No cabe duda que todo tipo de experiencias, cuando pueden ser contadas, son muy fregonas. Alguien podrá decirme «no manches, el que podamos relatar algo, aunque significa que sigamos aquí, no quiere decir que estemos bien», y tendrá razón. Pero ¿quién puede decir que está bien? Este circo no se trata de otra cosa más que de sortear dificultades. Sí, hay muchos corazones desinflados, infinidad de cabecitas traumadas, multitud de cuerpos maltrechos, cantidad de bolsillos desfalcados, pero siguen dando la función, ¿qué no? Somos productos sin garantía, aceptémoslo. Nuestro fabricante —quien quiera que sea— no meterá las manos al fuego por nosotros. Fuimos echados al mundo para forjarnos en batallas constantes, pero lo que está en juego en dichos encuentros no es la felicidad, la estabilidad, el bienestar, o todas las cosas deseables que se puedan imaginar. No, venimos aquí para ser y para estar (qué bonito verbo), en las buenas y en las malas, con altibajos, con éxitos y con fracasos. Todo ello nos da forma y nos enriquece. Por eso, me encanta acumular experiencias en mi haber, independientemente de que éstas sean placenteras o dolorosas. Algunos me tachan de loca cuando me regodeo en el fango, mas no me importa. Así soy ¿y qué?
Voy a la caza de eventos nuevos. Me gusta conocer personas, saber de sus vidas, compartir visiones. No la gente —así, en abstracto—, no. No el montón de hormigas que pasan a mi lado sin mirarme, sino los seres de carne y hueso que están dispuestos a interactuar conmigo. Quizá por eso, no dudo en darle un aventón a un desconocido o en detenerme a platicar en la calle con alguien que jamás he visto en la vida. Nonatí me regañaba por ser así. En su opinión, me exponía. Y es cierto, me expongo. Mas no utilizo aquí esa expresión sólo en su connotación negativa, porque, además del peligro, creo que también me expongo al aprendizaje. Por tal motivo, me rehúso a ser presa de la paranoia. No quiero llegar a ser como esas personas que no le dan ni la hora a los demás en la calle por temor a ser dañadas. Ustedes dirán «es fácil opinar así cuando no se ha sido víctima de algún atropello». Ciertamente, es más sencillo. Si en nuestro pasado no hay nada que nos haya enseñado a tener miedo a ciertas situaciones, no sabemos sentirlo a priori (a menos que tengamos la extraña capacidad de experimentar en cabeza ajena). Hasta hace unos días, yo me podía jactar de ello. Era de una de esas a las que las historias de atracos y vejaciones en la vía pública le resultaban ajenas. Claro que me han dejado en calzones —literalmente—, y no me refiero a que me hayan despojado de mis ropas en algún juego erótico, sino a que me las han robado. Pero quien lo haya hecho, todavía no he tenido el gusto de conocerle. Hoy por hoy (y afortunadamente, agregaría), las cosas son distintas. Ahora, he pasado a engrosar las filas del contingente de atropellados. Y sí, eso vuelve más complicado el seguir creyendo que es atractivo exponerse. La indignación y el temor se interponen. No obstante, con todo, sigo opinando que vale la pena confiar en la raza y abrirles las puertas, porque, te den o te quiten, siempre saldrás ganando.
Voy a la caza de eventos nuevos. Me gusta conocer personas, saber de sus vidas, compartir visiones. No la gente —así, en abstracto—, no. No el montón de hormigas que pasan a mi lado sin mirarme, sino los seres de carne y hueso que están dispuestos a interactuar conmigo. Quizá por eso, no dudo en darle un aventón a un desconocido o en detenerme a platicar en la calle con alguien que jamás he visto en la vida. Nonatí me regañaba por ser así. En su opinión, me exponía. Y es cierto, me expongo. Mas no utilizo aquí esa expresión sólo en su connotación negativa, porque, además del peligro, creo que también me expongo al aprendizaje. Por tal motivo, me rehúso a ser presa de la paranoia. No quiero llegar a ser como esas personas que no le dan ni la hora a los demás en la calle por temor a ser dañadas. Ustedes dirán «es fácil opinar así cuando no se ha sido víctima de algún atropello». Ciertamente, es más sencillo. Si en nuestro pasado no hay nada que nos haya enseñado a tener miedo a ciertas situaciones, no sabemos sentirlo a priori (a menos que tengamos la extraña capacidad de experimentar en cabeza ajena). Hasta hace unos días, yo me podía jactar de ello. Era de una de esas a las que las historias de atracos y vejaciones en la vía pública le resultaban ajenas. Claro que me han dejado en calzones —literalmente—, y no me refiero a que me hayan despojado de mis ropas en algún juego erótico, sino a que me las han robado. Pero quien lo haya hecho, todavía no he tenido el gusto de conocerle. Hoy por hoy (y afortunadamente, agregaría), las cosas son distintas. Ahora, he pasado a engrosar las filas del contingente de atropellados. Y sí, eso vuelve más complicado el seguir creyendo que es atractivo exponerse. La indignación y el temor se interponen. No obstante, con todo, sigo opinando que vale la pena confiar en la raza y abrirles las puertas, porque, te den o te quiten, siempre saldrás ganando.