano, ante lo cual, Juan Pablo reaccionó: «Me explico…», dijo.
—Tu amor por esas personas estuvo subordinado a ellas mismas; ellas fueron el objeto de tu amor. Por eso, su partida ha modificado tu sentimiento. Tus muertos en imagen son incomparables a aquellos seres que en vida se entregaron a tu percepción. Han sufrido la modificación de irrealidad y tu sentimiento ha sufrido una modificación correlativa. Ante todo, se ha detenido: ya no “se hace”, apenas se puede arrastrar con las formas que ya ha tomado. Al mismo tiempo, tu sentimiento se ha degradado, porque su riqueza y su profundidad provenían del objeto, esto es, de tus muertos cuando vivos. En aquel entonces, siempre tenías más por amar en ellos de lo que los amabas de hecho, y tu sentimiento lo sabía. De manera que tu amor, tal como se presentaba frente a lo real de la existencia de esos seres, se encontraba bajo la idea de que cada uno de ellos, como realidad individual, era inagotable, y que, correlativamente, tu amor por ellos era inagotable. Así, tu sentimiento, que en todo momento se superaba a sí mismo, estaba rodeado por un halo de posibilidades. Pero con su muerte, esas posibilidades han desaparecido, de la misma manera que ellos, en tanto que objetos reales. Por una inversión esencial, es ahora tu sentimiento quien los produce, y esos seres irreales no son más que el estricto correlativo de ese sentimiento.
—Pero—, interrumpió Estela confundida por el rimbombante discurso que le acababan de recetar. —De alguna manera siempre es así, ¿no? Es decir, aun cuando ellos vivían, mi subjetividad era la que los producía. No creo que nadie pueda aprehender nada del mundo circundante (llámense personas o cosas) en su plenitud, tal cual es, sin mediación.
Juan Pablo sonrió satisfecho, cual pescador que acaba de sentir el tirón que se produce cuando la presa muerde el anzuelo.
—Ciertamente mujer, nunca conseguimos alcanzar a los objetos aunque siempre tratamos de hacerlo. Lo que te digo es que mientras tus muertos estuvieron con vida y frente a ti, tú trataste de aprehenderlos con tu subjetividad, pero en ese intento, ésta estuvo pautada por un saber que se hacía y rehacía constantemente, dado que tú te readaptabas a su presencia al vivir con su misma vida, lo cual, provocaba reacciones en ti. Entonces, tu sentimiento se organizaba ante una individualidad inagotable, reconocida por ti misma como tal. Por eso, siempre terminaba superándose a sí mismo; por eso, las posibilidades eran infinitas. Pero ahora, toda vez que esos seres han muerto, las manifestaciones de tu amor por ellos están limitadas por el saber que acumulaste mientras vivieron en tu vida, el cual, ya no puede seguir haciéndose. Lo que podías conocerlos ya lo hiciste y no hay más por descubrir; tu subjetividad ya no tiene nada nuevo que aprehenderles.
A Estela le parecía que aquellas palabras tenían sentido. No obstante, se resistía. Buscaba argumentos que le ayudaran a nadar contra la cautivadora corriente a donde la había arrojado Juan Pablo. Por fin, tímidamente se atrevió a decir:
—Pero con el paso del tiempo yo he cambiado. Mis intereses y mi forma de pensar ya no son los mismos. No me digas que esas modificaciones no alteran mi sentimiento por mis muertos. Desde mi punto de vista, el lugar desde el que accedo a su imagen está mediando entre mi afán por alcanzar su recuerdo y el saber que acumulé de ellos. Es decir, ese saber sigue haciéndose y rehaciéndose porque yo, que soy quien lo dota de contenidos, ya no soy la misma. Así, aunque ellos ya están muertos y yo ya no me readapto a su presencia, sigo viviendo, aunque no con su vida, sí con su recuerdo; y éste también me provoca reacciones, según sea mi circunstancia.
—Linda, no caigas en la trapa ilusoria de la inmanencia. No creas que la imagen que te formas de tus muertos, o el recuerdo como tú le llamas, hace que ellos renazcan. Esa imagen no provoca en ti las mismas reacciones que cuando los percibías en vida. Tu sentimiento imaginante nunca es nada más que lo que es. Ahora tiene una pobreza profunda. Ha pasado de pasivo a activo; se representa; se remeda. Se da en todo momento como un gran esfuerzo para hacer que tus muertos renazcan, reencarnen, porque sabe que entonces tomaría él también un cuerpo, se reencarnaría. Es cierto que tú has cambiado y que la manera en que tu subjetividad lee su recuerdo puede variar, pero nunca sabe nada más. El saber que tienes de ellos y del que echas mano en las diversas situaciones en que los recuerdas es siempre el que conformaste mientras vivieron, no se expande, no incluye nada nuevo. El ángulo desde el que “ves” esas imágenes puede variar, pero las herramientas de las que dispones para hacerlo serán siempre las mismas. Por eso, el sentimiento se esquematiza poco a poco hasta fijarse en formas, y, correlativamente, las imágenes que tienes de tus muertos se vuelven banales. En ese sentido, el amor que les tuviste mientras vivieron ha perdido su matiz propio: se ha vuelto amor en general, y, en cierta forma, se ha racionalizado. Aun cuando sigues comportándote como si los amases: dedicándoles todos tus pensamientos, sufriendo por no tenerlos a tu lado, escribiéndoles a diario, algo ha desaparecido, tu amor ha padecido un empobrecimiento radical. Seco y abstracto, tendido hacia un objeto irreal que ha perdido a su vez su individualidad, se ha encaminado hacia un vacío absoluto. Por tal motivo, ya no te sientes cerca de ellos, has perdido sus rostros, estás más separada que nunca de ellos y crees que acercándote a sus cosas o soñándoles llenarás ese vacío. Lo que pasa es que la ropa, el perfume o las imágenes sustituyen al analogon afectivo desfalleciente; a través de esas estrategias tratas de alcanzar a unas personas reales, que ya no son tales. Pero tu amor no sólo se ha empobrecido. Además, se ha vuelto mucho más fácil. Mientras esos seres, que fueron el objeto de tu amor, estuvieron presentes, había en ellos algo que te superaba, una independencia, una impenetrabilidad que te exigía unos esfuerzos de aproximación siempre renovados. Ahora, por el contrario, ya que merced a las imágenes que te formas de ellos en tu recuerdo se vuelven objetos irreales, ya no conservan nada de esa impenetrabilidad: nunca son más de lo que llegaste a saber de ellos. De esta manera, tus muertos se han vuelto mucho más conformes a tus deseos de lo que nunca fueron en vida.
Juan Pablo guardó silencio, tal vez para darse un respiro o para darle oportunidad a Estela de digerir todo lo que le acababa de decir. Aprovechó para dar un sorbo a su bebida, pero su penetrante mirada seguía fija en la apesadumbrada mujer, como buscando algún indicio de una posible reacción a su discurso. Ésta, por su parte, tal vez por los estragos de las chelas, a la mera por el cansancio, o quizá sólo porque dejó de importarle la discusión, dejó de resistirse y sólo atinó a decir:
—¡Ja!, pos ‘ora resulta…

4 comentarios:

El leprosario dijo...

Libertad, es el derecho de elegir la propia exclavitud.

Zihuatl dijo...

Leprosario, si me cuestionara, al final de su afirmación, con un "¿eda?", yo le contestaría (como buena tapatía) con un "¡eeei!".
¿Qué le vamos a hacer?

Anónimo dijo...

Mira qué bien mi mujercita. Que satisfacción me causa dar fe del rompimiento de tus cadenas. En términos generales está bien armado, pero todavía le hace falta pulirse. ¡Ánimo! Lo importante es que ya le perdió el miedo.

A propósito, ya lo estoy leyendo. De rato le ayudo a Estela a poner en su lugar al conquistador ese.

Amo yolikatzin.

Zihuatl dijo...

¡Chido! mugroso filósofo, ya me platicarás tus impresiones. Gracias por las porras.

Ixkichka moztla.