viernes, mayo 27, 2005

De serpientes y escaleras

Como saben, me encanta la rola del Silvio Sueño con serpientes. La letra habla de un sueño del Silvio acerca de unas serpientes de mar, una de las cuales lo quiere tragar, él la mata, pero le aparece otra mayor. Siempre que la escucho me hace pensar en una de mis serpientes personales: la depresión. Y es que este monstruo actúa de la misma manera que la serpiente marina contra la que el Silvio lucha en su sueño. Todos los días de mi vida me debato con ella, no quiero que me trague. En muchas ocasiones la venzo, la mato, pero a la siguiente vez, ella resurge con mayor fuerza. Así que mi vida transcurre como en un juego que los mexicanos conocemos como Serpientes y escaleras. Cuando la serpiente me traga, me hace descender a las profundidades, me hace caer muy bajo; pero cuando mi voluntad le gana, cuando la asesino, es como encontrarme con una escalera en el camino, que me lleva de nuevo a la cima. ¡Ah!, qué trancazos nos damos.

El problema que yo misma le veo a esa lectura es que trato a la serpiente —depresión—, como un ser que tiene vida propia, que me trasciende. Sé que no es así. Sé que es una creación mía y que su fuerza la obtiene de mí misma. Cuánta razón tenía el Marx cuando hablaba de la alienación a la que nos sometemos todos los seres humanos, que vamos creando cosas a las que luego nos sometemos cual si fuésemos sus esclavos. El problema es que no basta saber que así son las cosas para cambiarlas. La prueba es que Marx denunció ese hecho hace más de dos siglos, y el capitalismo sigue viento en popa, creando a sus autómatas que se esclavizan a las cosas materiales. ¿Qué se requiere para cambiar tal estado de cosas?, ¿es sólo cuestión de voluntad? No lo creo. No somos entes aislados y en completa libertad. Estamos inmersos en un mundo de reglas que nos trascienden y nos limitan. No sólo en nuestras acciones, sino también en lo que se supone tenemos de más individual: nuestros pensamientos y sentimientos. Pero tampoco somos plumitas que se mueven al ritmo que soplan los vientos sociales. Somos —en nuestra calidad de actores— los constructores de esas reglas, pero además, muchas veces creamos cárceles adicionales a las que se nos imponen desde “fuera”. Nos volvemos presos de nuestras propias cabezas. Entonces, ¿cómo conseguimos romper las cadenas? Papá Freud nos ofreció una alternativa que hoy en día, merced a los juegos políticos, se ha tergiversado. Mientras que Freud pensaba en que nosotros mismos teníamos las respuestas que necesitábamos y que bastaba echarnos un clavado a nuestro interior, hoy en día el psicoanalista se ha convertido en el sabio que se pretende poseedor de nuestras verdades. ¿Pos así cómo? Pero la historia no paró ahí. Lacan llegó para reclamarle a Freud sus fantasías y para hacernos ver cómo es que no hay una verdad —ni en nuestro interior— única. No hay respuestas que tengamos que descubrir. Las respuestas las construimos, no son un a priori que luego se nos esconde en el inconsciente. Pero hay un chorro de trabajo que media entre el crear algo y luego creerlo. Qué fácil fuera todo si el mundo de la vida cotidiana se asemejara a un gran manicomio en el que cada uno fuera lo que cree ser. ¡Nombre!, pos nada me costaría ser superwoman. Así, ¿qué me haría la depresión? Pero no es tan sencillo, hay que darle duro y tupido si es que uno quiere ser diferente. No me queda más que seguir luchando, hasta que las condiciones estén dadas para que pueda matar definitivamente a mi serpiente. Y miren que ya hasta me pesa. Como que le he agarrado cariño, je.

miércoles, mayo 25, 2005

Un dilema no tan minúsculo

Como saben, últimamente he tenido que recetarme muchas horas televisivas, y aunque en ocasiones me resulta fastidioso, hay veces en las que, paradójicamente, dejar oxidarse mi cerebro ante la alienante caja negra es de suma utilidad. El otro día (uno de esos en los que cambias de canal a tontas y a locas porque estás aburrido), me encontré un programa interesante en A&E Mundo. Se trataba de los niños hiperactivos y del dilema de medicarlos —o no— mediante una «exitosa» droga llamada Ritalín. Pues bien, en dicho programa se expusieron los argumentos sostenidos por dos corrientes de pensamiento contrarias. Médicos y padres hablaron sobre las experiencias que tenían desde su propio campo de acción y sobre la manera en que concebían el problema. En la confrontación de ideas salieron a relucir posturas a favor y en contra de la medicación. Desde las primeras, se hablaba de la conveniencia de medicar a este tipo de niños; mientras que desde las segundas, se hacía referencia a los inconvenientes morales, éticos y hasta físicos, que conllevaba el hacerlo.

Las posturas a favor
Los médicos (psiquiatras en su mayoría), argumentaron que los avances de la “ciencia” validaban la medicación de los niños en estas condiciones. Dichos personajes señalaron que el Ritalín tenía sesenta años de aplicación en seres humanos y que eso permitía probar su efectividad pues, a lo largo de ese tiempo, la mencionada droga se había venido modificando, adecuando y perfeccionando, salvando con ello los inconvenientes que se fueron encontrando a lo largo de su historia. Según ellos, más valía tener seres humanos «sanos» y «normales» aunque para ello hubiera que medicarlos. Pero, desde mi punto de vista, se les olvido considerar que las concepciones de la salud y de la normalidad varían a través del tiempo y del espacio. Y es que las trataron como categorías eternas e inmutables, como si nuestros antepasados hubieran hablado de las mismas cosas que nosotros cuando se refirieron a la salud y a la normalidad, o como si aquí y en China esas palabras significaran lo mismo. Así, se limitaron a justificar la bondad de los avances de la ciencia —de la psiquiatría en particular—, con base en los requerimientos de una sociedad: la norteamericana actual, con todas sus especificidades, sin llegar a cuestionar el por qué de esos requerimientos. Con ello, legitimaron el curso de un «mundo desbocado» (como diría el buen Giddens) que en su loca carrera se ha llevado entre las patas a unos niños que, sin deberla ni tenerla, tienen que pagar los platos rotos. Ahora se crucifica a los niños por «inadaptados»; por tener «problemas de comportamiento» (como si ese comportamiento fuera sólo uno válido en todo momento y lugar, como si fuera algo “natural”); por «hiperactivos» y contravenir las órdenes de los adultos “normales” (padres y maestros que tratan con ellos regularmente); por tener problemas para adaptarse a las reglas impuestas por la sociedad ya que aprenden lento, no cumplen con sus obligaciones, son irrespetuosos, desobedientes, respondones, en fin, malos, y al serlo, ponen en peligro el tan preciado orden que esas reglas están salvaguardando. Pero hay que poner atención al tipo de “orden” que se está defendiendo, ya que nos podemos encontrar con algunas sorpresitas. ¿Acaso el estilo de vida actual no es lo suficientemente estresante como para que sea él mismo el que esté produciendo a sus «anormales»?, ¿ese es el orden que queremos?, ¿nuestros niños tienen la obligación de embarcarse en esta locura si es que quieren ser considerados normales? Lo que yo les diría a estos psiquiatras que tienen una fe ciega en los “avances” que la química ha conseguido con la fabricación de medicamentos tan novedosos y que prometen tanto, es que la ciencia no es buena en sí misma, que tienen que cuestionar al orden que están legitimando y de paso preocuparse por las personas que crucifican con su hacer.

Por su parte, los padres que se mostraron a favor de la medicación, confesaron que, en un primer momento, se enfrentaron al conflicto moral que representaba tomar la decisión de medicar a sus peques. No obstante, el discurso de la psiquiatría los convenció porque ya habían comprobado la efectividad de los medicamentos. Sostienen que no quieren que sus hijos sufran al enfrentarse a un mundo que los rechace por «inadaptados»; que quieren la felicidad para sus hijos, y creen que siendo «normales», como cualquier otro niño, la van a obtener. Pero hablan como si la felicidad radicara en la privación de la libertad de elección, en pro del bien común. Desde mi punto de vista, estos padres no toman en cuenta el cuestionamiento que lanzan sus crías. No se dan cuenta de que esas criaturas no aceptan la realidad que les tocó vivir porque es muy agresiva. En realidad, lo que esos niños le están pidiendo a sus padres es cariño, tiempo de calidad, y protección. Pero ellos no alcanzan a captar el mensaje. Creen que dándoles una pastillita van a llenar el vacío que dejan en sus hijos por irse a trabajar, a tomar la copa, o a cumplir los múltiples compromisos que tienen (dado el estilo de vida actual). Con esta afirmación, no pongo en duda el hecho de que esos chiquitos sufran al ser tratados como retardados, como locos o como raros. Así es, no sólo con los maestros, sino también con los demás niños (quienes pueden llegar a ser muy crueles). Imaginemos, por ejemplo, la impotencia de un niño que, al no aprender a leer con la misma rapidez que el resto de sus compañeros, es objeto de burlas y rechazos por parte de éstos. No obstante, so pretexto de aliviar ese dolor, puede uno llegar a ¡hacerlos responsables de su condición!, y con ello, legitimar unas reglas excluyentes, y las actitudes que, con base en esas reglas, pueden estar negando la condición humana del «otro», del diferente.

Las posturas en contra
Los médicos (y otros que más bien les da por la filosofía), estudiosos del fenómeno, hicieron una denuncia. Señalaron que la decisión de medicar a los niños hiperactivos, respondía a los intereses y necesidades de una sociedad «normal», que no se preocupaba por lo que los propios niños opinaban. Desde su punto de vista, los que se quejaban por la situación no eran los niños considerados «problema», sino los padres, los maestros, y el resto de la sociedad «normal». En consecuencia, decían que lo que la ciencia médica hace, es tratar de cubrir esas necesidades, sin preguntarles a los peques lo que quieren.

De otro lado, están los padres, quienes, imposibilitados moralmente para decidirse a medicar a sus hijos (porque el amor pudo más), buscaron otras alternativas para enfrentar el problema. La decisión que tomaron (el dedicarles más tiempo a sus hijos), le propició más chamba, pero no le sacaron. Tomaron de las manos a sus hijos y se pusieron a trabajar con ellos, incluyéndolos. Se mostraron reticentes a tener fe ciega en la ciencia y decidieron responsabilizarse ellos mismos de sus problemas.

Ustedes notarán la gran diferencia del espacio que ocupa el relato del argumento de unos y otros. Pero, en este caso, la cantidad no es signo de importancia. Por supuesto que estoy del lado de quien se niega a medicar a unos bebos inocentes, por eso no tengo más palabras que agregar a sus argumentos. Ustedes disculparan. Ya me siento madre de Sebastián y eso me hace opinar con la fuerza de quien ya tiene hijos. Los niños nos mandan mensajes. No hay que desatenderlos. Y me lo digo a mí misma…como una enseñanza.

viernes, mayo 13, 2005

Aguas con las clasificaciones

Últimamente he tenido que ver demasiado la tele. Resulta que mi tesis doctoral versa sobre un tema que toca al discurso cinematográfico y, por ello, me he tenido que fletar días enteros viendo películas —¡ah!, qué pena, ¿verdad?—. Pues déjenme decirles que a veces sí es una pena. Contrariamente a lo que algunos puedan pensar, en cuanto a que un trabajo tal resulta sumamente placentero, la verdad no lo es del todo. Lamentablemente, las delicias de ver cine se ven opacadas cuando se le «tiene» que ver como obligación. Además, cuando no se le observa con los ojos de quien se quiere abstraer de su realidad, o como un mero entretenimiento, sino con ojos de «analista», se torna muy pesado, pues en lugar de evadirse uno de la dura realidad, lo único que hace es complicarse más la existencia al tratar de encontrar nuevas vías de entenderla. En fin, esto parece un lamento cuando sólo quiere ser la descripción de una situación, a propósito de la cual, surgieron dos tipos de reflexiones emparentadas.

La primera tuvo lugar cuando me encontraba observando la película Enemigo público. El tema principal de dicho filme gira en torno a una pregunta que se traduce en el señalamiento de un riesgo: ¿Quién clasifica?, es decir, clasificar conlleva el riesgo del sesgo que puede cobrar el mero acto, debido a los intereses y las subjetividades de los encargados de hacerlo. En pocas palabras: «aguas con las clasificaciones». La trama habla de cómo el congreso de los Estados Unidos se encuentra a punto de aprobar una ley que permitirá al gobierno invadir la vida privada de los ciudadanos norteamericanos cuando así «se» juzgue necesario, supuestamente persiguiendo el bien de la nación. El problema es que lo impersonal de ese «se juzgue», no lo es tanto, y la película se encarga de relevar ese hecho. En un primer momento, nos invita a cuestionar quién es ese ente abstracto llamado «nación». La respuesta está papa: son «todos» sus ciudadanos. Pero el asunto se complica cuando nos ponemos a pensar —en parte gracias a las críticas que la esposa del héroe joven hace— en que no se trata de «todos», es más, ni siquiera de la mayoría. El meollo del asunto está en quién va a ser el juez, quién es el que va a decidir lo que es bueno o malo para la nación, desde dónde lo hará, qué intereses lo moverán, qué perseguirá y qué obtendrá al tomar tales o cuales decisiones. Así, resulta que «el bien de la nación» es sólo una idea que ronda en la cabecita de un puñado de pelados y peladas que ostentan el poder y que está fundada en su ideología. Pero esa «idea», al combinarse con el poder de los que la tienen, se convierte en un arma que aniquila a voluntad. Además, está la cuestión de quién va a juzgar a los jueces. De esta manera, la película destaca que no «se juzgaría» —así, impersonalmente— en caso se aprobarse la ley en cuestión; sino que fulanito, sutanito y menganito (valga aclarar que hablo en masculino sólo porque todos los personajes que aparecen en la película como los prospectos de jueces son hombres) son los que lo harían desde un lugar específico, movidos completamente por sus propias subjetividades. Ellos clasificarían a las personas en dos: las dignas de ser invadidas en su intimidad y las que no. No en balde, los enemigos de ese grupo en el poder se pusieron a temblar. ¿Se imaginan a cuántas cosas chuecas se prestaría una ley como la que pretendía el congreso? Y ni pensar en tremendo retroceso que hubiera dado esa sociedad de ficción en materia de libertad, pobres gringos, los hubieran dejado sin el último refugio al que pueden recurrir para ser ellos mismos —si es que algo como eso puede existir, je—. Lo que sí, es que las cifras de paranoicos y paranoicas se hubieran disparado. Qué gacho ha de ser saberse susceptible de ser vigilado en todo momento. Lo bueno es que la película tiene un final feliz (je), es decir, la ley no se aprueba, porque gracias a la participación de dos héroes que atacan a los malos con sus propias armas (esto es, vigilándolos), priva la cordura.

La segunda reflexión vino a mí cuando vi la película mexicana Horas de agonía. Quien haya visto ambas películas me dirá que no tienen que ver una con la otra, y tendrá razón. Las tramas son completamente distintas, pero no perdamos de vista que de lo que aquí se está hablando es de los riesgos que conllevan las clasificaciones. Pues bien, resulta que el canal de televisión por cable que para mi fortuna exhibió esta última película, suele ofrecer un tipo de clasificación. Las letras de nuestro alfabeto le sirven para tal efecto. Los mexicanos ya estamos familiarizados con dicha clasificación y algunas veces confiamos en ella con los ojos cerrados. Recuerdo que cuando era niña, Nonatí me permitía o me prohibía que viera una película, dependiendo de la letrita con la que se anunciara. Nunca osé poner en tela de juicio a la mentada clasificación. Nunca, hasta que vi Horas de agonía. Después de verla, me pareció increíble que se haya anunciado con la letra «A», esto es, apta para todo tipo de público (¡incluyendo a los niños!). Y es que la trama está repleta de actos violentos y morbosos. Por ejemplo, el personaje principal, una loca hija de otra que cojeaba de la misma pata, mata a dos tipos (uno que fue su amante y otro que estuvo a punto de serlo) y casi se avienta también al marido, pero éste la mata al saberla loca incurable y enseguida se suicida. Además, se sabe que la madre de Irene (que así se llama la protagonista) también estuvo loca, que se suicidó aventándose a la Barranca de los vientos, arrastrando en su caída a su esposo. En fin, no pude más que agradecer no haber visto esta película cuando niña. No obstante, es muy probable que dicho filme se haya clasificado en otro tiempo de forma diferente, no lo puedo asegurar, pero me parece que los paisajes y las situaciones descritas, cuando hablan de tiempos pasados, se van cubriendo de un halo de inmunidad, como si por hablar del pasado ya no nos afectara de la misma forma en el presente. Pero, ¿podemos apostar que así es? Yo no lo haría. Con todo, más vale abrir muy bien los ojos y no confiar en las clasificaciones. Quién sabe quién las hace, desde qué sitios y qué persiguen al hacerlas.

martes, mayo 10, 2005

Ah que los complejos…

Los habitantes de la Santa Provincia de Xalisco (como tuvo a bien nombrarla el franciscano Tello) siempre se caracterizaron por su impulso independentista con respecto de la ciudad de México, pero de poco les valió. En tiempos de la colonia, la corona favoreció (lo más probable es que sin quererlo) a los espíritus autónomos de aquéllos nuestros antepasados novogalaicos, pues decidió que se estableciera una Real Audiencia en el reino de la Nueva Galicia, teniendo como sede la ciudad de Guadalajara. No obstante, como bien es sabido, dicha audiencia estuvo supeditada a los designios de la Audiencia de México. Muchas son las historias que desde entonces se han sumado a la larga tradición del centralismo del que hemos sido víctimas los que nos tocó ser «provincianos» —como gustan llamarnos, un tanto despectivamente, los defeños—. Por ejemplo, durante mucho tiempo la historia nacional fue la historia de la ciudad de México, como si en el resto de la república no hubiera ocurrido absolutamente nada. Recuerdo que cuando era niña y veía en mis libros de texto las ruinas arqueológicas de Teotihuacan, me preguntaba por qué aquí no había semejantes cosotas. Con el tiempo, conocí las ruinas del Ixtepete y no pude evitar sentir un complejo de inferioridad. Tan insignificantes, tan sucias, tan descuidadas, tan rayadas, tan olvidadas. Nada del esplendor de aquéllas del centro. Afortunadamente, desde hace algunos años y gracias al trabajo de arqueólogos como Schöndube o Weigan, quienes vivimos en el occidente de México hemos aprendido a valorar la riqueza que existe en la diferencia. Cierto, no tenemos las grandezas del centro, pero contamos con otro tipo de vestigios culturales que no por ser menos voluminosos son menos grandes. Por otro lado, gracias a la labor de Murià y todo su equipo de historiadores, ahora contamos con una Historia de Jalisco en la que destacan personajes y situaciones de otras épocas que habían permanecido en la sombra porque nadie se había dignado a prestarles atención. Pero más allá de lo que cuentan las historias, se encuentra lo que nos toca vivir en la vida cotidiana a los que estamos lejos del D.F. Cuando niña, me parecía algo muy normal acompañar a mi madre a la ciudad de México para realizar algún trámite. Con el tiempo, esa cuestión se volvió menos frecuente. Por fortuna, en Guadalajara ya ha operado en gran medida la descentralización, y ahora podemos hacer casi de todo en «casa». Pero el meollo del asunto, radica en ese CASI. Hace algunos días México se vistió de gala para recibir a Silvio Rodríguez. Cuando me enteré que el clon de Martí vendría a mi país, casi me paraba de cabeza por la emoción. Pero ¡oh!, desilusión, resulta que no vendría a mi ciudad, ni a una cercana. Pero eso no me detuvo, como soy su fan número uno (je), hice circo, maroma y teatro para poder ir al Auditorio Nacional. Me monté en mi carrito destartalado y me lancé a la aventura. Toda una noche de conducir se convirtió en una noche de reflexión. No dejé de preguntarme ¿por qué? Me parecía inconcebible que tuviera que arriesgar el pellejo para verlo. ¿Por qué un tipo tan comprometido como Silvio no pensaba en la raza «pobretona» como yo? Cierto que traté de justificarlo: «es que…la lógica del capital, el sistema, la china Hilaria» —me decía—. Pero nada me satisfizo. También recordé que después de cinco años de no haberse presentado en público en un evento masivo, vino a Guadalajara para la FIL, cuando Cuba fue el país invitado. Pero cuando pensé en las escasas siete canciones que interpretó entonces, el gesto perdió su brillo. En fin, sólo la impotencia me quedó. Hice la rabieta de mi vida. No podía entender por qué mi ídolo le seguía el juego al centralismo. ¿Cuánto tiempo, esfuerzo, ilusión, empeño hace falta para que los tapatíos consigamos librarnos de nuestra dependencia del D.F.? Pensar que todos mis cuates —aquellos que gustan de las rolas del buen Silvio— se tuvieron que quedar y se perdieron de una excelente velada. En fin, no pretendo llevar a Silvio ante los tribunales. Quizá sólo necesito desahogarme por lo mal que me va volverme a encontrar con mi complejo de provinciana jodida. Lo cierto es que, con todo, el concierto no tuvo madre y hay que reconocerlo. El peligro que representó viajar en carretera —¡y por la libre!— en una carcacha, quedó en segundo plano cuando me llené los oídos y el alma de las canciones del Silvio. Mi ídolo no me decepcionó.

Salí de Guanatos el miércoles cuatro de mayo a las once de la noche. El camino fue delicioso, estuvo acompañado de una noche estrellada, silenciosa y nostálgica. Las rolas que iba entonando me acompañaban, y con ellas, Nonatí y Don Crispín también iban conmigo. El café no podía faltar; de vez en vez me detenía en alguna cachimba para volver a llenar mi termo. Cuántas imágenes traje a la memoria gracias al concurso de la línea blanca que las evocaba. Esa carretera que encierra tantas historias —propias y ajenas, pero tan mías estas últimas, cual si yo misma las hubiera vivido—, me hizo rememorar las largas charlas en familia que tocaban el tema de los avatares de los traileros. Pero también reviví aquellas tan preciadas vacaciones en las que me iba de viaje con mis hermanos. ¡Ah!, qué viejos tiempos. «Cómo se nos pasa la vida casi sin darnos cuenta» —pensé—. Cuando llegué al Estado de México se acabó mi momento nostálgico, ya que tenía que concentrarme en el camino. Quien haya manejado por aquellos lares sabrá de lo que hablo, y es que los conductores son medio atrabancados. Conforme me acercaba al D.F., el tránsito se hacía más pesado; había momentos en que iba literalmente a vuelta de rueda. Pese al sueño que me cargaba, tuve que abrir muy bien los ojos para buscar el Palacio de los Deportes, donde compraría mi entrada para el concierto. Después de unas cuantas vueltas a lo borras di con el mentado lugar, pero cuando me acerqué a la taquilla, me percaté de que ya no había boletos. Se me vino el mundo encima. No sabía qué hacer. «Eso me pasa por desidiosa» —me decía—. Pero como estamos en un país en que todo se puede siempre que encontremos la manera en cómo hacerle, un alma caritativa se compadeció de mí y me dijo: «es que sí se puede señorita, pero ¿cómo le hacemos?» (je). En fin, por una módica cantidad de más pude conseguir mi entrada. Como el concierto era hasta en la noche, aproveché el día y la vuelta para hacer algunos trámites que había aplazado. Por fin se llegó la hora. Llegué al Auditorio temprano por aquello de los imprevistos —y es que me cargo una suerte de perro—. Me senté a tomar una coca para hacer tiempo, y mientras, observé a la raza que iba llegando. Caí en cuenta de que yo era un bebé en comparación con los «betabeles» que tenía a mi alrededor. Es muy probable de que yo todavía ni naciera cuando ellos ya eran fervientes seguidores del Silvio. De pronto sentí como que mi presencia desentonaba ahí, así que decidí alejarme y busqué mi lugar dentro del auditorio. Al poco tiempo el malestar desapareció, pues la gente que iba entrando ya era mucho más diversa: había desde señoras encopetadas hasta chavos banda, también había niños, parejas, viejitos —de muy buen ver, je—, grupos de amigos, alguno que otro solitario, etc. Pero, eso sí, perfectamente distribuidos geográficamente, según su estrato social. A las ocho cuarenta comenzó la rechifla. La gente reclamaba la tardanza de diez minutos. Inmediatamente se apagaron las luces, cosa que agradecimos con un fuerte aplauso. Salieron al escenario los músicos de Cienfuegos seguidos del tan esperado Silvio. Los aplausos retumbaron en el recinto y lo hicieron vibrar. Sin mayor preámbulo —ni siquiera saludó— se aventó con la rola que abrió el concierto: Mi casa ha sido tomada por las flores. Así, sin que la publicidad o él mismo hicieran notar que venía a presentar su último disco, Cita con ángeles, me di cuenta de que así era. La única rola que no cantó de dicho álbum fue Qué se yo. La neta me encontré con un Silvio muy cansado, los años ya le pesan, pero se sigue entregando, y espero que lo siga haciendo hasta el final. Me enterneció escuchar dos que tres gallos que ya delataban la ansia —la ancianidad, digo—, y me llené de una profunda tristeza. ¿Por qué se acaban las cosas buenas chingao? Pero, poniendo atención al evento en general y no sólo a la estrella, me pareció muy chido el que los mexicanos se apropiaran del concierto, ¿cómo?, con los clásicos gritos: peticiones de rolas, confesiones de amor o de admiración, muchos agradecimientos surgieron de aquí y de allá, los ánimos no podían faltar. Había momentos —los más— en que me molestaban, y es que no dejaban escuchar nada. El Silvio se esforzaba por contarnos las historias de sus canciones y la raza no lo dejaba ni hablar, así que tuvo que pedirnos con toda la seriedad del mundo y de manera muy respetuosa que lo dejáramos hablar. Pero cuando lo hizo, mi molestia se transformó en admiración por ese público mexicano que se sabe expresar. Hasta extrañé el tan tradicional cácaro. La verdad, entendí la postura del Silvio, pero no pude evitar identificarme con la raza y verle el lado positivo a su actitud, y es que también era su concierto y querían involucrarse. La mayoría desconocía las nuevas rolas y se mostraban ansiosos por gritar aquellas otras —las antiguas, las de rigor, las clásicas— que sí se sabían. De tiempo en tiempo, y con cierto dejo de enfado, el Silvio los complacía. Pero a pesar de la hueva que le daba cantar lo que tanto ha cantado ya, se inventó una estrategia que me pareció excelente, y es que ¡se interpretaba a sí mismo! Nos sacaba de onda porque les cambiaba el tono y los tiempos a sus rolas y sólo una vez nos dejó cantar solos a coro un pedazo de Papalote, puesto que siempre tomó la batuta para hacer las modificaciones que le nacían en el momento. La verdad, mis respetos. Pero lo más chusco de la noche fue que, en un momento donde reinaba el silencio porque todos estábamos esperando que el Silvio nos contara qué pedo con la canción que venía a continuación, un cuate desesperado gritó «te amo Silvio» con todas sus fuerzas, a lo que el Silvio contestó: «Ay, joven, con eso no te puedo ayudar, ¿qué le vamos a hacer». Al unísono, las carcajadas de las diez mil almas que estábamos ahí se dejaron escuchar. Y a continuación le dedicó la siguiente pieza —Te doy una canción— que, según dijo, la hizo tan ambigua para que ese tipo de situaciones cupieran. Otra cosa que me pareció muy elogiable fue que, una vez terminada la tanda programada, se regresó cuantas veces lo requerimos —cinco para ser exactos—. No le importó que los del auditorio ya no apagaran las luces, siempre que su público lo pidió con gritos y con aplausos, el se regresó a complacerlo. La primera vez que regresó fue para cantar la tan solicitada Ojalá —para mi desagrado—, y quizá fue también la que interpretó con mayor pesar. La segunda vez, interpretó Sueño con serpientes, y con ello, me di por bien servida, porque han de saber que es una de mis favoritas. Así siguió hasta que cerró con Verónica del mar. Claro que me hizo falta escuchar Esta canción, pero no importa, el concierto en su conjunto me dejó con un buen sabor de boca y me dio fuerza para regresarme en ese momento a mi rancho grande, con todo y lo desvelada que andaba. Chavos, lo siento sinceramente por quien se lo perdió, esperemos que haya Silvio para rato.