El otro día fui con Pablo, uno de los lectores de mi tesis, a presentarle algunos avances y a recibir sus críticas y comentarios sobre lo que le había dejado la vez anterior. No me fue muy bien que digamos. A decir verdad, me puso una santa revolcada, que me dejó sin fuerzas. Desde su punto de vista, yo estaba loca si pretendía hablar del imaginario social de la locura, estudiando sólo algunas películas que representaban en sus tramas (a través de sus personajes) a los locos de la vida real.
—No, mi niña —me dijo—, esos filmes sólo tratan, sin conseguirlo, de realizar las imágenes que sus creadores tuvieron. Los cineastas no realizan sus imágenes mentales en el cine: sencillamente constituyen un analogon material tal que cada cual pueda aprehender esas imágenes si sólo considera el analogon. En ese sentido, no hay realización de lo imaginario; lo más que puede hacerse es hablar de su objetivación. Además, no debes buscar el imaginario social en las películas porque éste está en otra parte: en la lectura que los espectadores hicieron cuando se apropiaron de las imágenes objetivadas. Y es que, tienes que concebir a los filmes como cosas materiales visitadas de vez en cuando (cada vez que los espectadores adoptan la actitud imaginante) por un irreal, esto es, el objeto filmado. Entonces, para desentrañar esas “visitas” (imágenes), debes preguntarles a quienes adoptaron una actitud imaginante ante las tramas cinematográficas; y no a las tramas mismas.
No pude argumentar nada para refutar su comentario. Quería decirle que si el mundo de la vida, que si el horizonte cultural, que si los indicios, que si los discursos, que si las hilachas, que si las muchachas… Pero ni una maldita palabra salió de mi boca. Me sumergí en una vorágine. Me limité a tomar el texto lleno de tachas y comentarios en rojo al margen, y a salir de su oficina completamente derrotada. Por el camino, considerando el tiempo que me quedaba para terminar mi trabajo, pensé en que quizá sería mejor hacer una labor meramente descriptiva, sin meterme en tantos rollos y en tantas danzas; sin tener que hacer entrevistas; sin tener que cambiar mi marco teórico, etc. Pero no, la Zihuatl aferrada se resistía. Así que decidí sacar fuerzas de mi flaqueza y enfrentar el reto que el Pablo me había lanzado. Mas no quería hacerlo a su manera; no estaba dispuesta a integrar una chamba que no había contemplado y que ya no alcanzaba a llevar a cabo. Por eso, me propuse trabajar en reforzar el argumento con el que lo enfrentaría. Sin embargo, la ráfaga de optimismo me duró muy poco. De inmediato volví a sentir el peso aplastante de la frustración y de la impotencia. Al tiempo, cansada de debatirme, opté por encaminar mis pasos rumbo a la carpintería de Don Rogelio, mi vecino. Pensé que quizá refugiándome en una amena charla, lograría salir de la depresión que me embargaba.
Cuando llegué al Pícaro aserrinado (que así se llama el negocio del buen Roger), intenté saludar como siempre, aparentando que no pasaba nada, pero de nada sirvió. El viejo lobo de mar percibió al instante mi estado de ánimo. «¿Qué le pasa a mi Zihuatzin?», preguntó cariñoso. Yo, sentada en el destartalado silloncito de la esquina, cual niña regañada, le platiqué lo que me había ocurrido. Don Rogelio soltó la carcajada y volteó a ver a los dos amigos que estaban tomándose un pulque con él, como buscando su aprobación. «¿Cómo ven al cuadrado lector de mi amiguita?», les preguntó. Don Aristo y el señor Ricardo menearon la cabeza desaprobando a Pablo y se unieron a la sonora carcajada de mi viejito consentido. Después de darse un respiro y de empinarse un generoso trago de pulque, éste último me dijo:
—No, mija, no te mortifiques tanto. Claro que puedes hacerle como habías pensado. No tienes que preguntarle a nadie aquello de lo que las películas mismas te pueden dar cuenta. ¿Pos qué al atolondrado ese de tu lector nadie le ha informado que toda obra discursiva intenta satisfacer un horizonte de expectativas? El cine no hace más que tratar alimentar la imaginación de sus espectadores y, para ello, ésta última le sirve de guía. ¿O no, Aristo?
El barbón despeinado que permanecía en la entrada agarrado de la cortina, como evitando que ésta se viniera abajo, le contestó:
—Así es Ro, la trama de todo discurso, llámese cinematográfico, literario o historiográfico, toma del saber-con-anterioridad de la acción sus rasgos éticos. Por eso, hay una conexión lógica de lo verosímil en él, que no puede separarse de las coacciones culturales de lo aceptable. En ese sentido, yo pienso que los contornos del criterio de lo convincente son los mismos que los del imaginario social.
—¡Ah! —interrumpió de pronto el señor Ricardo, quien estaba barnizando una puerta—, por eso hablas del «espectador implicado» en la obra.
—Ciertamente Richard —contestó aquél—, ¿luego, qué habías entendido?
—La mera verdad, no te había entendido ni “j” mi buen —dijo despreocupado éste, mientras dejaba la lata de barniz en el piso y se dirigía a tomar asiento a mi lado—. ¡Mira nomás! —me dijo—, hasta cuándo le vine a agarrar la onda al gruñón éste. Pero eso ya me había quedado claro desde que el Ro me platicó de la estrategia que siguieron los editores troyanos en la constitución de la Biblioteca Azul. Y sí, este par tiene razón al decir que lo que experimenta el espectador de la película, o el lector de la novela/Historia, debe construirse antes en la obra. Así que usted señorita —afirmó tomándome del hombro— tranquilamente puede preguntarle a las pelis por esas experiencias, sin necesidad de andarle preguntando a la gente. Mande a volar al fanfarrón ese que le dice que no se puede y tómese un pulquito con nosotros.
Ni tarda ni perezosa, tomé el tarro con la espumosa bebida que me ofrecía el Richard, al tiempo que le dirigía una mirada agradecida al Roger, el cual, bien supo corresponderme con un coqueto guiño.
—No, mi niña —me dijo—, esos filmes sólo tratan, sin conseguirlo, de realizar las imágenes que sus creadores tuvieron. Los cineastas no realizan sus imágenes mentales en el cine: sencillamente constituyen un analogon material tal que cada cual pueda aprehender esas imágenes si sólo considera el analogon. En ese sentido, no hay realización de lo imaginario; lo más que puede hacerse es hablar de su objetivación. Además, no debes buscar el imaginario social en las películas porque éste está en otra parte: en la lectura que los espectadores hicieron cuando se apropiaron de las imágenes objetivadas. Y es que, tienes que concebir a los filmes como cosas materiales visitadas de vez en cuando (cada vez que los espectadores adoptan la actitud imaginante) por un irreal, esto es, el objeto filmado. Entonces, para desentrañar esas “visitas” (imágenes), debes preguntarles a quienes adoptaron una actitud imaginante ante las tramas cinematográficas; y no a las tramas mismas.
No pude argumentar nada para refutar su comentario. Quería decirle que si el mundo de la vida, que si el horizonte cultural, que si los indicios, que si los discursos, que si las hilachas, que si las muchachas… Pero ni una maldita palabra salió de mi boca. Me sumergí en una vorágine. Me limité a tomar el texto lleno de tachas y comentarios en rojo al margen, y a salir de su oficina completamente derrotada. Por el camino, considerando el tiempo que me quedaba para terminar mi trabajo, pensé en que quizá sería mejor hacer una labor meramente descriptiva, sin meterme en tantos rollos y en tantas danzas; sin tener que hacer entrevistas; sin tener que cambiar mi marco teórico, etc. Pero no, la Zihuatl aferrada se resistía. Así que decidí sacar fuerzas de mi flaqueza y enfrentar el reto que el Pablo me había lanzado. Mas no quería hacerlo a su manera; no estaba dispuesta a integrar una chamba que no había contemplado y que ya no alcanzaba a llevar a cabo. Por eso, me propuse trabajar en reforzar el argumento con el que lo enfrentaría. Sin embargo, la ráfaga de optimismo me duró muy poco. De inmediato volví a sentir el peso aplastante de la frustración y de la impotencia. Al tiempo, cansada de debatirme, opté por encaminar mis pasos rumbo a la carpintería de Don Rogelio, mi vecino. Pensé que quizá refugiándome en una amena charla, lograría salir de la depresión que me embargaba.
Cuando llegué al Pícaro aserrinado (que así se llama el negocio del buen Roger), intenté saludar como siempre, aparentando que no pasaba nada, pero de nada sirvió. El viejo lobo de mar percibió al instante mi estado de ánimo. «¿Qué le pasa a mi Zihuatzin?», preguntó cariñoso. Yo, sentada en el destartalado silloncito de la esquina, cual niña regañada, le platiqué lo que me había ocurrido. Don Rogelio soltó la carcajada y volteó a ver a los dos amigos que estaban tomándose un pulque con él, como buscando su aprobación. «¿Cómo ven al cuadrado lector de mi amiguita?», les preguntó. Don Aristo y el señor Ricardo menearon la cabeza desaprobando a Pablo y se unieron a la sonora carcajada de mi viejito consentido. Después de darse un respiro y de empinarse un generoso trago de pulque, éste último me dijo:
—No, mija, no te mortifiques tanto. Claro que puedes hacerle como habías pensado. No tienes que preguntarle a nadie aquello de lo que las películas mismas te pueden dar cuenta. ¿Pos qué al atolondrado ese de tu lector nadie le ha informado que toda obra discursiva intenta satisfacer un horizonte de expectativas? El cine no hace más que tratar alimentar la imaginación de sus espectadores y, para ello, ésta última le sirve de guía. ¿O no, Aristo?
El barbón despeinado que permanecía en la entrada agarrado de la cortina, como evitando que ésta se viniera abajo, le contestó:
—Así es Ro, la trama de todo discurso, llámese cinematográfico, literario o historiográfico, toma del saber-con-anterioridad de la acción sus rasgos éticos. Por eso, hay una conexión lógica de lo verosímil en él, que no puede separarse de las coacciones culturales de lo aceptable. En ese sentido, yo pienso que los contornos del criterio de lo convincente son los mismos que los del imaginario social.
—¡Ah! —interrumpió de pronto el señor Ricardo, quien estaba barnizando una puerta—, por eso hablas del «espectador implicado» en la obra.
—Ciertamente Richard —contestó aquél—, ¿luego, qué habías entendido?
—La mera verdad, no te había entendido ni “j” mi buen —dijo despreocupado éste, mientras dejaba la lata de barniz en el piso y se dirigía a tomar asiento a mi lado—. ¡Mira nomás! —me dijo—, hasta cuándo le vine a agarrar la onda al gruñón éste. Pero eso ya me había quedado claro desde que el Ro me platicó de la estrategia que siguieron los editores troyanos en la constitución de la Biblioteca Azul. Y sí, este par tiene razón al decir que lo que experimenta el espectador de la película, o el lector de la novela/Historia, debe construirse antes en la obra. Así que usted señorita —afirmó tomándome del hombro— tranquilamente puede preguntarle a las pelis por esas experiencias, sin necesidad de andarle preguntando a la gente. Mande a volar al fanfarrón ese que le dice que no se puede y tómese un pulquito con nosotros.
Ni tarda ni perezosa, tomé el tarro con la espumosa bebida que me ofrecía el Richard, al tiempo que le dirigía una mirada agradecida al Roger, el cual, bien supo corresponderme con un coqueto guiño.