viernes, julio 29, 2005

El espectador implicado

El otro día fui con Pablo, uno de los lectores de mi tesis, a presentarle algunos avances y a recibir sus críticas y comentarios sobre lo que le había dejado la vez anterior. No me fue muy bien que digamos. A decir verdad, me puso una santa revolcada, que me dejó sin fuerzas. Desde su punto de vista, yo estaba loca si pretendía hablar del imaginario social de la locura, estudiando sólo algunas películas que representaban en sus tramas (a través de sus personajes) a los locos de la vida real.

—No, mi niña —me dijo—, esos filmes sólo tratan, sin conseguirlo, de realizar las imágenes que sus creadores tuvieron. Los cineastas no realizan sus imágenes mentales en el cine: sencillamente constituyen un analogon material tal que cada cual pueda aprehender esas imágenes si sólo considera el analogon. En ese sentido, no hay realización de lo imaginario; lo más que puede hacerse es hablar de su objetivación. Además, no debes buscar el imaginario social en las películas porque éste está en otra parte: en la lectura que los espectadores hicieron cuando se apropiaron de las imágenes objetivadas. Y es que, tienes que concebir a los filmes como cosas materiales visitadas de vez en cuando (cada vez que los espectadores adoptan la actitud imaginante) por un irreal, esto es, el objeto filmado. Entonces, para desentrañar esas “visitas” (imágenes), debes preguntarles a quienes adoptaron una actitud imaginante ante las tramas cinematográficas; y no a las tramas mismas.

No pude argumentar nada para refutar su comentario. Quería decirle que si el mundo de la vida, que si el horizonte cultural, que si los indicios, que si los discursos, que si las hilachas, que si las muchachas… Pero ni una maldita palabra salió de mi boca. Me sumergí en una vorágine. Me limité a tomar el texto lleno de tachas y comentarios en rojo al margen, y a salir de su oficina completamente derrotada. Por el camino, considerando el tiempo que me quedaba para terminar mi trabajo, pensé en que quizá sería mejor hacer una labor meramente descriptiva, sin meterme en tantos rollos y en tantas danzas; sin tener que hacer entrevistas; sin tener que cambiar mi marco teórico, etc. Pero no, la Zihuatl aferrada se resistía. Así que decidí sacar fuerzas de mi flaqueza y enfrentar el reto que el Pablo me había lanzado. Mas no quería hacerlo a su manera; no estaba dispuesta a integrar una chamba que no había contemplado y que ya no alcanzaba a llevar a cabo. Por eso, me propuse trabajar en reforzar el argumento con el que lo enfrentaría. Sin embargo, la ráfaga de optimismo me duró muy poco. De inmediato volví a sentir el peso aplastante de la frustración y de la impotencia. Al tiempo, cansada de debatirme, opté por encaminar mis pasos rumbo a la carpintería de Don Rogelio, mi vecino. Pensé que quizá refugiándome en una amena charla, lograría salir de la depresión que me embargaba.

Cuando llegué al Pícaro aserrinado (que así se llama el negocio del buen Roger), intenté saludar como siempre, aparentando que no pasaba nada, pero de nada sirvió. El viejo lobo de mar percibió al instante mi estado de ánimo. «¿Qué le pasa a mi Zihuatzin?», preguntó cariñoso. Yo, sentada en el destartalado silloncito de la esquina, cual niña regañada, le platiqué lo que me había ocurrido. Don Rogelio soltó la carcajada y volteó a ver a los dos amigos que estaban tomándose un pulque con él, como buscando su aprobación. «¿Cómo ven al cuadrado lector de mi amiguita?», les preguntó. Don Aristo y el señor Ricardo menearon la cabeza desaprobando a Pablo y se unieron a la sonora carcajada de mi viejito consentido. Después de darse un respiro y de empinarse un generoso trago de pulque, éste último me dijo:

—No, mija, no te mortifiques tanto. Claro que puedes hacerle como habías pensado. No tienes que preguntarle a nadie aquello de lo que las películas mismas te pueden dar cuenta. ¿Pos qué al atolondrado ese de tu lector nadie le ha informado que toda obra discursiva intenta satisfacer un horizonte de expectativas? El cine no hace más que tratar alimentar la imaginación de sus espectadores y, para ello, ésta última le sirve de guía. ¿O no, Aristo?

El barbón despeinado que permanecía en la entrada agarrado de la cortina, como evitando que ésta se viniera abajo, le contestó:

—Así es Ro, la trama de todo discurso, llámese cinematográfico, literario o historiográfico, toma del saber-con-anterioridad de la acción sus rasgos éticos. Por eso, hay una conexión lógica de lo verosímil en él, que no puede separarse de las coacciones culturales de lo aceptable. En ese sentido, yo pienso que los contornos del criterio de lo convincente son los mismos que los del imaginario social.

—¡Ah! —interrumpió de pronto el señor Ricardo, quien estaba barnizando una puerta—, por eso hablas del «espectador implicado» en la obra.

—Ciertamente Richard —contestó aquél—, ¿luego, qué habías entendido?

—La mera verdad, no te había entendido ni “j” mi buen —dijo despreocupado éste, mientras dejaba la lata de barniz en el piso y se dirigía a tomar asiento a mi lado—. ¡Mira nomás! —me dijo—, hasta cuándo le vine a agarrar la onda al gruñón éste. Pero eso ya me había quedado claro desde que el Ro me platicó de la estrategia que siguieron los editores troyanos en la constitución de la Biblioteca Azul. Y sí, este par tiene razón al decir que lo que experimenta el espectador de la película, o el lector de la novela/Historia, debe construirse antes en la obra. Así que usted señorita —afirmó tomándome del hombro— tranquilamente puede preguntarle a las pelis por esas experiencias, sin necesidad de andarle preguntando a la gente. Mande a volar al fanfarrón ese que le dice que no se puede y tómese un pulquito con nosotros.

Ni tarda ni perezosa, tomé el tarro con la espumosa bebida que me ofrecía el Richard, al tiempo que le dirigía una mirada agradecida al Roger, el cual, bien supo corresponderme con un coqueto guiño.

miércoles, julio 27, 2005

Un regalo viejo

Para NaPtL

Hoy de mí hacia ti, hoy de ti hacia mí…, dice el buen Silvio, y sus letras me sirven para decirte hoy que quiero hacerte un regalo viejo.

Hace algún tiempo, una gran amiga me regaló un cachito de su espíritu libre, apasionado y poeta. Permitió que sus sensaciones asomaran por la punta de su lápiz y se las obsequió a SU amiga Zihuatl. Pero yo, como buena descuidada que soy, no supe cuidarlo. Ese don terminó sucumbiendo en las aguas del olvido junto con todas las demás pertenencias que mi baúl de los recuerdos contenía. Sin embargo, hoy me doy cuenta que no fue así. Lo que se perdió fue una simple hoja de papel que daba testimonio de su existencia, porque ese pedacito hermoso ya había cumplido su cometido; ya había marcado mi corazón con su tinta indeleble. Hoy, gracias a ella, he recuperado esa “prueba”, y también su versión en nahuatl (que, en aquel entonces, le preparé con cariño). Y es precisamente ésta última la que quiero compartir con ustedes. Ahí les va…

Ipampa teuatl iuan yehica teuatl, noikniuh Zihuatl

¿Timati tlein ka ze ikniuhtli?
Ze ikniuhtli ka:
Tlapia, maka, neki,
Ze ikniuhtli ka:
Tlazohtla, kaki, tlakaneki

Intlanel ze ikniuhtli ka ozenka ye,
Ze ikniuhtli ka:
Uetza, choka, nemi,
Ze ikniuhtli ka:
Nemitia, nokommati, ixitla,

Iuan ze ikniuhtli ka itla ozenka ye,
Ze ikniuhtli ka:
Mati motonatiuh
Nokommati in meztli motlan
Tlalnamiki in zitlali
Anpepetlaka ipampa teuatl
In ehekatl
Tlalpitza ipampa teuatl

Ze ikniuhtli ka teuatl
Iuan ka papaki
Ze ikniuhtli
Neuatl
Ze ikniuhtli
Teuatl

Tlazohkamati nohueyikniuh

lunes, julio 25, 2005

Una vuelta al kiosco

El domingo por la tarde, Carmen decidió visitar a su tía Nachita, la “quedada”, como la llaman en el pueblo. Sabrá dios quién le puso el apodo. Lo cierto es que ya es del dominio público, merced a la clásica calaverita que, en su honor, queman los días de San Judas. Pero a ella no le importa, y hasta parece enorgullecerse de que su gente la tenga presente en tan fastuoso día. Está tan olvidada del mundo la pobre. Por eso, cuando abrió la ventana de la puerta para ver quién tocaba, se volvió loca de contento al descubrir que se trataba de su sobrina. «¿Cómo está tía?», le dijo ésta cumpliendo con las formalidades. «Bien Carmencita, bien», contestó aquella siguiéndole el juego, mientras corría el cerrojo para franquearle la entrada.

La casa, como siempre, estaba reluciente. No así el cuarto de Ignacia; lugar donde suele encerrarse con sus demonios y donde reina el desorden y la suciedad absolutos. Un vaso quebrado encima del buró; platos amontonados en la silla con comida llena de hongos; cobijas revueltas con papel higiénico sobre la cama; botes de cremas y lociones jamás tapados en la cómoda; una almohada llena de telarañas en el suelo; un bultito de tierra y basura detrás de la puerta; el mugriento trapeador, con su hedor a humedad, dejado en una esquina…

Las dos mujeres se instalaron en la sala. Doña Nacha estaba nerviosa; cruzó sus brazos y comenzó a balancear los pies por debajo de la silla. La sobrina se sintió un poco incómoda y, como para romper el hielo, le preguntó a la anciana por el estado del tiempo. «Pos fíjate que ha estado lloviendo Carmencita, pero parece que hoy San Juan nos va a dejar a secas». Al terminar la frase, Nachita se quedó pensativa; se llevó una mano a la cabeza y se alisó la enmarañada cabellera. «¡Ay!, ni me he bañado ¿tú crees? —dijo de pronto avergonzada—, pero ahorita me echo un regaderazo rápido ¿eda?...para ir a la plaza Carmencita, ¿no?, ¿o qué?, ¿tú cómo ves?, ¿no se te antoja?». La chica reprimió una carcajada, y sólo se limitó a contestarle: «claro que sí tía».

Casi una hora más tarde, tía y sobrina se encontraban sentadas en una banca de la plaza. La una, saboreando un elote asado con enjundia; la otra, con una bolsa de cañas en la mano. A la vez que disfrutaba los jugos dulces de los trocitos de caña que se llevaba a la boca, Carmen se complacía con el espectáculo que se le ofrecía. La gente que se había dado cita en aquel lugar, semejaban estar interpretando un papel en la clásica obra de teatro dominguera. Las jóvenes, ajuareadas con sus mejores galas, no se cansaban de darle vueltas al Kiosco en el sentido de las manecillas del reloj; los chicos, cual buitres a la caza de su presa, se paseaban al lado de ellas en la dirección opuesta. Una vez que elegían a la afortunada, se le acercaban galantemente y, si tenían suerte y la polluela les echaba un lazo, podían entonces transitar con ella del brazo por el tercer anillo, el de las parejas que se paseaban por la orilla a la vista de los viejitos —padres de las incautas— estacionados en las bancas dispuestas en derredor, siempre al pendiente de que aquellos gañanes no se pasaran de tueste.

Cuando Ignacia terminó con su elote, comenzó a presionar a su sobrina para que fuera a dar vueltas también. «¡Ándale!, que al cabo que tu novio ni se va a dar cuenta», le dijo para convencerla. Ésta se resistía; no quería colocarse en el escaparate. Le molestaba sobremanera participar en un juego que le era ajeno y cuyas reglas le parecían estúpidas y denigrantes. Al final, y para darle gusto a la solterona, accedió; no sin antes advertirle que sólo daría una vuelta.

Cabizbaja, Carmen se incorporó a la fila de las “busca-novio”. El tiempo y su relatividad no fueron precisamente sus aliados en tan vergonzoso trance. La fila avanzaba tan lentamente que más de alguna vez sintió el impulso de empujar a la de adelante para que se diera prisa; pero, como sabía que aquello no sería bien visto, se contuvo, y mejor optó por matar el tiempo contando los amargos pasos de su vía crucis. «Uno, dos, tres…», repetía para sus adentros al ritmo de la marcha que más bien le parecía fúnebre, pues sentía como si caminara tras la carroza que cargaba con los restos de sus convicciones.

Todavía no doblaba la primera esquina de la plaza cuando un golpe en la cabeza le hizo perder la cuenta de los pasos. Levantó el rostro y una lluvia de confeti le nubló la vista. Se sacudió los papelitos y descubrió la figura de un joven desaliñado que le brindaba la mano al tiempo que le decía: «me llamo Norberto, ¿me dejas acompañarte?». Sin esperar respuesta, la tomó por el brazo y la condujo a la fila correspondiente (la de las parejas). Carmen tardó unos segundos más en reponerse de la impresión, y cuando lo hizo, ya se encontraba en la orilla, caminando al lado del extraño sujeto. De inmediato pensó en regresar al lado de la tía; le dolía el fregadazo que le había señalado como “elegida”, pero más le indignaba sentirse objeto mercable. Sin embargo, cuando se percató de que aquella no era una práctica común, ya que los jóvenes, en lugar de reventar huevos enconfitados en las cabezas de sus princesas, se acercaban a ellas con flores y algodones de azúcar, dejó su molestia a un lado y se mostró cordial con el “rompe-reglas” desfachatado que caminaba a su costado. Además, como no podía evadir la promesa hecha a su tía y tenía que dar una vuelta completa, prefirió platicar con alguien a seguir su aburrida cuenta en silencio.

Norberto le comentó que no era de ahí, sino de un viejo pueblito al otro lado del mar. Ella le preguntó si siempre actuaba tan irreverentemente o si sólo era por ser foráneo y desconocer las reglas, a lo que él le contestó: «soy como los salmones, me gusta nadar contra la corriente. Aunque todos me digan que estoy determinado por una fuerza que se me impone y me impulsa a avanzar en una dirección específica, yo prefiero creer que todavía tengo energía para moverme en otro sentido, ¡claro!, siempre y cuando los demás, personas de carne y hueso como tú, me lo permitan».

—Entonces, ¿no crees que haya una autoridad que te puede coercionar?—, le dijo Carmen nomás por molestar.

—¡Por supuesto! —contestó él—, pero no a la manera en que nos cuentan metafísicamente algunos filósofos y sociólogos, quienes gustan explicar las relaciones sociales en términos de dominadores y dominados, como si tal dicotomía fuera natural; como si “los de abajo” estuviésemos condenados al inexorable destino de asumir pasivamente los dictados de la elite. Desde mi punto de vista, si nos conducimos de tal o cual forma, no es porque estemos dominados por una elite que difunda sobre su base ignorante las fórmulas del buen vivir; antes bien, considero que estamos en una lucha constante de competencia con ellos, la cual hace que los imitemos, obligándolos a incrementar sus refinamientos, sus prohibiciones y sus censuras. Además, cuando los que pretenden dominarnos nos imponen nuevas y más altas obligaciones les sale el tiro por la culata, porque no hacen más que autocoercionarse, pues se obligan a sí mismos a aumentar las propias, a fin de perpetuar la distinción que los aleja de nosotros y les confiere la autoridad que poseen.

—Pero, planteada la relación en esos términos —arremetió la joven titubeante—, aunque se desnaturaliza la dicotomía, no resuelve el problema del que hablábamos, es decir, la capacidad para moverte a pesar de las restricciones. Si te fijas, lo que está en juego en la lucha que planteas tiene los matices de un bien deseable en sí mismo, tras el que todos vamos, aunque unos siempre conserven la delantera. En ese sentido, y siguiendo con tu teoría, si tú estuvieras en la competencia, no me habrías sorrajado un huevazo, sino que me habrías ofrecido una serenata con trío, como lo hace el hijo del presidente municipal; así, lo habrías obligado a incrementar sus gastos, pues habría tenido que contratar un mariachi para seguir distinguiéndose de tí. Estoy de acuerdo contigo en que no somos seres completamente determinados a actuar de maneras específicas, y tampoco contamos con la absoluta libertad para hacer lo que nos plazca, porque no somos individuos aislados. Lo que no me late, es creer que mi capacidad de actuación se reduzca a ser el borreguito que va tras la paja dorada y que siempre le ganan los chivos; o que mi capacidad de influencia se limite a hacer lo que se me pide que haga, sabiendo que, con ello, obligo a cambiar a quienes tal cosa me solicitan, pues tienen que incrementar sus propias actividades. Según yo, si dejáramos de pensar en metas “naturales”, que son siempre las mejores, podríamos entender cómo es que se establecen relaciones de mutua influencia entre la autoridad y la raza, que interactúan en un ámbito de negociación constante. Y es que, según yo, no somos receptores pasivos, ni de los mandatos de “los de arriba”, ni de los postulados de una idea, ¿no crees?

Norberto se quedó un momento en silencio. Sacó un huevo del bolsillo de su pantalón y lo reventó en la mano al cerrar el puño. Meditabundo, comenzó a jugar con el conjunto multicolor, pasándolo de una mano a la otra. Carmen le picó las costillas como para bajarlo de la nube. Entonces él, sin despegar la vista del suelo, le confesó:

—¿Sabes?, hace más de setenta años que me expliqué esas relaciones. En aquel tiempo creí haber dado con una certeza innovadora. Pero ahora que lo dices, creo que debo repensar sus términos.

—¡Bueno! —dijo ella—, yo aquí me quedo.

El recorrido había concluido casi sin sentirlo. La vuelta al kiosco llegó a su fin, y Carmen se despidió de Norberto diciendo: «fue un placer platicar contigo. ¡Ah!, y aunque te suene raro, tus ideas siguen siendo frescas». Le dio un fuerte apretón de manos y se dirigió donde Nachita, quien ya la esperaba de pie para emprender el camino de regreso a casa y a sus tormentos.

domingo, julio 24, 2005

Adiós mi Tierra Pródiga

Atento lector, no se espante usted. La Zihuatl no se le va p’al otro mundo. Simplemente se despide de una de sus más grandes pasiones; del rincón secreto que siempre la ha abrigado tan dulcemente; de aquellas playas dilatadas, vistas desde las alturas como vastos abanicos de nácar, tendidos, rematados en filigranas espumosas, lentamente ondulantes; breves, graciosas playas tenues, encajonadas en granitos escarpados; rumorosas playas al son de guijas, caracoles y conchas; abiertos mares embravecidos, bramantes; cólera de olas en vano contenidas por hostiles rocas; olas mugientes, hinchadas, abatidas en estrépito de perlas; epifanías de colores, de las que un enamorado poeta habló alguna vez. Pero no se despide en su calidad de novia enamorada; no podría hacerlo. Su rinconcito no dejará de ser el refugio al que se dirija su alma atormentada en pos de alivio. Se despide de él en su carácter de “estudiosa” que quiere comprender su dinámica y funcionalidad.

Nuestra relación comenzó varios años atrás. La primera vez que lo vi con otros ojos (a mi rincón ¡claro!) fue cuando, en una clase de la facultad, estábamos discutiendo sobre la explotación de los lugares turísticos de Jalisco. En esa ocasión, la trémula voz del Arielito —quien describía la Costa Alegre como sólo él sabe hacerlo—, me cautivó. Y cómo no, si nos habló tan vehementemente de sus paradisíacos paisajes, reflejando en su discurso cierta indignación, ya que, según él, no habían sido explotados “adecuadamente”, y que, por el contrario, habían padecido de cierto desdén por parte de las autoridades (que sólo se preocupaban por el desarrollo de Puerto Vallarta). Pues bien, en aquel tiempo de penurias económicas e incertidumbre académica, me fijé un objetivo: algún día recorrería esos enigmáticos lugares. No pretendía estudiarlos, sino sólo admirarlos. Afortunadamente no tuve que esperar mucho. Las circunstancias se me acomodaron y pronto tuve la dicha de tener ante mis ojos aquel azul profundo con destellos de verde turquesa, donde el sol dibujaba caminos; de sentir muy dentro aquella furia intermitente que se estrellaba contra el pecho de las altas fortalezas de piedra; de respirar aquellos limos de aire turbador; de saborear aquella brisa salina que sazonaba mis labios muertos; de pisar aquellos oros cegadores; de escuchar aquella eterna sinfonía de olas, arenas y rocas, que todavía hoy, me arrullan en mis largas noches de insomnio.

Después, nos volvimos a encontrar, pero en otros terrenos. Ya me encontraba estudiando la maestría y tuve la necesidad de elegir un tema de tesis. Entonces, siguiendo el consejo de uno de mis más admirados maestros, decidí estudiar algo que me apasionaba: la tierra pródiga —para usar la expresión del poeta que bautizó a mi lugar secreto—. Así pues, le dediqué dos años de lecturas, reflexiones y uno que otro viaje. Lamentablemente, el proyecto no se concretó; las urgencias académicas me llevaron por otros derroteros. Cuando me vi en la necesidad de cambiar el tema de tesis, apesadumbrada escribí unas líneas que pretendían ser un compromiso: «I’ll be back», le decía. Pero ahora, tengo que claudicar. Mi pasión no ha menguado, pero mis intereses ya se encuentran en otro sitio.

Adiós rinconcito del alma.

viernes, julio 22, 2005

Cebollita

Recuerdo el día que tuviste las agallas para sermonearme como Burro lo hizo con Shreck. «Eres como las cebollas: recubres tu corazón con múltiples capas y no me permites llegar a él», me dijiste molesto. Tu impotencia se transformó en miedo y éste en coraje. Desesperado, tiraste un puñetazo a la pared que te dejó tres dedos quebrados.

Qué inútil es la ira ciega que no comprende. Tú querías llegar a un corazón, a un centro, a una esencia que fuera siempre idéntica a sí misma; pero nunca te percataste de que no hay tal cosa en ninguno de nosotros, de que somos algo más que simples príncipes (o princesas) disfrazados de ogros. Sólo podías pensar que te mentía, que aparentaba, que me ponía máscaras ante ti. Pero, ¿te mentía?, ¿cómo puedo mentir sobre algo cuya verdad desconozco? No he dado conmigo, he ahí una de mis verdades. Nunca lo haré, ahí otra. No existe algo así como “la verdadera yo” que se recubre con múltiples rostros: yo soy esa infinidad de máscaras. El problema fue que cuando yo usé la de tu Dulcinea, tú te pusiste la de mi Romeo; mientras que cuando yo me ajuaré con la de Julieta, tú ya habías preferido ponerte la de Don Quijote. Ahora me coquetea la de Doña Juana, ¿le quedará un momento a nuestra historia para coincidir?

¿Un renacimiento espiritual?

Anoche recibí una llamada telefónica mágica. Uno de mis más queridos compas estaba tan aburrido que decidió marcarme. Después de los clásicos «¿cómo estás güey?», pasamos al ritual de ponernos al día con respecto a lo que ha ocurrido con nuestras vidas. En el curso de la charla, él se mostró sorprendido por no encontrarme tan apática como (casi) siempre; y después de escuchar las “nuevas”, no pudo más que afirmar: «no, pos es todo un renacimiento espiritual por el que estás pasando». He aquí lo que le conté:

Desde hace ya varios meses he venido reproduciendo una desagradable y cansona rutina. Despierto a las tres de la tarde. Desganada, me baño y bajo a prepararme mi sagrado desayuno. Regreso a la cama cargando mi plato de comida, el cesto con las tortillas y mi vasote con la reglamentaria coca. Ingiero el alimento sentada en la cama viendo una película. Una vez terminado el suculento almuerzo, cepillo mis dientes, llevo los trastes al fregadero y los lavo mientras caliento en la estufa el agua para el indispensable suero alivianador. Subo de nuevo a mi cuarto, tazota de café bien cargado en mano, y me dispongo a leer uno de los varios libros que se encuentran apilados al borde de la cama. Sólo interrumpo la lectura cuando me veo en la necesidad de recargar el café en mi taza o de descargarlo en la otra. Cuando escucho el sonoro gruñir de tripas que proviene de mi estómago (por ahí de las diez de la noche), repito el ritual alimenticio, pero ahora recetándome un capítulo de Sexo en la ciudad. Regreso a mi lectura. Las cuatro de la mañana marcan la última pausa en el camino, y es que las tragonas lombrices no me dejan en paz, exigen su merecida cena. Finalmente, a la luz del nuevo día (algunas veces ya muy entrada la mañana) detengo por completo tan afanoso trabajo y me entrego en los brazos de Morfeo. Cierto que dicha rutina a veces se ve alterada; sobre todo porque cambio la lectura por la escritura. Además, algunas veces la chamba es más satisfactoria que otras. Pero estarán de acuerdo en que cualquier rutina provoca fastidio. Pues bien, desde hace algunos días, la repetición ha dejado de tener esa connotación fastidiosa y me ha producido un inmenso placer. ¿Qué es lo que ha pasado?

Mi imaginación me ha trasladado a otros sitios: ya no es la cama donde estoy cuando leo; ya no es la silla la que ocupo cuando escribo. Estoy en otro lugar y rodeada de un montón de viejitos bonachones (aunque dándoselas de serios) que platican entre sí y algunas veces conmigo. Escucho sus complicadas disertaciones sobre los temas más variados. Los veo ponerse de acuerdo o agarrarse a trancazos. Siento las palmaditas que me dan en la espalda y alguno que otro tirón de cabello que también me brindan (algunos afectuosamente, otros con la desesperación de quien se encuentra ante una cabeza tan cerrada). Percibo su pasión, su cólera, su desilusión, su angustia, su miedo, su esperanza, su apatía y hasta su ironía. Saboreo las deliciosas mezclas que me preparan. Hasta mi nariz llega el olor de su soberbia, de su humildad, de su impotencia.

¿Será, como dice mi cuate, que mi alma ha vuelto a nacer? No lo sé. Pero, de cualquier forma, agradezco infinitamente a cada uno de mis sentidos por hacer tan especial mi encuentro con tan adorables mozalbetes.

martes, julio 19, 2005

A construir

Para mi Veltiuhtli
Mis archivos conservan celosamente los innumerables relatos de tu figura benefactora. Siempre fuiste uno de los pocos pueblos que me aceptaron tal cual yo era y nunca dudaste en mandar tus ejércitos a defenderme de las hostilidades que me rodearon por ser diferente.

Mis calles, chuecas y sin traza, a ti más bien te parecían simpáticas y hasta románticas. Cuando la autoridad, dizque por cumplir los mandamientos de la ordenanza enviaba sus máquinas demoledoras para hacer de mí una aburrida cuadrícula, tú, ni tardo ni perezoso, movías cielo, mar y tierra para impedirlo.

Mis casas variopintas y sin estilo definido, tan criticadas por los ranchos aledaños, ante tus ojos no eran más que un conjunto armonioso. Tú sí que sabías hallarle el sentido a mi incoherente apariencia.

Mi centro, tan distinto a los otros, no te causaba repugnancia y hasta casi podría decir que lo encontrabas enigmático. Nunca me objetaste por tener ahí un apestoso pantano en lugar de la iglesia y del palacio municipal clásicos, y hasta me llegaste a pedir un poco de su lodo para aderezar tus edificios. Incluso, alguna vez me dijiste que no me preocupara por aquel turista que no valorara mi dinamismo y mi funcionalidad. Desde tu punto de vista, sólo aquél que estuviera dispuesto a contaminarse con el hedor, sería digno de pasearse por mis avenidas principales, de comprar en mis negocios y de disfrutar de la banda de música que toca los domingos.

Pero un día el invasor te sitió y mis harapientos soldados no fueron capaces de defenderte. Uno a uno fueron cayendo en el combate. Hasta mis oídos llegaron los rumores de la cruenta batalla que se desarrolló en tus terrenos. Hoy, tu silencio me dice que tus fuerzas se han agotado, que te has rendido. Con tristeza he presenciado cómo El Ixtilia , nuestro puente, se ha venido desmoronando pedazo a pedazo.

Ahora, a la distancia sólo me gritas que debo cambiar: que tengo que enderezar mis calles; que más me vale pintar mis casas de blanco; que urge drenar mi pantano y levantar en su lugar una gran torre. Ya no te reconozco, pero, para este pobre rancho bicicletero siempre serás la gran ciudad que todo lo ilumina.

A la orilla del río Necaualiztli te espero para que codo a codo volvamos a levantar nuestro viejo puente. No me gusta estar lejos de ti.

Mucho te quiere…Tu Teicu.

lunes, julio 18, 2005

Del amor imaginario

Aquella tarde, como queriendo escapar de la rutina, Estela decidió llevar su soledad a la cantina. No pretendía eliminarla, no buscaba compañía para ella; sólo deseaba sumergirla en los apacibles mares de la embriaguez. La noche la sorprendió en aquel sitio, pero ella ni cuenta se dio. Había pasado largo rato sentada en un oscuro rincón hasta donde llegaba el bullicio frenético de los parroquianos que abarrotaban el lugar. La silla, con su ferroso respaldo, se le encajaba en las costillas hasta sofocarla. La mesa, sucia a más no poder, recibía una tras otra las incontables botellas de cerveza Pacífico que Estela iba colocándole encima una vez que les exprimía el contenido. Ningún mesero osó llevárselas. Parecía que les complacía la visión de aquella extraña muchacha que, como apartada del mundo, se entretenía haciendo figuras con ellas sobre la mesa. De pronto, un tipo se le acercó. Al parecer, llevaba largo tiempo mirándola desde la barra. «Buenas noches señorita, ¿me permite hacerle compañía?», le dijo amablemente. Estela levantó la mirada y, con el ceño fruncido, al instante le contestó en tono cortante: «no, prefiero estar sola». Pero el fulano ni se inmutó, y, como si no hubiera escuchado la negativa, insistió: «disculpe, ¿me puedo sentar?». Ella suspiró con un dejo de enfado. Se levantó de su asiento y encaró al impertinente. «Quiero estar sola», le dijo remarcando cada palabra, mientras lo veía fijamente a los ojos. Para después regresar a sus botellas y a sus figuras, olvidándose del hombre. Éste, sin moverse un ápice, le aclaró: «disculpe usted, no se enoje. Desde su primera negativa, me quedó claro que quiere estar sola. Pero, si se fija, ya no estoy ofreciéndole mi compañía, sólo quiero sentarme aquí. No creo que le haga daño, ni que interfiera con su preciada soledad. La he estado observando desde hace un buen rato y me parece que aun cuando está rodeada de tanta gente sigue estando completamente sola. ¿Qué más da si la admiro desde la barra o desde esta silla?». Estela ya no contestó, ni siquiera lo volteó a ver, sólo levantó los hombros con indiferencia. Ante tal gesto y con la seguridad de que ella ya no opondría resistencia, el extraño se sentó a su mesa. Movió una de las botellas que sobre ésta estaban para hacerle espacio a su vaso y se quedó mirándola en silencio. Mientras tanto, Estela se decía para sus adentros: «qué sujeto tan raro». Los minutos pasaron sin que la enigmática pareja cruzara palabra alguna. Ella seguía entretenida haciendo figuras sobre la mesa, y de vez en vez interrumpía tan obstinada tarea para embotar un poco su conciencia con el amargo líquido de la botella en turno que retenía celosamente entre sus piernas. Él parecía no cansarse de escudriñar en el rostro de ella; sólo cuando se terminaba su güisqui, volteaba hacia la barra para solicitar (a través de señas) el siguiente. Por fin, Estela rompió el silencio. «Y bien, ¿cómo te llamas?», preguntó sin mirarlo. Él sonrió maliciosamente, cual chiquillo que consigue lo que quiere tras hacer un berrinche. «Juan Pablo», le contestó mientras se llevaba el vaso a la boca. «Ah», dijo ella con desdén. Vuelta al silencio. Con el tiempo, el cúmulo del alcohol ingerido comenzó a hacer efecto en Estela. Ella se percató del hecho cuando comenzó a sentir aquella exacerbada nostalgia con la que ya estaba tan familiarizada. El sentimiento se fue inflando en su ser hasta que experimentó la urgencia de externarlo para no explotar. Levantó su mirada y encontró los ojos de aquel hombre que parecían estarla aguardando. Sin más, le dijo:
—Yo los quiero mucho, ¿sabe?
—¿A quién?—, preguntó Juan Pablo tiernamente.
—A mis muertos—, contestó ella, mientras se encorvaba al regresar a su posición anterior, con los ojos fijos en sus botellas.
—Usted no los quiere—, dijo él con seguridad.
Al escuchar aquello, Estela volvió la cara para dirigirle a Juan Pablo una mirada interrogante. Éste continuó:
—Cuando esas personas dejaron de existir, tus sentimientos…¿me permites tutearte?
Ella asintió con impaciencia. Las formalidades eran lo de menos en esos momentos. Lo que le importaba era que el tipo aclarara lo que acababa de decir. Entonces, Juan Pablo prosiguió:
—Pues bien, como te decía, cuando tus muertos dejaron este mundo, tus sentimientos cambiaron de naturaleza. Sin duda tú sigues dándoles el nombre de amor, y pretendes amar a esos seres lo mismo y de la misma manera que cuando estaban presentes; ya no digamos vivos, sino cuando los tenías ante ti. Pero no es así. Naturalmente conservas intactos el saber de ellos y las conductas hacia ellos. Es decir, sabes que tienen tales o cuales cualidades y sigues dándoles tu confianza. Por ejemplo, les escribes cuanto se te ocurre, y, en caso necesario, defiendes sus intereses como si estuvieran aquí. Incluso, se puede decir que pasiones-sentimientos tales como tu tristeza, tu melancolía o tu desesperación a la que te ves arrojada por su ausencia son auténticos. Y es que, más que la ausencia de ellos, es el vacío presente y real de tu propia vida lo que los provoca; es el hecho de que, por ejemplo, sus gestos o sus actitudes, que apenas esbozas, se pierden sin fin, dejándote una impresión intolerable de inutilidad. Pero ese conjunto, en cierta forma representa lo negativo del amor. Aunque el elemento positivo, esto es, los impulsos hacia ellos, se haya modificado profundamente.
Estela parecía decirle con la mirada que se dejara de tanto rodeo y que fuera al grano, ante lo cual, Juan Pablo reaccionó: «Me explico…», dijo.
—Tu amor por esas personas estuvo subordinado a ellas mismas; ellas fueron el objeto de tu amor. Por eso, su partida ha modificado tu sentimiento. Tus muertos en imagen son incomparables a aquellos seres que en vida se entregaron a tu percepción. Han sufrido la modificación de irrealidad y tu sentimiento ha sufrido una modificación correlativa. Ante todo, se ha detenido: ya no “se hace”, apenas se puede arrastrar con las formas que ya ha tomado. Al mismo tiempo, tu sentimiento se ha degradado, porque su riqueza y su profundidad provenían del objeto, esto es, de tus muertos cuando vivos. En aquel entonces, siempre tenías más por amar en ellos de lo que los amabas de hecho, y tu sentimiento lo sabía. De manera que tu amor, tal como se presentaba frente a lo real de la existencia de esos seres, se encontraba bajo la idea de que cada uno de ellos, como realidad individual, era inagotable, y que, correlativamente, tu amor por ellos era inagotable. Así, tu sentimiento, que en todo momento se superaba a sí mismo, estaba rodeado por un halo de posibilidades. Pero con su muerte, esas posibilidades han desaparecido, de la misma manera que ellos, en tanto que objetos reales. Por una inversión esencial, es ahora tu sentimiento quien los produce, y esos seres irreales no son más que el estricto correlativo de ese sentimiento.
—Pero—, interrumpió Estela confundida por el rimbombante discurso que le acababan de recetar. —De alguna manera siempre es así, ¿no? Es decir, aun cuando ellos vivían, mi subjetividad era la que los producía. No creo que nadie pueda aprehender nada del mundo circundante (llámense personas o cosas) en su plenitud, tal cual es, sin mediación.
Juan Pablo sonrió satisfecho, cual pescador que acaba de sentir el tirón que se produce cuando la presa muerde el anzuelo.
—Ciertamente mujer, nunca conseguimos alcanzar a los objetos aunque siempre tratamos de hacerlo. Lo que te digo es que mientras tus muertos estuvieron con vida y frente a ti, tú trataste de aprehenderlos con tu subjetividad, pero en ese intento, ésta estuvo pautada por un saber que se hacía y rehacía constantemente, dado que tú te readaptabas a su presencia al vivir con su misma vida, lo cual, provocaba reacciones en ti. Entonces, tu sentimiento se organizaba ante una individualidad inagotable, reconocida por ti misma como tal. Por eso, siempre terminaba superándose a sí mismo; por eso, las posibilidades eran infinitas. Pero ahora, toda vez que esos seres han muerto, las manifestaciones de tu amor por ellos están limitadas por el saber que acumulaste mientras vivieron en tu vida, el cual, ya no puede seguir haciéndose. Lo que podías conocerlos ya lo hiciste y no hay más por descubrir; tu subjetividad ya no tiene nada nuevo que aprehenderles.
A Estela le parecía que aquellas palabras tenían sentido. No obstante, se resistía. Buscaba argumentos que le ayudaran a nadar contra la cautivadora corriente a donde la había arrojado Juan Pablo. Por fin, tímidamente se atrevió a decir:
—Pero con el paso del tiempo yo he cambiado. Mis intereses y mi forma de pensar ya no son los mismos. No me digas que esas modificaciones no alteran mi sentimiento por mis muertos. Desde mi punto de vista, el lugar desde el que accedo a su imagen está mediando entre mi afán por alcanzar su recuerdo y el saber que acumulé de ellos. Es decir, ese saber sigue haciéndose y rehaciéndose porque yo, que soy quien lo dota de contenidos, ya no soy la misma. Así, aunque ellos ya están muertos y yo ya no me readapto a su presencia, sigo viviendo, aunque no con su vida, sí con su recuerdo; y éste también me provoca reacciones, según sea mi circunstancia.
—Linda, no caigas en la trapa ilusoria de la inmanencia. No creas que la imagen que te formas de tus muertos, o el recuerdo como tú le llamas, hace que ellos renazcan. Esa imagen no provoca en ti las mismas reacciones que cuando los percibías en vida. Tu sentimiento imaginante nunca es nada más que lo que es. Ahora tiene una pobreza profunda. Ha pasado de pasivo a activo; se representa; se remeda. Se da en todo momento como un gran esfuerzo para hacer que tus muertos renazcan, reencarnen, porque sabe que entonces tomaría él también un cuerpo, se reencarnaría. Es cierto que tú has cambiado y que la manera en que tu subjetividad lee su recuerdo puede variar, pero nunca sabe nada más. El saber que tienes de ellos y del que echas mano en las diversas situaciones en que los recuerdas es siempre el que conformaste mientras vivieron, no se expande, no incluye nada nuevo. El ángulo desde el que “ves” esas imágenes puede variar, pero las herramientas de las que dispones para hacerlo serán siempre las mismas. Por eso, el sentimiento se esquematiza poco a poco hasta fijarse en formas, y, correlativamente, las imágenes que tienes de tus muertos se vuelven banales. En ese sentido, el amor que les tuviste mientras vivieron ha perdido su matiz propio: se ha vuelto amor en general, y, en cierta forma, se ha racionalizado. Aun cuando sigues comportándote como si los amases: dedicándoles todos tus pensamientos, sufriendo por no tenerlos a tu lado, escribiéndoles a diario, algo ha desaparecido, tu amor ha padecido un empobrecimiento radical. Seco y abstracto, tendido hacia un objeto irreal que ha perdido a su vez su individualidad, se ha encaminado hacia un vacío absoluto. Por tal motivo, ya no te sientes cerca de ellos, has perdido sus rostros, estás más separada que nunca de ellos y crees que acercándote a sus cosas o soñándoles llenarás ese vacío. Lo que pasa es que la ropa, el perfume o las imágenes sustituyen al analogon afectivo desfalleciente; a través de esas estrategias tratas de alcanzar a unas personas reales, que ya no son tales. Pero tu amor no sólo se ha empobrecido. Además, se ha vuelto mucho más fácil. Mientras esos seres, que fueron el objeto de tu amor, estuvieron presentes, había en ellos algo que te superaba, una independencia, una impenetrabilidad que te exigía unos esfuerzos de aproximación siempre renovados. Ahora, por el contrario, ya que merced a las imágenes que te formas de ellos en tu recuerdo se vuelven objetos irreales, ya no conservan nada de esa impenetrabilidad: nunca son más de lo que llegaste a saber de ellos. De esta manera, tus muertos se han vuelto mucho más conformes a tus deseos de lo que nunca fueron en vida.
Juan Pablo guardó silencio, tal vez para darse un respiro o para darle oportunidad a Estela de digerir todo lo que le acababa de decir. Aprovechó para dar un sorbo a su bebida, pero su penetrante mirada seguía fija en la apesadumbrada mujer, como buscando algún indicio de una posible reacción a su discurso. Ésta, por su parte, tal vez por los estragos de las chelas, a la mera por el cansancio, o quizá sólo porque dejó de importarle la discusión, dejó de resistirse y sólo atinó a decir:
—¡Ja!, pos ‘ora resulta…

viernes, julio 15, 2005

¿Melancolía o envidia?

«¿Usted no se ha fijado qué obstinados son los pensamientos tristes?», le pregunta Hipólita a un buen amigo. Silencio. Después de un largo rato sin respuesta, decide encaminar su charla (aparentemente) por otro sendero. «A veces me parecía —dice cabizbaja— que los otros estaban bien clavados en la vida, y en sus casas, mientras que yo tenía la sensación de estar sujeta, ligeramente atada con un cordón a la vida». Si conectamos la pregunta con la afirmación, suprimiendo el giro silencioso, podemos imputar una continuidad al razonar de Hipólita. De esta manera, obtendríamos una reflexión del siguiente tipo: «continuamente me siento triste al pensar que los demás tienen todo en la vida y yo no». Una frase de este tipo viene a ser toda una explicación de la melancolía, esto es, encuentra que la causa de tan penoso mal es ¡la envidia! ¿Será?

jueves, julio 14, 2005

Promesa

Imagino el viaje prometido a tu lado: playa y montaña coexistiendo en una complicada síntesis. Recuerdo envuelto en la magia de la fantasía. Nostalgia recreando, reviviendo. Ilusiones deseando hacerse realidad. El mar y el bosque son los invitados especiales, el sol y la luna sus compañeros inseparables. Tu…yo. Las olas y los grillos marcando el ritmo de nuestro cadencioso baile. El sol y tu cercanía quemando mi cuerpo, el frío de la noche empujándome a buscar tu calor. El viento revolviendo tu cabello, la luz de la fogata iluminando tu rostro. Deseo. Duda. Ansiedad. Pena. Tu profunda mirada se posa sobre mí, sugiere, invita. Un contagioso aire de libertad se respira en el ambiente. Tal vez alcance a modificar la historia.

lunes, julio 11, 2005

Crónica de una visión hipnagógica

Es de noche. El día se ha llevado la poca luz que aún conservaba mi espíritu. A pesar de mi estado etílico, sé que me encuentro en la carretera. Las señales que van pasando así me lo confirman. Fijo la mirada en el frente, pero la vía se desdibuja. El único camino que existe es el que iluminan los faros de mi auto: una gruesa línea compuesta de múltiples puntitos brillantes que, al chocar contra una superficie invisible, se fragmentan. «¿A dónde voy?», me pregunto. «A cumplir con mi destino», me responde una certeza que proviene de mi interior. Pero no son palabras, es un sentimiento que se sabe a sí mismo. El carro parece haber adquirido voluntad propia y me conduce hacia el lugar que desde siempre ha estado escrito. Aunque quisiera, no puedo dar marcha atrás. Me dejo llevar. De pronto, las luces se apagan, ya no hay camino por recorrer. El ruido del motor cesa. La angustia me invade. No veo nada. Un estruendoso rayo me saca de mi estupor. La luz que éste proyectó me permite ver un alto muro que me invita a saltarlo. Acepto su sugerencia. Una vez traspasado el umbral prohibido, voy sorteando los obstáculos blancos que surgen a mi paso. Me muevo cual autómata. Mi voluntad es nula. Algo irresistible me obliga a seguir caminando. Obedezco. Pero el frío que cala en mis huesos es como una bofetada que me devuelve la conciencia. Me descubro empapada y busco un sitio que me cobije de la lluvia. Mi mirada tropieza con una poderosa sombra que me cautiva. «¿Qué es?», me pregunto. «¿Por qué luce tan diferente al resto del paisaje?, ¿por qué no puedo delinear su forma?», pienso desesperada. Entrecierro los ojos para poder distinguir mejor la figura que se me resiste. Nada. Vencida, pienso en mi propio ser. Me percato de que estoy sola en este mundo de sombras. Un incontenible temblor (mezcla del frío que experimenta mi cuerpo y del miedo que siente mi alma) me recorre. Tambaleo. Busco un sostén. Mi mano alcanza un bulto. Lo recorro con la mirada hasta rematar en una cruz que se alza en lo alto. Hago cálculos. Atónita, caigo en cuenta de que lo que me sirve de soporte ¡es una cripta! Mi pensamiento se embota. Un molesto zumbido tortura mis oídos. En eso, otro rayo ilumina el sitio. El zumbido desaparece, pero la luz ya no se extingue. Temerosa, busco la sombra extraña, pero mi mirada ya no la encuentra, en su lugar está un sepulcro (para nueve) con tres espacios por encima de la tierra. Los de las orillas están tapiados, pero el de en medio… ¡Oh, el de en medio! Ahí está resaltando del cuadro. Me espera, lo sé. El miedo se ha ido. La tranquilidad se apodera de mí. ¡Por fin! A punto estoy de encaminar mis pasos hacia el acogedor rincón que me aguarda impaciente, cuando una voz me saca de mi ensoñación. «¡Zihuatl!», me llama. El mundo que tengo ante mis ojos se viene abajo. Hay confusión. Hay desilusión. Cuadro por cuadro recompongo mi realidad, pero el producto ya no tiene la misma apariencia que tenía segundos atrás. ¡Maldita sea!, ha vuelto a ser tan terriblemente razonable.

Una "visión hipnagógica", dicen los que saben, es el producto de una conciencia (hipnagógica también) en la que predomina una alteración de la atención. Entonces, para que un fenómeno tal pueda existir, se requiere cierta ausencia de la atención voluntaria. ¿Qué quiere decir esto? Simplemente, que los objetos que nuestra conciencia vislumbra en ese estado, no son propuestos como existentes actualmente, aunque se perciban como muy reales. Y es que, a diferencia de los objetos percibidos por nuestra conciencia en estado normal, éstos no están localizados, es decir, no ocupan un lugar entre los demás objetos, sino que sólo se destacan contra un fondo vago. Por eso, en mi experiencia, sólo pude ver un sepulcro luminoso rodeado de una completa oscuridad. Por eso no puedo decir si éste estaba a izquierda o derecha de tal o cual otra tumba, de tal pasillo, de tal planta. Ahí no había nada más que la imagen hipnagógica que mi conciencia creó, apartándose de su forma de proceder en condiciones normales, construyendo una realidad con otras propiedades. Además, mientras que en la manera de aparecer un sepulcro en la percepción aparece algo que después se identifica como un sepulcro; en la visión hipnagógica la aparición del sepulcro forma una y la misma cosa con la certeza de que se trata de un sepulcro. En ese sentido, los fenómenos hipnagógicos no son contemplados por la conciencia, sino que son de la conciencia. Pero esa conciencia que no pone atención no está distraída, más bien está fascinada. Ese estado de fascinación es el producto de un deslizamiento detenido hacia el sueño. Cuando el adormecimiento nos embate y no queremos dormirnos, cobramos conciencia de ese nuestro andar hacia el sueño, pero retrasamos su evolución, con lo cual, creamos cierto estado de fascinación consciente, que es precisamente el estado hipnagógico. En tal estado, las formas que vemos son las que buscamos. Las ideas que rondan en nuestra cabecita toman cuerpo en forma de visión con una real fatalidad. Lo paradójico del asunto es que lo que vemos (en mi caso, el sepulcro) no es nada.

Habrá quien me diga que sólo he buscado un nombre elegante para describir una visión semejante a la de los elefantes rosados de un Barney (no el dinosaurio afeminado, sino el borracho de los Simpson, je). Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre una y otra. Mientras que ciertas sustancias psicotrópicas tienen la capacidad de alterar la conciencia, sólo lo hacen en algún sentido, y éste se convierte en signo de tal alteración. Por ejemplo, la visión doble de los alcoholizados; la visión en cámara lenta de los que se dieron un “toque”. No en balde utilicé el ejemplo de los elefantes rosados, que ya son un signo (un tanto burlesco) merced a la convención. Lo fundamental aquí es el estado de ensoñación en el que nuestra conciencia aparece cautiva (fascinada) en (y no por) una forma que desde siempre fue idea existiendo. Por otro lado, habrá quien piense que sólo soy una psicótica que ya delira o alucina, y quizá tenga razón. Las imágenes hipnagógicas son también la forma delirante de ciertas psicosis. Tanto en los casos normales como en los casos patológicos, la base constitutiva de la conciencia hipnagógica es una alteración de la atención. No obstante, aun aquí hay una diferencia entre uno y otro caso. Mientras que el loco cree que lo que ve existe, yo soy conciente de su inexistencia. Y aunque no lo fuera, y pensara que estoy loca, Descartes vendría a contradecirme diciendo: «no niña, usted que piensa (que está loca), no puede estarlo».

miércoles, julio 06, 2005

Tu fantasma

«Me decido a tararearte, todo lo que se te extraña». Me gustaría ser, como Don Juan, un personaje absurdo que rechaza esa otra forma de la esperanza que es la añoranza: para descubrir una manera de ser que me libere; para no tener por ustedes (como él tuvo para con todas sus mujeres) más que un amor generoso que se sepa al mismo tiempo pasajero y singular, sin que se adorne con las ilusiones de lo eterno; para no tener un corazón seco, apartado del mundo; para que mi sentimiento no sea devorado sólo por sus seres, por sus rostros. Pero, lamentablemente, no lo soy. ¿O debiera decir afortunadamente?, ¿quién sabe? Tal vez algún día tenga las tablas para saber si mi elección del suicidio espiritual por encima del suicidio a secas fue lo más adecuado. Lo cierto es que hoy me encuentro aquí, ante su tumba, pensando en el momento en que por fin llegue a ocupar ese lugarcito que está entre ustedes y me pregunto: «¿cómo sabrá la cerveza que el sepulturero se beberá cuando acabe de darme abrigo?».

Nonatí, me conforta que ya no estás sola. Él está a tu lado, a una distancia prudente ¡claro! (por si las moscas). El día que lo trajimos aquí contigo, le recomendamos algunas canciones que debía cantarte en la noche para que te arrullara. ¿Ha seguido nuestros consejos? Espero que sí. Que tu noche esté llena de esas grandes letras que tantas emociones te causaron: Gema (para recordar una antigua serenata que te conquistó); Indita mía (como solía cantarte en sus noches bohemias); Aquél amor (que tantas veces entonamos en nuestros viajes hacia acá); Cuando dos almas (como para revivir lo aspirado en vida); Destino cruel (porque tú también disfrutaste de tus borracheras); Hace un año (porque hacían un buen dueto, tanto en el canto, como en la vida); Cruz de olvido (porque con el atardecer nos fuimos de aquí y nos fuimos sin ustedes); y ¡por supuesto!, no puede faltar, El sinaloense (para que te pongas a bailar, como solías hacerlo conmigo).

Don Crispín, fue duro verte reducido a huesos aquél día. Acaricié tu frente tratando de reconstruir tu rostro, aquellas arrugas en la frente que tanto te caracterizaron y que tanto quise (y quiero). El pelo te creció, lo supe por tu barba. Además, se te decoloró, lo tenías más güero de lo que solías tenerlo, y ¡no tenías canas! Espero que tu mujer haya seguido nuestros consejos y no te pelee (tanto). ¡Qué chido que están juntos! Tu niña ya creció, pero sigue queriéndote y extrañándote como siempre: un buen.

Sé que ya no están aquí, o mejor dicho, que están en todos lados, y no sólo aquí, pero de cualquier forma, me aferro a pensar que las cosas pueden ser de alguna manera incomprensibles, y que, por más que no lo crea, están aquí, y que se pusieron contentos por la visita. Espérenme, ya les vendré a hacer compañía, sin necesidad de saltarme la barda.

La gorda del perro