viernes, mayo 13, 2005

Aguas con las clasificaciones

Últimamente he tenido que ver demasiado la tele. Resulta que mi tesis doctoral versa sobre un tema que toca al discurso cinematográfico y, por ello, me he tenido que fletar días enteros viendo películas —¡ah!, qué pena, ¿verdad?—. Pues déjenme decirles que a veces sí es una pena. Contrariamente a lo que algunos puedan pensar, en cuanto a que un trabajo tal resulta sumamente placentero, la verdad no lo es del todo. Lamentablemente, las delicias de ver cine se ven opacadas cuando se le «tiene» que ver como obligación. Además, cuando no se le observa con los ojos de quien se quiere abstraer de su realidad, o como un mero entretenimiento, sino con ojos de «analista», se torna muy pesado, pues en lugar de evadirse uno de la dura realidad, lo único que hace es complicarse más la existencia al tratar de encontrar nuevas vías de entenderla. En fin, esto parece un lamento cuando sólo quiere ser la descripción de una situación, a propósito de la cual, surgieron dos tipos de reflexiones emparentadas.

La primera tuvo lugar cuando me encontraba observando la película Enemigo público. El tema principal de dicho filme gira en torno a una pregunta que se traduce en el señalamiento de un riesgo: ¿Quién clasifica?, es decir, clasificar conlleva el riesgo del sesgo que puede cobrar el mero acto, debido a los intereses y las subjetividades de los encargados de hacerlo. En pocas palabras: «aguas con las clasificaciones». La trama habla de cómo el congreso de los Estados Unidos se encuentra a punto de aprobar una ley que permitirá al gobierno invadir la vida privada de los ciudadanos norteamericanos cuando así «se» juzgue necesario, supuestamente persiguiendo el bien de la nación. El problema es que lo impersonal de ese «se juzgue», no lo es tanto, y la película se encarga de relevar ese hecho. En un primer momento, nos invita a cuestionar quién es ese ente abstracto llamado «nación». La respuesta está papa: son «todos» sus ciudadanos. Pero el asunto se complica cuando nos ponemos a pensar —en parte gracias a las críticas que la esposa del héroe joven hace— en que no se trata de «todos», es más, ni siquiera de la mayoría. El meollo del asunto está en quién va a ser el juez, quién es el que va a decidir lo que es bueno o malo para la nación, desde dónde lo hará, qué intereses lo moverán, qué perseguirá y qué obtendrá al tomar tales o cuales decisiones. Así, resulta que «el bien de la nación» es sólo una idea que ronda en la cabecita de un puñado de pelados y peladas que ostentan el poder y que está fundada en su ideología. Pero esa «idea», al combinarse con el poder de los que la tienen, se convierte en un arma que aniquila a voluntad. Además, está la cuestión de quién va a juzgar a los jueces. De esta manera, la película destaca que no «se juzgaría» —así, impersonalmente— en caso se aprobarse la ley en cuestión; sino que fulanito, sutanito y menganito (valga aclarar que hablo en masculino sólo porque todos los personajes que aparecen en la película como los prospectos de jueces son hombres) son los que lo harían desde un lugar específico, movidos completamente por sus propias subjetividades. Ellos clasificarían a las personas en dos: las dignas de ser invadidas en su intimidad y las que no. No en balde, los enemigos de ese grupo en el poder se pusieron a temblar. ¿Se imaginan a cuántas cosas chuecas se prestaría una ley como la que pretendía el congreso? Y ni pensar en tremendo retroceso que hubiera dado esa sociedad de ficción en materia de libertad, pobres gringos, los hubieran dejado sin el último refugio al que pueden recurrir para ser ellos mismos —si es que algo como eso puede existir, je—. Lo que sí, es que las cifras de paranoicos y paranoicas se hubieran disparado. Qué gacho ha de ser saberse susceptible de ser vigilado en todo momento. Lo bueno es que la película tiene un final feliz (je), es decir, la ley no se aprueba, porque gracias a la participación de dos héroes que atacan a los malos con sus propias armas (esto es, vigilándolos), priva la cordura.

La segunda reflexión vino a mí cuando vi la película mexicana Horas de agonía. Quien haya visto ambas películas me dirá que no tienen que ver una con la otra, y tendrá razón. Las tramas son completamente distintas, pero no perdamos de vista que de lo que aquí se está hablando es de los riesgos que conllevan las clasificaciones. Pues bien, resulta que el canal de televisión por cable que para mi fortuna exhibió esta última película, suele ofrecer un tipo de clasificación. Las letras de nuestro alfabeto le sirven para tal efecto. Los mexicanos ya estamos familiarizados con dicha clasificación y algunas veces confiamos en ella con los ojos cerrados. Recuerdo que cuando era niña, Nonatí me permitía o me prohibía que viera una película, dependiendo de la letrita con la que se anunciara. Nunca osé poner en tela de juicio a la mentada clasificación. Nunca, hasta que vi Horas de agonía. Después de verla, me pareció increíble que se haya anunciado con la letra «A», esto es, apta para todo tipo de público (¡incluyendo a los niños!). Y es que la trama está repleta de actos violentos y morbosos. Por ejemplo, el personaje principal, una loca hija de otra que cojeaba de la misma pata, mata a dos tipos (uno que fue su amante y otro que estuvo a punto de serlo) y casi se avienta también al marido, pero éste la mata al saberla loca incurable y enseguida se suicida. Además, se sabe que la madre de Irene (que así se llama la protagonista) también estuvo loca, que se suicidó aventándose a la Barranca de los vientos, arrastrando en su caída a su esposo. En fin, no pude más que agradecer no haber visto esta película cuando niña. No obstante, es muy probable que dicho filme se haya clasificado en otro tiempo de forma diferente, no lo puedo asegurar, pero me parece que los paisajes y las situaciones descritas, cuando hablan de tiempos pasados, se van cubriendo de un halo de inmunidad, como si por hablar del pasado ya no nos afectara de la misma forma en el presente. Pero, ¿podemos apostar que así es? Yo no lo haría. Con todo, más vale abrir muy bien los ojos y no confiar en las clasificaciones. Quién sabe quién las hace, desde qué sitios y qué persiguen al hacerlas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

hola mi niña bonita......pues...que te digo....la verdad no soy muy bueno para la lectura....pero sabes?...por algo que si me interesa...no me cuesta nada....solo es tiempo....y aqui me tienes...pues....te veo como una chica muy analitica de las cosas, jajaja..y yo me decia asi...que analizo demasiado mis deberes de la vida como lo que me acontece a diario o a las personas en su forma de pensar...y sabes?..me rio de mi mismo, me refiero que me quedo demasiado corto a comparacion tuyo...y eso es muy bueno...yo contigo, llegariamos a ser unos filosofos muy prometedores..jijiji...ya en serio....si me ganas en todo...y sobre todo , te admiro en el tiempo que le dedicas a esto y la paciencia de plasmar todo lo que te acontece o se te viene a la mente que es demasiado y con unas precisiones muy profundas, que la verdad, despues de leer un parrafo tuyo, me da vueltas la cabeza y saco mas reacciones a tus (no encuentro la palabra adecuada) anotaciones o ideas....bueno..mi niña hermosa, estamos en contacto...tu angel de la guarda

Zihuatl dijo...

Angelito bonito, gracias por leer tantas burradas. Mi filósofo metódico.
Un besote.