sábado, septiembre 10, 2005

No estuve allí

Me ibas a contar algún día que te atemorizaba la presencia de esos seres y que, por eso, cuando estabas en la calle, oprimías mi mano con fuerza y apresurabas el paso, arrastrándome en tu empecinada carrera, o bien, cuando te refugiabas entre las paredes de tu hogar, querías espantarlos con el estruendoso ruido de tu viejo aparato de sonido, pero que, al no conseguirlo, te encabronabas tanto que querías matarme a golpes.

Te los encontrabas en cada esquina, aparentando aguardar el siga para continuar su rumbo. Estaban ahí sentados a la mesa de alguna fonda, fingiendo revisar el menú. Asomaban sus ojillos de serpiente por entre las cortinas de todos los sitios posibles. Atendían puestos de revistas, colocados, éstos últimos, estratégicamente en el camino por donde sabían que pasarías. Se subían a cantar a los camiones que abordabas. Te servían el jugo de betabel con zanahoria matutino en el mercado. Conducían los taxis que te llevaban a tu destino. Te observaban desde la tele. Vivían cerca de tu casa y, de vez en vez, la allanaban para revisar tu ropa interior. Todos: vendedores, zapateros, beatas, conductores, repartidores, transeúntes, actores, médicos, tenderos, fontaneros, policías, borrachos, curas, reporteros, burócratas, profes, abogados, carpinteros, hijos de vecino…. Todos ellos participaban en el juego que te controlaba. Algunos te perseguían, otros estaban de tu lado y te protegían de los malos. Pero ambos bandos te aterraban, por la simple y sencilla razón de que contaban tus pasos, te vigilaban, lo sabían todo de ti, hasta tus pensamientos, incluso los que todavía no llegaban a ser tales.

Sí, algún día me lo dirías. Lo harías cuando yo misma me librara del espanto al que me habías arrojado. Cuando tuviera oídos para escucharte. Cuando fuera capaz de comprenderte. Cuando estuviera allí, contigo, en ese mundo fantasmagórico que era tu realidad. Pero no estuve, no pude, no supe cómo. Tan aferrada estaba a mi propio cuadro ordenado, que no vi más allá. Antes bien, prefería marcar una línea divisoria entre tú y yo; una barrera que me mantuviera a una distancia segura. Y ahora que te has ido, me encuentro dándome de topes en las dunas de este desierto sin fronteras, tratando de convencerme de que, aunque no supe estar allí, tengo que reconciliarme con mi propia existencia y seguir en pie de lucha porque, a final de cuentas, yo sigo aquí y sigo sin comprenderte.

4 comentarios:

La Nieta dijo...

Hola Zihuatl,ah como me sale humo del coco con sus escritos.
No sé si logro entenderlos, pero cada que lo intento me queda una sensación de dolor en sus palabras.
Cosas que no se hicieron, pensamientos que no se expresaron, un aliento truncado y por consecuencia arrepentimiento.
Arroja tristeza o solo me la imagino, pero de igual forma se disfruta leerla.

Zihuatl dijo...

¿Qué tal Nieta?, antes que nada, como siempre, es un gusto saber de asté.

Por otro lado, me agrada saber que, aunque se queme el coco leyéndome, lo disfruta. Como le dije un día, lo de menos es lo que yo sienta al escribirlos ¿qué no? Sólo puedo decirle que, entre más hondo me sumerja, más impulso agarro, je.

Saludos

P.D. El camarón parece tragafuegos de esquina de tanta chamba que le he dado.

Anónimo dijo...

T e r a p i a . ¿Cómo te va con esta oyente benevolente?

Zihuatl dijo...

Ja,ja,ja. Ah, que mi filósofo. ¡Muy bien!, por lo menos no pretende psicoanalizarme...como "otros".