jueves, septiembre 29, 2005

Alármala de tos

No cabe duda que todo tipo de experiencias, cuando pueden ser contadas, son muy fregonas. Alguien podrá decirme «no manches, el que podamos relatar algo, aunque significa que sigamos aquí, no quiere decir que estemos bien», y tendrá razón. Pero ¿quién puede decir que está bien? Este circo no se trata de otra cosa más que de sortear dificultades. Sí, hay muchos corazones desinflados, infinidad de cabecitas traumadas, multitud de cuerpos maltrechos, cantidad de bolsillos desfalcados, pero siguen dando la función, ¿qué no? Somos productos sin garantía, aceptémoslo. Nuestro fabricante —quien quiera que sea— no meterá las manos al fuego por nosotros. Fuimos echados al mundo para forjarnos en batallas constantes, pero lo que está en juego en dichos encuentros no es la felicidad, la estabilidad, el bienestar, o todas las cosas deseables que se puedan imaginar. No, venimos aquí para ser y para estar (qué bonito verbo), en las buenas y en las malas, con altibajos, con éxitos y con fracasos. Todo ello nos da forma y nos enriquece. Por eso, me encanta acumular experiencias en mi haber, independientemente de que éstas sean placenteras o dolorosas. Algunos me tachan de loca cuando me regodeo en el fango, mas no me importa. Así soy ¿y qué?

Voy a la caza de eventos nuevos. Me gusta conocer personas, saber de sus vidas, compartir visiones. No la gente —así, en abstracto—, no. No el montón de hormigas que pasan a mi lado sin mirarme, sino los seres de carne y hueso que están dispuestos a interactuar conmigo. Quizá por eso, no dudo en darle un aventón a un desconocido o en detenerme a platicar en la calle con alguien que jamás he visto en la vida. Nonatí me regañaba por ser así. En su opinión, me exponía. Y es cierto, me expongo. Mas no utilizo aquí esa expresión sólo en su connotación negativa, porque, además del peligro, creo que también me expongo al aprendizaje. Por tal motivo, me rehúso a ser presa de la paranoia. No quiero llegar a ser como esas personas que no le dan ni la hora a los demás en la calle por temor a ser dañadas. Ustedes dirán «es fácil opinar así cuando no se ha sido víctima de algún atropello». Ciertamente, es más sencillo. Si en nuestro pasado no hay nada que nos haya enseñado a tener miedo a ciertas situaciones, no sabemos sentirlo a priori (a menos que tengamos la extraña capacidad de experimentar en cabeza ajena). Hasta hace unos días, yo me podía jactar de ello. Era de una de esas a las que las historias de atracos y vejaciones en la vía pública le resultaban ajenas. Claro que me han dejado en calzones —literalmente—, y no me refiero a que me hayan despojado de mis ropas en algún juego erótico, sino a que me las han robado. Pero quien lo haya hecho, todavía no he tenido el gusto de conocerle. Hoy por hoy (y afortunadamente, agregaría), las cosas son distintas. Ahora, he pasado a engrosar las filas del contingente de atropellados. Y sí, eso vuelve más complicado el seguir creyendo que es atractivo exponerse. La indignación y el temor se interponen. No obstante, con todo, sigo opinando que vale la pena confiar en la raza y abrirles las puertas, porque, te den o te quiten, siempre saldrás ganando.

viernes, septiembre 16, 2005

El desinfle

No, pos ora sí que, como diría el Charly con su locura razonante, necesito a alguien que me parche un poco [sin albur] y que limpie mi cabeza. Algo así como un Ada Madrina o un Genio, ¿no se podrá? Quesque me puse a hacer el aseo de mi casa porque las telarañas ya no me dejaban desplazarme a mi antojo, pero también como un acto simbólico, como si con ello aspirara a despejar los nubarrones de la maceta, y sólo conseguí poncharme. Y cómo no, tanto subir y bajar escaleras me dejó sin aigre. Ya subía con la escoba, ya bajaba con los platos usados en la semana. De nuevo pa’rriba con el trapiador, luego pa’bajo con una carga de ropa sucia, destino la lavadora. Ahí iba de nuevo hacia las alturas con el cloro que desinfectaría el baño, para descender más tarde con la pila de libros que ya me había recetado. ¡Nombre!, sí que estuvo pesadito. Eso sí, las telarañas desaparecieron, y con ellas, dos que tres capulinotas re’chonchas que me descabeché. Además, para colmo de males, me puse a hacerla de estilista con mi jardín (ya estaba bastante greñudo el mugroso), y a una banda de asquilines se le ocurrió recorrer mi geografía. Ya se han de imaginar, terminé la rutina reventándome un zapateado, como para no desentonar con el mes patrio. Hasta eso que le hice un buen trabajito al pastito, y como premio, me gané una ampolla marca acme en la mano izquierda. Pero nada, el plan original no fuchonó, y ya va a llover, porque mi cabezota sigue tan nublada como al principio, con la novedad de que ahora me encuentro al borde de un paro respiratorio.

martes, septiembre 13, 2005

Laberinto

¡Maldita sea!, de nuevo me encuentro como al principio. Estoy harta de los inicios que no llevan a ninguna parte. No sabes cuántas veces me he perdido en el camino, cuántos cigarros, cuántos borrones y cuentas nuevas, cuántas tazas de café, cuántas ramitas le han brotado al árbol, cuántas noches sin dormir. Y mírame, de nuevo aquí, rescribiendo por enésima vez este angustioso guión.

Los productores me hostigan con sus plazos. He sudado la gota gorda. Estoy al borde del precipicio. Pero, ya me conoces, sigo tan empecinada como siempre, como si me fuera la vida en ello. Me pregunto cómo se verá mi cuerpo cuando caiga al vacío sin dejar de enarbolar una bandera; qué expresión tendrán mis ojos cuando, en ese mismo instante, sigan buscando respuestas en el firmamento.

Originalmente, el proyecto consistía en hacer una película que no hablara de amor, de guerra, de intrigas, de sexo, o de cualquier tema clásico de las grandes producciones cinematográficas. No, yo tenía que hacer el guión de un filme especial. Una trama que rompiera con los cánones. Una historia que sólo hablara de una bella flor. Sin invasiones alienígenas, sin charros cantores, sin máquinas que dominaran al mundo, sin ficheras, sin espías, sin cómicos, sin asesinos en serie, sin madres abnegadas… Tema complicado ¿verdad? El principal obstáculo fue encontrar a los inversionistas, ¿quién demonios se interesaría por un tópico tan poco vendible? Mas no faltó el alma caritativa que se apiadara de mí y que me apoyara —¡claro!, como yo no soy Orson Welles, no sin reservas y sin límites de tiempo—. Y es que, creyeron en tu novela. Cuando les dije que sólo me dedicaría a adaptarla, me dieron luz verde para llevar al celuloide a La Joya de Fakahatche.

Desvelada tras trago tras bocanada, leí y releí, subrayé y palomeé cada una de las páginas de tu desgastado libro. Inventaba pasajes y escenas que recreaban a la orquídea de tu fascinación. Comenzar, borrar y vuelta a empezar. Mi grabadora portátil se convirtió en mi eterna compañera. Cada vez que mi sueño se veía interrumpido por ideas brillantes, la sacaba de debajo de mi almohada para compartírselas:

—¡Ya sé!, la película comenzará con una toma panorámica que visualice los montes nevados de la era del hielo y rápidamente se transformará en el brote de una nueva vida sobre el planeta— le decía.

—No, no, mejor que empiece con el cuadro de un viejo barbado representando a Darwin, rodeado de plantitas y bichos, aventándose un rollo sobre la evolución y sobre el parecido de esa flor con aquella mariposa fantasma de las praderas Cuindelencia— corregía.

Luego de varios intentos truncados, aquella noche descubrí cuál era el motivo de mi fracaso: tenía miedo de fallarte, me horrorizaba la idea de no saber capturar en luces y sombras la nitidez de tu propia visión. Me percaté de ello mientras observaba la foto que te muestra sonriente en la contraportada de tu obra. Entonces, caí en cuenta de que mi interés se había modificado. La orquídea no era lo que me importaba. Eras tú. La experiencia que tuviste en tu encuentro con ella. Tu fascinación. Tu sensibilidad. Tus sabias palabras que destilaban verdad por cada uno de sus poros. Me preguntaba cómo serías, cómo habías dado con ella, por qué la habías retratado de esa manera tan sublime.

Me eché un clavado en la hemeroteca. Revisé uno a uno los artículos de tu columna. Cada vez, encontraba nuevas pistas. Tu viaje hacia las islas Daledson. Tu encuentro con el indio Ohilari. Tu expedición hacia el pantano Tomimarion. No obstante, la gruesa figura que sostenía ese pico saliente permanecía siempre oculta bajo las aguas de ese extenso mar. Te me volviste una obsesión. Te imaginaba en miles de situaciones, cual si fueran trozos de mi memoria. Y vuelta a la carga con mi grabadorcita:

—Ella aborda temerosa la camioneta del indio Ohilari, ahí comienza la película y, en el trayecto, recordará su vida tediosa de escritora: las cenas, la firma de autógrafos, el gimnasio, los gatos, el salón de belleza, en una palabra, la rutina.

—No, no, mejor que la escena empiece con una toma en close up sobre su rostro, para capturar la expresión que conserva al descubrir a la orquídea fantasma, y luego, que el cuadro comience a abrirse con un travelling hacia atrás para mostrarlas a ambas. La una, sumergida hasta la cintura en un pantano; la otra, pendiendo de un árbol, cual parásito que nunca es tal.

Después de varios inicios, nuevamente me encontré en medio de un desierto estéril. Ninguno de ellos me llevaba a alguna parte. Todo se desdibujaba bajo la implacable goma. Vuelta al principio. La hoja en blanco, cansada, me gritaba: «¡puta madre, ya decídete!». Tenía que hacer algo. Las constantes llamadas del productor se unían al desesperado grito de esa página vacía. Ya no dormía. Sólo podía pensar en ti y en esa flor de pantano.

Reuní lo poco que me quedaba en mis desvencijadas arcas y me aventuré en una expedición hacia las islas Daledso. Tenía que ver con mis propios ojos a esa orquídea fascinante. Tenía que vivir lo que tú viviste para llegar a ella. Tenía que enfrentarla para poder recrearte. Volé miles de kilómetros. Padecí del sofocante calor. Los zancudos me dejaron su huella hasta en las nalgas. Me costó trabajo encontrar a alguien que hablara español entre los daledseños. Afortunadamente, pude sortear los múltiples obstáculos e introducirme en las tenebrosas aguas de aquel pantano. Caminé y caminé sin descanso. Me perdí mil veces. Aterrada, sentí cómo mis pies eran jalados hacia abajo por las chiclosas arenas, cómo se me enredaban entre las enmarañadas raíces de los juncos. Escuchaba a las besuconas burlarse de mí, a los grillos que me apuraban, a las ranas cuando saltaban hacia la superficie advirtiéndome de la presencia de los cocodrilos. Al fin, un rayito de luz se compadeció de mí. Fue a posarse justo sobre mi preciada joya. Corrí hacia ella jubilosa y, cuando la tuve frente a mí, nada. Me encontré con que sólo era una flor. «Sólo una flor», repitió mi cerebro turbado. De pronto, lo supe con certeza: «ya no me interesan las orquídeas», dije para mis adentros.

Desandé mis pasos. Regresé al pueblo. Busqué al indio Ohilari con la esperanza de que él me pudiera decir algo asombroso de ti. Al llegar a su choza, con emoción te descubrí dentro. No quise importunar, pero me dediqué a vigilarlos. Los vi cómo extraían un polvo verde de unos pétalos brillantes, para después inhalarlo ávidamente. Sólo entonces pude percatarme de que, si podías conocerla tan bien, si podías elevarla a lo sublime, era porque ella vivía en ti. La orquídea era sólo una flor, lo que fascinaba era poseerla, experimentarla en toda la extensión, vivirla.

Exhausta, me senté en la escalera preguntándome: «¿hasta dónde eres capaz de llegar por conseguir un buen guión?». Las imágenes me asaltaron. Vi la Zihuatl del principio, la que quería comprenderlo todo de La Joya de Fakahatche para hacer una buena película. También vi a la Zihuatl obsesiva, la que quería aprenderte a ti, olvidándose de guión y de filme. Luego entonces, al verme ahí desfalleciente, entendí que siempre se trató de mí. Pude ver con claridad que, en mi entrega, estaba tratando de reconstruirme a mí misma. La flor me importaba un bledo, era sólo una flor. Tú sí me importas, pero reconozco que quizá nunca llegue a comprenderte pues, al final, tus zapatos no son los míos. Yo, tal vez no me importe, pero soy lo único que tengo y lo único a lo que puedo acceder. Sí, yo soy ésta. Sin polvos verdes dentro, sin fascinación por las flores exóticas, pero ésta al fin. Los cuadros de mi película no requieren de su presencia. Te necesitan a ti, pero por lo que eres para mí.

¿Lo ves?, el laberinto ha sido largo y doloroso, pero parece que el punto final ya se ha dignado a aparecer en el horizonte. Ya no más experimentos, ya no más grabaciones de ideas brillantes, ya no más inicios sin dirección. A ver si ahora se deja la hoja en blanco, con eso de que anda rejega porque la tengo toda borroneada…

lunes, septiembre 12, 2005

La sombra

¿Acaso algún día te quedarás en casa? ¡Me estorbas! Me sigues a todas partes, eres un juez perpetuo, una compañía indeseable, un pegoste incómodo, un pesado lastre. Tú y tus arranques morales me tienen hasta la madre.

Oye, pero los papeles están volteados. Yo soy la que tendría que estarte felicitando desde esa superficie brillante por el buen papel que ejecutaste. Tú eres quien tendría que estar de este lado, lamentándote por lo que no te dejé hacer.

Idiota, ¿todavía no lo sabes? Esta superficie es un simple vehículo. Tú eres la que está dividida desde siempre, no el espacio desde el que te diriges a mí. Esas manos que recorren tus hombros desnudos son las mías. Tuyo es el sentimiento de vergüenza que tal acto te produce. Te me resistes, pero me das la razón. ¿Cuántos pretextos más te vas a inventar?

Ya déjame dormir, estoy cansada.

Sí, duérmete imbécil. Busca en la seguridad de tus sueños lo que tanto deseas. Cámbiale el fin a la historia sin que ello implique desastrosas consecuencias. Tal vez tengas suerte. Quizás el mirador se digne aparecer en ellos.

Está bien, ¿qué es lo que quieres? Lo acepto, ¿está bien? Me hubiera gustado que…

¿Y de qué me sirve que lo reconozcas ahora tarada? Siempre haces lo mismo. Me pones un tapón en la boca cuando puedo expresarme a mi antojo y sólo me lo quitas cuando el peligro ha pasado.

Lo siento. Qué pena que estés condenada a vivir a mi lado. Pero mira, ya se va, ya no alcanzo a detenerlo. Por estar discutiendo, no me di cuenta de que esperó y esperó a que mi puerta se abriera, pero ya se rindió.

Mil veces estúpida.

sábado, septiembre 10, 2005

No estuve allí

Me ibas a contar algún día que te atemorizaba la presencia de esos seres y que, por eso, cuando estabas en la calle, oprimías mi mano con fuerza y apresurabas el paso, arrastrándome en tu empecinada carrera, o bien, cuando te refugiabas entre las paredes de tu hogar, querías espantarlos con el estruendoso ruido de tu viejo aparato de sonido, pero que, al no conseguirlo, te encabronabas tanto que querías matarme a golpes.

Te los encontrabas en cada esquina, aparentando aguardar el siga para continuar su rumbo. Estaban ahí sentados a la mesa de alguna fonda, fingiendo revisar el menú. Asomaban sus ojillos de serpiente por entre las cortinas de todos los sitios posibles. Atendían puestos de revistas, colocados, éstos últimos, estratégicamente en el camino por donde sabían que pasarías. Se subían a cantar a los camiones que abordabas. Te servían el jugo de betabel con zanahoria matutino en el mercado. Conducían los taxis que te llevaban a tu destino. Te observaban desde la tele. Vivían cerca de tu casa y, de vez en vez, la allanaban para revisar tu ropa interior. Todos: vendedores, zapateros, beatas, conductores, repartidores, transeúntes, actores, médicos, tenderos, fontaneros, policías, borrachos, curas, reporteros, burócratas, profes, abogados, carpinteros, hijos de vecino…. Todos ellos participaban en el juego que te controlaba. Algunos te perseguían, otros estaban de tu lado y te protegían de los malos. Pero ambos bandos te aterraban, por la simple y sencilla razón de que contaban tus pasos, te vigilaban, lo sabían todo de ti, hasta tus pensamientos, incluso los que todavía no llegaban a ser tales.

Sí, algún día me lo dirías. Lo harías cuando yo misma me librara del espanto al que me habías arrojado. Cuando tuviera oídos para escucharte. Cuando fuera capaz de comprenderte. Cuando estuviera allí, contigo, en ese mundo fantasmagórico que era tu realidad. Pero no estuve, no pude, no supe cómo. Tan aferrada estaba a mi propio cuadro ordenado, que no vi más allá. Antes bien, prefería marcar una línea divisoria entre tú y yo; una barrera que me mantuviera a una distancia segura. Y ahora que te has ido, me encuentro dándome de topes en las dunas de este desierto sin fronteras, tratando de convencerme de que, aunque no supe estar allí, tengo que reconciliarme con mi propia existencia y seguir en pie de lucha porque, a final de cuentas, yo sigo aquí y sigo sin comprenderte.

martes, septiembre 06, 2005

De más a menos

Andante, a tu lado el camino se hizo corto y liviano. Los enormes cerros, con sus lomos salpicados de vida, se salieron del clásico cuadro inmutable y comenzaron a danzar en derredor. Las milpas, ayudadas por el viento de la tarde, me ofrecieron el erótico espectáculo de sus caricias. Las extendidas nubes, cual algodones de azúcar, me mostraron su fiereza llena de amor por el maicito (como tú le llamas). La coqueta mariposita le dio un toque divertido a la escena cuando se dispuso a jugar a la distancia con el zopilote expectante que le proponía atrevidas acrobacias. Las casitas, allá en el fondo, nos esperaban con los brazos abiertos. Y tu flauta, ¡oh, sí!, tu rítmica flauta le dio un respiro a mi agitado corazón. Definitivamente, una pausa necesaria en la atropellada carrera del sinsentido.

Abrumado, tu compañía me bajó de la nube a la cotidiana realidad. Las espigadas colillas fueron poblado nuestro cenicero, al tiempo que los problemas rutinarios aderezaban nuestra charla. El tinto le llevó calor a nuestro vientre en esa fresca noche. La cocina italiana nos conquistó con sus delicias. Preguntas y más preguntas. Ansiedad por saberlo todo del otro. Sueños e historias dolorosas llenaron las páginas de nuestros libros. Reconocimiento de una vida tan lineal y aburrida que cansa.

Avorazado, tu presencia me hizo fuerte para introducirme a la cueva del lobo. En aquel sitio de madrugada, los cerros se convirtieron en senos muertos, desvencijados de tanto amamantar a hijos y a amantes. Las milpas se tornaron güilas vulgares que bailaban al ritmo del punchis punchis. Los algodones de azúcar se volvieron un solo cáncer vaporoso, plagado de la animalidad humana. La mariposa y el zopilote jugaban, pero cada quien por su lado, sin armonía, sin coquetería, sin amor. Las casitas devinieron ojos terceros asquerosos, que esperaban a sus visitantes con desdén. La intranquilidad volvió a inundar mi ser. Pero lo peor, fue descubrir la vileza que se esconde detrás de esa máscara gentil y sabia. Penoso broche que clausura una jornada absurda.

Tres escenas, tres momentos, tres lugares, tres situaciones, cuatro personajes. ¡Cuán flexibles podemos llegar a ser! Una bella melodía me permitió reconocer mi zumbido constante y familiar, pero ese reconocimiento me dio la oportunidad de descubrir un estruendoso ruido indeseable. Poco a poco, la energía me abandonó y quedé más vacía que al principio. ¡Qué cosas tiene la vida!