Los habitantes de la Santa Provincia de Xalisco (como tuvo a bien nombrarla el franciscano Tello) siempre se caracterizaron por su impulso independentista con respecto de la ciudad de México, pero de poco les valió. En tiempos de la colonia, la corona favoreció (lo más probable es que sin quererlo) a los espíritus autónomos de aquéllos nuestros antepasados novogalaicos, pues decidió que se estableciera una Real Audiencia en el reino de la Nueva Galicia, teniendo como sede la ciudad de Guadalajara. No obstante, como bien es sabido, dicha audiencia estuvo supeditada a los designios de la Audiencia de México. Muchas son las historias que desde entonces se han sumado a la larga tradición del centralismo del que hemos sido víctimas los que nos tocó ser «provincianos» —como gustan llamarnos, un tanto despectivamente, los defeños—. Por ejemplo, durante mucho tiempo la historia nacional fue la historia de la ciudad de México, como si en el resto de la república no hubiera ocurrido absolutamente nada. Recuerdo que cuando era niña y veía en mis libros de texto las ruinas arqueológicas de Teotihuacan, me preguntaba por qué aquí no había semejantes cosotas. Con el tiempo, conocí las ruinas del Ixtepete y no pude evitar sentir un complejo de inferioridad. Tan insignificantes, tan sucias, tan descuidadas, tan rayadas, tan olvidadas. Nada del esplendor de aquéllas del centro. Afortunadamente, desde hace algunos años y gracias al trabajo de arqueólogos como Schöndube o Weigan, quienes vivimos en el occidente de México hemos aprendido a valorar la riqueza que existe en la diferencia. Cierto, no tenemos las grandezas del centro, pero contamos con otro tipo de vestigios culturales que no por ser menos voluminosos son menos grandes. Por otro lado, gracias a la labor de Murià y todo su equipo de historiadores, ahora contamos con una Historia de Jalisco en la que destacan personajes y situaciones de otras épocas que habían permanecido en la sombra porque nadie se había dignado a prestarles atención. Pero más allá de lo que cuentan las historias, se encuentra lo que nos toca vivir en la vida cotidiana a los que estamos lejos del D.F. Cuando niña, me parecía algo muy normal acompañar a mi madre a la ciudad de México para realizar algún trámite. Con el tiempo, esa cuestión se volvió menos frecuente. Por fortuna, en Guadalajara ya ha operado en gran medida la descentralización, y ahora podemos hacer casi de todo en «casa». Pero el meollo del asunto, radica en ese CASI. Hace algunos días México se vistió de gala para recibir a Silvio Rodríguez. Cuando me enteré que el clon de Martí vendría a mi país, casi me paraba de cabeza por la emoción. Pero ¡oh!, desilusión, resulta que no vendría a mi ciudad, ni a una cercana. Pero eso no me detuvo, como soy su fan número uno (je), hice circo, maroma y teatro para poder ir al Auditorio Nacional. Me monté en mi carrito destartalado y me lancé a la aventura. Toda una noche de conducir se convirtió en una noche de reflexión. No dejé de preguntarme ¿por qué? Me parecía inconcebible que tuviera que arriesgar el pellejo para verlo. ¿Por qué un tipo tan comprometido como Silvio no pensaba en la raza «pobretona» como yo? Cierto que traté de justificarlo: «es que…la lógica del capital, el sistema, la china Hilaria» —me decía—. Pero nada me satisfizo. También recordé que después de cinco años de no haberse presentado en público en un evento masivo, vino a Guadalajara para la FIL, cuando Cuba fue el país invitado. Pero cuando pensé en las escasas siete canciones que interpretó entonces, el gesto perdió su brillo. En fin, sólo la impotencia me quedó. Hice la rabieta de mi vida. No podía entender por qué mi ídolo le seguía el juego al centralismo. ¿Cuánto tiempo, esfuerzo, ilusión, empeño hace falta para que los tapatíos consigamos librarnos de nuestra dependencia del D.F.? Pensar que todos mis cuates —aquellos que gustan de las rolas del buen Silvio— se tuvieron que quedar y se perdieron de una excelente velada. En fin, no pretendo llevar a Silvio ante los tribunales. Quizá sólo necesito desahogarme por lo mal que me va volverme a encontrar con mi complejo de provinciana jodida. Lo cierto es que, con todo, el concierto no tuvo madre y hay que reconocerlo. El peligro que representó viajar en carretera —¡y por la libre!— en una carcacha, quedó en segundo plano cuando me llené los oídos y el alma de las canciones del Silvio. Mi ídolo no me decepcionó.
Salí de Guanatos el miércoles cuatro de mayo a las once de la noche. El camino fue delicioso, estuvo acompañado de una noche estrellada, silenciosa y nostálgica. Las rolas que iba entonando me acompañaban, y con ellas, Nonatí y Don Crispín también iban conmigo. El café no podía faltar; de vez en vez me detenía en alguna cachimba para volver a llenar mi termo. Cuántas imágenes traje a la memoria gracias al concurso de la línea blanca que las evocaba. Esa carretera que encierra tantas historias —propias y ajenas, pero tan mías estas últimas, cual si yo misma las hubiera vivido—, me hizo rememorar las largas charlas en familia que tocaban el tema de los avatares de los traileros. Pero también reviví aquellas tan preciadas vacaciones en las que me iba de viaje con mis hermanos. ¡Ah!, qué viejos tiempos. «Cómo se nos pasa la vida casi sin darnos cuenta» —pensé—. Cuando llegué al Estado de México se acabó mi momento nostálgico, ya que tenía que concentrarme en el camino. Quien haya manejado por aquellos lares sabrá de lo que hablo, y es que los conductores son medio atrabancados. Conforme me acercaba al D.F., el tránsito se hacía más pesado; había momentos en que iba literalmente a vuelta de rueda. Pese al sueño que me cargaba, tuve que abrir muy bien los ojos para buscar el Palacio de los Deportes, donde compraría mi entrada para el concierto. Después de unas cuantas vueltas a lo borras di con el mentado lugar, pero cuando me acerqué a la taquilla, me percaté de que ya no había boletos. Se me vino el mundo encima. No sabía qué hacer. «Eso me pasa por desidiosa» —me decía—. Pero como estamos en un país en que todo se puede siempre que encontremos la manera en cómo hacerle, un alma caritativa se compadeció de mí y me dijo: «es que sí se puede señorita, pero ¿cómo le hacemos?» (je). En fin, por una módica cantidad de más pude conseguir mi entrada. Como el concierto era hasta en la noche, aproveché el día y la vuelta para hacer algunos trámites que había aplazado. Por fin se llegó la hora. Llegué al Auditorio temprano por aquello de los imprevistos —y es que me cargo una suerte de perro—. Me senté a tomar una coca para hacer tiempo, y mientras, observé a la raza que iba llegando. Caí en cuenta de que yo era un bebé en comparación con los «betabeles» que tenía a mi alrededor. Es muy probable de que yo todavía ni naciera cuando ellos ya eran fervientes seguidores del Silvio. De pronto sentí como que mi presencia desentonaba ahí, así que decidí alejarme y busqué mi lugar dentro del auditorio. Al poco tiempo el malestar desapareció, pues la gente que iba entrando ya era mucho más diversa: había desde señoras encopetadas hasta chavos banda, también había niños, parejas, viejitos —de muy buen ver, je—, grupos de amigos, alguno que otro solitario, etc. Pero, eso sí, perfectamente distribuidos geográficamente, según su estrato social. A las ocho cuarenta comenzó la rechifla. La gente reclamaba la tardanza de diez minutos. Inmediatamente se apagaron las luces, cosa que agradecimos con un fuerte aplauso. Salieron al escenario los músicos de Cienfuegos seguidos del tan esperado Silvio. Los aplausos retumbaron en el recinto y lo hicieron vibrar. Sin mayor preámbulo —ni siquiera saludó— se aventó con la rola que abrió el concierto: Mi casa ha sido tomada por las flores. Así, sin que la publicidad o él mismo hicieran notar que venía a presentar su último disco, Cita con ángeles, me di cuenta de que así era. La única rola que no cantó de dicho álbum fue Qué se yo. La neta me encontré con un Silvio muy cansado, los años ya le pesan, pero se sigue entregando, y espero que lo siga haciendo hasta el final. Me enterneció escuchar dos que tres gallos que ya delataban la ansia —la ancianidad, digo—, y me llené de una profunda tristeza. ¿Por qué se acaban las cosas buenas chingao? Pero, poniendo atención al evento en general y no sólo a la estrella, me pareció muy chido el que los mexicanos se apropiaran del concierto, ¿cómo?, con los clásicos gritos: peticiones de rolas, confesiones de amor o de admiración, muchos agradecimientos surgieron de aquí y de allá, los ánimos no podían faltar. Había momentos —los más— en que me molestaban, y es que no dejaban escuchar nada. El Silvio se esforzaba por contarnos las historias de sus canciones y la raza no lo dejaba ni hablar, así que tuvo que pedirnos con toda la seriedad del mundo y de manera muy respetuosa que lo dejáramos hablar. Pero cuando lo hizo, mi molestia se transformó en admiración por ese público mexicano que se sabe expresar. Hasta extrañé el tan tradicional cácaro. La verdad, entendí la postura del Silvio, pero no pude evitar identificarme con la raza y verle el lado positivo a su actitud, y es que también era su concierto y querían involucrarse. La mayoría desconocía las nuevas rolas y se mostraban ansiosos por gritar aquellas otras —las antiguas, las de rigor, las clásicas— que sí se sabían. De tiempo en tiempo, y con cierto dejo de enfado, el Silvio los complacía. Pero a pesar de la hueva que le daba cantar lo que tanto ha cantado ya, se inventó una estrategia que me pareció excelente, y es que ¡se interpretaba a sí mismo! Nos sacaba de onda porque les cambiaba el tono y los tiempos a sus rolas y sólo una vez nos dejó cantar solos a coro un pedazo de Papalote, puesto que siempre tomó la batuta para hacer las modificaciones que le nacían en el momento. La verdad, mis respetos. Pero lo más chusco de la noche fue que, en un momento donde reinaba el silencio porque todos estábamos esperando que el Silvio nos contara qué pedo con la canción que venía a continuación, un cuate desesperado gritó «te amo Silvio» con todas sus fuerzas, a lo que el Silvio contestó: «Ay, joven, con eso no te puedo ayudar, ¿qué le vamos a hacer». Al unísono, las carcajadas de las diez mil almas que estábamos ahí se dejaron escuchar. Y a continuación le dedicó la siguiente pieza —Te doy una canción— que, según dijo, la hizo tan ambigua para que ese tipo de situaciones cupieran. Otra cosa que me pareció muy elogiable fue que, una vez terminada la tanda programada, se regresó cuantas veces lo requerimos —cinco para ser exactos—. No le importó que los del auditorio ya no apagaran las luces, siempre que su público lo pidió con gritos y con aplausos, el se regresó a complacerlo. La primera vez que regresó fue para cantar la tan solicitada Ojalá —para mi desagrado—, y quizá fue también la que interpretó con mayor pesar. La segunda vez, interpretó Sueño con serpientes, y con ello, me di por bien servida, porque han de saber que es una de mis favoritas. Así siguió hasta que cerró con Verónica del mar. Claro que me hizo falta escuchar Esta canción, pero no importa, el concierto en su conjunto me dejó con un buen sabor de boca y me dio fuerza para regresarme en ese momento a mi rancho grande, con todo y lo desvelada que andaba. Chavos, lo siento sinceramente por quien se lo perdió, esperemos que haya Silvio para rato.
Salí de Guanatos el miércoles cuatro de mayo a las once de la noche. El camino fue delicioso, estuvo acompañado de una noche estrellada, silenciosa y nostálgica. Las rolas que iba entonando me acompañaban, y con ellas, Nonatí y Don Crispín también iban conmigo. El café no podía faltar; de vez en vez me detenía en alguna cachimba para volver a llenar mi termo. Cuántas imágenes traje a la memoria gracias al concurso de la línea blanca que las evocaba. Esa carretera que encierra tantas historias —propias y ajenas, pero tan mías estas últimas, cual si yo misma las hubiera vivido—, me hizo rememorar las largas charlas en familia que tocaban el tema de los avatares de los traileros. Pero también reviví aquellas tan preciadas vacaciones en las que me iba de viaje con mis hermanos. ¡Ah!, qué viejos tiempos. «Cómo se nos pasa la vida casi sin darnos cuenta» —pensé—. Cuando llegué al Estado de México se acabó mi momento nostálgico, ya que tenía que concentrarme en el camino. Quien haya manejado por aquellos lares sabrá de lo que hablo, y es que los conductores son medio atrabancados. Conforme me acercaba al D.F., el tránsito se hacía más pesado; había momentos en que iba literalmente a vuelta de rueda. Pese al sueño que me cargaba, tuve que abrir muy bien los ojos para buscar el Palacio de los Deportes, donde compraría mi entrada para el concierto. Después de unas cuantas vueltas a lo borras di con el mentado lugar, pero cuando me acerqué a la taquilla, me percaté de que ya no había boletos. Se me vino el mundo encima. No sabía qué hacer. «Eso me pasa por desidiosa» —me decía—. Pero como estamos en un país en que todo se puede siempre que encontremos la manera en cómo hacerle, un alma caritativa se compadeció de mí y me dijo: «es que sí se puede señorita, pero ¿cómo le hacemos?» (je). En fin, por una módica cantidad de más pude conseguir mi entrada. Como el concierto era hasta en la noche, aproveché el día y la vuelta para hacer algunos trámites que había aplazado. Por fin se llegó la hora. Llegué al Auditorio temprano por aquello de los imprevistos —y es que me cargo una suerte de perro—. Me senté a tomar una coca para hacer tiempo, y mientras, observé a la raza que iba llegando. Caí en cuenta de que yo era un bebé en comparación con los «betabeles» que tenía a mi alrededor. Es muy probable de que yo todavía ni naciera cuando ellos ya eran fervientes seguidores del Silvio. De pronto sentí como que mi presencia desentonaba ahí, así que decidí alejarme y busqué mi lugar dentro del auditorio. Al poco tiempo el malestar desapareció, pues la gente que iba entrando ya era mucho más diversa: había desde señoras encopetadas hasta chavos banda, también había niños, parejas, viejitos —de muy buen ver, je—, grupos de amigos, alguno que otro solitario, etc. Pero, eso sí, perfectamente distribuidos geográficamente, según su estrato social. A las ocho cuarenta comenzó la rechifla. La gente reclamaba la tardanza de diez minutos. Inmediatamente se apagaron las luces, cosa que agradecimos con un fuerte aplauso. Salieron al escenario los músicos de Cienfuegos seguidos del tan esperado Silvio. Los aplausos retumbaron en el recinto y lo hicieron vibrar. Sin mayor preámbulo —ni siquiera saludó— se aventó con la rola que abrió el concierto: Mi casa ha sido tomada por las flores. Así, sin que la publicidad o él mismo hicieran notar que venía a presentar su último disco, Cita con ángeles, me di cuenta de que así era. La única rola que no cantó de dicho álbum fue Qué se yo. La neta me encontré con un Silvio muy cansado, los años ya le pesan, pero se sigue entregando, y espero que lo siga haciendo hasta el final. Me enterneció escuchar dos que tres gallos que ya delataban la ansia —la ancianidad, digo—, y me llené de una profunda tristeza. ¿Por qué se acaban las cosas buenas chingao? Pero, poniendo atención al evento en general y no sólo a la estrella, me pareció muy chido el que los mexicanos se apropiaran del concierto, ¿cómo?, con los clásicos gritos: peticiones de rolas, confesiones de amor o de admiración, muchos agradecimientos surgieron de aquí y de allá, los ánimos no podían faltar. Había momentos —los más— en que me molestaban, y es que no dejaban escuchar nada. El Silvio se esforzaba por contarnos las historias de sus canciones y la raza no lo dejaba ni hablar, así que tuvo que pedirnos con toda la seriedad del mundo y de manera muy respetuosa que lo dejáramos hablar. Pero cuando lo hizo, mi molestia se transformó en admiración por ese público mexicano que se sabe expresar. Hasta extrañé el tan tradicional cácaro. La verdad, entendí la postura del Silvio, pero no pude evitar identificarme con la raza y verle el lado positivo a su actitud, y es que también era su concierto y querían involucrarse. La mayoría desconocía las nuevas rolas y se mostraban ansiosos por gritar aquellas otras —las antiguas, las de rigor, las clásicas— que sí se sabían. De tiempo en tiempo, y con cierto dejo de enfado, el Silvio los complacía. Pero a pesar de la hueva que le daba cantar lo que tanto ha cantado ya, se inventó una estrategia que me pareció excelente, y es que ¡se interpretaba a sí mismo! Nos sacaba de onda porque les cambiaba el tono y los tiempos a sus rolas y sólo una vez nos dejó cantar solos a coro un pedazo de Papalote, puesto que siempre tomó la batuta para hacer las modificaciones que le nacían en el momento. La verdad, mis respetos. Pero lo más chusco de la noche fue que, en un momento donde reinaba el silencio porque todos estábamos esperando que el Silvio nos contara qué pedo con la canción que venía a continuación, un cuate desesperado gritó «te amo Silvio» con todas sus fuerzas, a lo que el Silvio contestó: «Ay, joven, con eso no te puedo ayudar, ¿qué le vamos a hacer». Al unísono, las carcajadas de las diez mil almas que estábamos ahí se dejaron escuchar. Y a continuación le dedicó la siguiente pieza —Te doy una canción— que, según dijo, la hizo tan ambigua para que ese tipo de situaciones cupieran. Otra cosa que me pareció muy elogiable fue que, una vez terminada la tanda programada, se regresó cuantas veces lo requerimos —cinco para ser exactos—. No le importó que los del auditorio ya no apagaran las luces, siempre que su público lo pidió con gritos y con aplausos, el se regresó a complacerlo. La primera vez que regresó fue para cantar la tan solicitada Ojalá —para mi desagrado—, y quizá fue también la que interpretó con mayor pesar. La segunda vez, interpretó Sueño con serpientes, y con ello, me di por bien servida, porque han de saber que es una de mis favoritas. Así siguió hasta que cerró con Verónica del mar. Claro que me hizo falta escuchar Esta canción, pero no importa, el concierto en su conjunto me dejó con un buen sabor de boca y me dio fuerza para regresarme en ese momento a mi rancho grande, con todo y lo desvelada que andaba. Chavos, lo siento sinceramente por quien se lo perdió, esperemos que haya Silvio para rato.
4 comentarios:
Ni me lo recuerdes, que nunca te perdonaré el haberte ido sin mí.
¿Tle inik?
Filósofo querido ya peróname.
¿Tle inik tikitoa? No lo sé, quizá porque lo criticas tanto.
Viéndola bien, que patético que el Silvio se canse de cantar. Es como si una guitarra se cansara de hacer su sonido, o un una campana de llamar a la oración.
Igual y pasando eso viene la personalidad que siempre le hemos negado a las cosas y a las personas no?
Si así fuera, mi pregunta sería, ¿y nosotros que aparentamos que oculta nuestras otras fasetas que obviamente tenemos?
Atte.
Mi medianoche es también mi mediodía
Chale medianoche, ahora sí que no le entendí su comentario (¿he entendido alguno?). Si no estoy mal, parece que dijera que el Silvio vino a cumplir un destino: cantar. Yo no lo veo así. Desde mi punto de vista, nadie está predestinado. Entonces, no podemos apelar a la esencia de éste o aquél: llámese esta esencia destino o personalidad, es decir, ya sea que la expliquemos en términos sobrenaturales o terrenales. Antes que ser una moneda con dos caras: la que enseña lo que "realmente" somos y la que sólo muestra una apariencia de nosotros, creo más bien que somos un mar de posibilidades, dependiendo del cristal con el que nos miremos.
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