miércoles, agosto 24, 2005

Día de pinta

Me reuní con la bola de “quedadas” que conforman mi círculo frecuente de amigas. El mote nos lo puso la madre de una de ellas, aunque quizá sería más adecuado decir que fue la sociedad toda, pues, tradicionalmente, así se les llama a las mujeres cuando llegan a cierta edad y aún no se han casado. En estos nuevos tiempos de libertad e independencia, mucho se especula sobre lo anticuado de esas actitudes, pero todavía continúan muy vigentes, y, si no me creen, pregúntenle a mi sobrinita, que me llama todos los días para invitarme a que me matrimonie. Mas ese no es el tema que me ocupa en esta ocasión, quizá más adelante me aventure con alguna reflexión al respecto. Por el momento, permítanme seguir con el relato de mi día de pinta.

Regularmente, nuestras reuniones son muy similares. Rincón apartado, abundantes tragos, tabaco al por mayor, buena música, amenas pláticas sobre los más variados temas: trabajo, familia, proyectos, historia personal, películas, noticias, perros, viajes, libros...pero nunca sobre hombres, quién sabe por qué , tal vez porque nos dan güeva las clásicas charlas de chavas. No obstante, en esta ocasión una de las chicas se salió de la olla. Aunque nunca nos hemos puesto de acuerdo en cuanto a vedar ciertos tópicos en nuestras conversaciones, es innegable que la fuerza de la costumbre ya ha hecho de las suyas. Quizá por eso, nos incomodamos cuando la Chapis rompió con nuestro pacto implícito al hablarnos de la experiencia que tuvo en su terapia semanal. «Mi psicóloga me acaba de decir que he estado con el mismo hombre en todas mis relaciones sentimentales, ¿lo pueden creer?» prorrumpió molesta. Ante la sola mención de la palabra “prohibida”, todas ocupamos nuestras bocas como tratando de evadirla. Algunas encendimos un cigarrillo, otras carraspearon, otras más dieron un sorbo a sus bebidas. Pero la Chapis ni cuenta se dio, y continuó: «según ella, he fracasado en el amor porque siempre voy tras el mismo tipo de galán». Silencio absoluto. Nadie hizo comentario alguno. Las cuerdas de la guitarra del trovador parecían haber adquirido una acústica especial y vibraban con mayor intensidad. Los requintos se hicieron tan notables, que captaron completamente nuestra atención. Así que, al no encontrar eco, la Chapis desistió. Se hundió en el equipal y fijó su mirada en las figuras que se formaban con el humo que emanaba de sus labios. Todas, en silencio, atendíamos al buen desempeño del músico que estaba en la esquina. Aunque yo más bien creo que fingíamos apreciar la melodía, para poder ocupar tranquilamente nuestros pensamientos con esa idea loca que le dio al traste a nuestra reunión. ¿Será que salimos con la misma persona cada vez?, ¿seguimos algún patrón al relacionarnos sentimentalmente?

Nonatí decía que el que busca encuentra, y así es. Esta tarde, yo busqué mi patrón, y lo encontré. Me percaté de que voy en pos de los imposibles. Claro que me gusta adornarlos con el título de admirables, es decir, según yo, todas mis parejas me han causado admiración en algún sentido, y no me puedo imaginar estar con alguien que no me provoque eso. Pero, echándole un poquito de coco, fácilmente pude convertir ese requisito indispensable en una imposibilidad. ¿Cómo?, muy fácil. Mientras admiro a alguien, me parece inalcanzable. Pero luego, si tengo éxito, tiendo a revertir la fórmula, esto es, cuando lo alcanzo, deja de producirme admiración, lo bajo del nicho. Entonces, deja de tener el ingrediente principal y todo se viene abajo. ¡Chale!, no pude evitar identificarme con el Sísifo. Parece que no he hecho otra cosa más que subir la piedrota a una cima lejana, y cuando llego arriba, la méndiga se me vuelve a caer. ¿Estaré condenada como él?

martes, agosto 23, 2005

Tocando puertas

¡Cuántas puertas he tocado en mi vida! Las he tocado con mis nudillos, con una moneda, o bien, con el dedo índice (tan diestro en esos menesteres de andar oprimiendo timbres). Algunas han sido abiertas, algunas no, otras más, me las han cerrado en la jeta. La mayor parte del tiempo me han dado acceso a un interior cálido, aunque también me han introducido a lugares hostiles. Muchas de ellas han sido humildes y maltrechas, otras más bien han sido elegantes y ostentosas. Me las he encontrado de todos los tamaños, diseños y colores. Unas de madera, otras de metal, y una que otra de plástico. A veces rechinan de limpias, pero también las ha habido cochambrosas y rechinando, pero por falta de aceite en las bisagras. En ocasiones tienen ventanas que permite ver hacia adentro, otras son totalmente herméticas, y sólo poseen un ojito al frente que sirve para ver hacia fuera. Las hay con miles de cerrojos, candados, y hasta con alarma, pero también las hay más confiadas, que sólo se equipan con un modesto segurito. Hay algunas con reja por delante para mantenerte a una distancia prudente, otras se arman con un mosquitero, otras más, tienen un guardapolvo atornillado en la parte inferior para evitar que los bichos se introduzcan…

Pero, definitivamente, tú eres una puerta nueva para mí. Nunca en la vida me había encontrado con una igual, ni siquiera parecida. Contigo, simplemente no sé dónde tocar. No encuentro el timbre y no hay moneda ni piedra que me sirva para golpearla contra una no-superficie. Sí, ahí está el marco que me habla de tu existencia, pero no te encuentro. Y así, no puedo saber si me has invitado a pasar o si te has rehusado. Es más, ni siquiera sé si habrás notado que estoy tratando de llamar a ti —¿de tocarte?—. Mas, aunque no sé cómo eres, sospecho que eres pretenciosa y creo que ésta es tu estrategia para distinguirte de las otras, para ser única. Además, esto te mantiene segura, sin necesidad del montón de dispositivos que ahora están a la venta en el mercado, a la vez de que te puedes percatar con tranquilidad de quién se acerca a ti. Sin duda, tu hermetismo es novedoso, ¿también es efectivo? Valdría la pena que te lo preguntaras. Ciertamente, no habrá bicho, mosco, polvo, o visita indeseable que te traspase. ¿Habrá algo o alguien que pueda hacerlo?

viernes, agosto 19, 2005

Y ahora me doy cuenta

Sí, ahora lo sé. A los once años fui raptada. Iba rumbo a la secundaria y unos hombres vestidos de gris me subieron por la fuerza a un coche (gris también). Me llevaron a un lugar apartado y me encerraron en un sótano. Mas, hasta este momento, para mí no había existido tal evento. Parecía como si mi memoria no hubiera registrado lo que ocurrió en ese sitio. Ese lapso era como una laguna en mi mente. Simplemente no existía ese bache en mi camino.

Pero hoy he tenido una revelación. Por fin me he dado cuenta de que, después de muchos años, sigo aquí. Al fin me he percatado de que mi vida, la que hasta hoy había conocido como tal, no es más que un invento de mi imaginación; no es más que la historia que he venido escribiendo sobre el moho de las paredes de esta oscura habitación. ¿Los hombres de gris?, quién sabe dónde se quedaron. Seguramente se murieron de viejos. Ya no se opondrán a que yo salga a ver la luz del día. ¡Oh!, si tan sólo pudiera. Estoy tan cansada y está tan lejos mi rumbo truncado, que se me hace que mejor me quedo a seguir alucinando en la seguridad de mi cotidiana morada.

jueves, agosto 18, 2005

Una llamada extraña

No se imaginan cuántas veces he marcado ese número telefónico que mi memoria se resiste a borrar de sus archivos. Cada vez que la nostalgia me invade y siento la necesidad de escuchar su voz, casi inconscientemente, levanto el auricular y, sin ver las teclas, digito los ocho números mágicos que solían conectarme con su dulzura. En esas ocasiones, una leve esperanza me mantiene pegada a la bocina, hasta que, después del décimo ring, el tono de ocupado me dice que ya no me contestará. Entonces, cuelgo desilusionada y voy al refri en busca de un Carlos V.

Pero esta vez fue diferente. No sé que me hizo cobrar conciencia de lo que ya no puede ser. El chiste es que, a los tres timbrazos, me sentí tan patética que azoté el auricular con coraje. Pensé en cuán “descabellada” era mi actitud. En eso, el aparato se soltó hablando y me dijo categóricamente que para él no había imposibles. La verdad es que me cayó gordo por pedante y pretencioso. Sus palabras, tan seguras, me activaron el resorte del reto. Ni siquiera me importó el pequeño detalle del teléfono parlante, sólo podía pensar en qué cosa sería un imposible para él. De repente, el foco se me prendió: marcaría mi propio número. ¿Cómo podría comunicarme conmigo misma? ¡Claro que no! Lo pondría en su lugar.

Así que puse manos a la obra. Un tanto divertida, esperé pacientemente a que una máquina me dijera que la línea estaba siendo usada, con lo cual, sellaría mi triunfo en aquella ridícula competición. Mas cuál va siendo mi sorpresa cuando, en lugar de lo esperado, me topé con la señal que indica el proceso de enlace. En un primer momento, pensé que quizá había errado algún número. Pero cuando escuché aquella voz infantiloide que del otro lado me decía «diga» tan familiarmente, la tierra se me movió. Turbada, me aclaré la garganta y le dije a la extraña: «disculpa, es el 36…». La mujer me interrumpió y ella misma completó la serie de números. ¡Era la misma! Mi nerviosismo aumentó. Comencé a respirar con dificultad. Con mucho esfuerzo, eché a andar mis razonamientos: «quizá, las líneas se cruzaron…tal vez, la compañía de teléfonos…a lo mejor, no escuché bien…», pero no, algo de insuficiencia había en esas explicaciones. «¿Por qué habla como yo?», pensé. La desconocida se impacientó con mi silencio. Suspiró y, un tanto molesta, me urgió: «¿con quién deseas hablar?». Sin meditarlo, al instante le contesté: «con Zihuatl, por favor». «Ella habla —dijo intrigada—, ¿quién es?». Ya no cabía la menor duda. Su voz, sus palabras, sus actitudes…todas esas cosas ¡eran mías! Un nudo en la garganta me impidió emitir más nada. Sudaba copiosamente. La mano que sostenía la bocina me comenzó a temblar. La desesperación iba en aumento. El corazón se me quería salir. Los minutos transcurrían y no podía romper con mi mutismo. La chica todavía me insistió en dos ocasiones más con un «diga», pero de mis labios no salió ni pío. Al final, cansada de esperar respuesta, mi “otra yo” terminó por decir irónicamente: «¡vaya!, el mudo de nuevo…al menos ahora sé tu género», y colgó (¿colgué?).

domingo, agosto 07, 2005

El Mal de Minga

Se supone que no soy una persona con “capacidades diferentes” (como ahora gustan llamar al montón de deformes e incompletos que pululan por todos lados). Sin embargo, en ocasiones me siento más “fenómeno” que cualquiera de ellos. Aunque tengo todos mis sentidos [casi] en buen estado, todavía no he aprendido a utilizarlos. El sordo me ha hecho escuchar una vocecita interior que me reprime por no apreciar un atardecer o la sonrisa de un niño. El ciego me ha hecho ver que no disfruto el chipi chipi de la lluvia o el latido del corazón de mi amado. El mudo me ha dicho cuán vanas y dañinas son mis palabras, cuando no alcanzan a nombrar el mundo o a expresar el sentir de mi alma. El inválido me ha encaminado a percatarme de cuán errados y sin sentido son mis pasos. El insensible me ha hecho percibir mi incapacidad para embriagarme del olor a tierra mojada o del aroma que despide mi compañero. El “desolfatado” me ha hecho reconocer el hedor de mis carencias, cuando no me conmuevo ante la caricia del aire soplando en mi rostro o ante la calidez de una mano amiga. El loco me ha hecho comprender mi prisión…

Pero, no soy la única. Estoy rodeada de personas que, subutilizando sus sentidos, me tratan como a una fotografía andante. Cada vez que me miran, sólo ven una superficie plana y diferente a aquélla que su memoria tiene registrada, como si yo fuera sólo este fardo que me trae a cuestas. Por eso, cuando estoy ante ellos, emiten un juicio del tipo: «¡qué flaca estás!».

En esos momentos, la rabia me invade. No puedo evitar pensar en todos aquellos que, atendiendo a los pequeños detalles de la Zihuatl, convivieron con la persona y no con una imagen carente de vida. Recuerdo al cuate que se fijaba en mis defectos y se la pasaba imitándome; a la latosa que solía jugar con mi cabello, encontrándolo tan sed[b]oso como sólo él podía estarlo; al jefe que identificaba mi llegada sólo por el sonido de mis pasos desgarbados; a mi “Conciencia”, que sólo con verme a los ojos, descubría mi estado de ánimo; a la gran amiga con la que no necesitaba de palabras para darme a entender; al inquilino que sabía cuándo hacerme compañía y cuándo dejarme sola; al novio aquél que gustaba de olerme para llenarse de mí; a mi madre, que bien sabía leer a su chiquita en el tono de su voz, en el calor de su cuerpo, en la luz de sus ojos, en el color de su piel, en la rebeldía de su ser…

Mas mi molestia no se debe sólo a esa falta de atención, sino al hostigamiento al que me someten con sus preguntas: «¿por qué?, ¿cómo?, ¿qué pasa?». Me obligan a buscar explicaciones convincentes: que si las desveladas, que si el cigarro, que si el café, que si la chamba, que si la presión… Pero ya no más. La sabiduría de mi madre me ha dado LA respuesta. Por fin he descubierto a qué se deben mis kilitos de menos. Ya no tendré que quebrarme más la cabeza. Señores, he de informarles que padezco del Mal de Minga —que no mata, pero bien que chinga—.

viernes, agosto 05, 2005

Tu mirada

Me entretuve hurgando entre los empolvados cajones del olvido y me encontré con un montón de viejas fotos tuyas, que hicieron renacer en mí un cúmulo de sentimientos que creía perdidos. De pronto, estabas ahí, a la distancia, viendo un partido de fútbol, casi a punto de jalarte de los pelos porque tus chivas habían fallado un tiro penal. Después, venías caminando por una enterregada vereda, con tu paso cansado. Enseguida, estabas a mi lado, con tu brazo amarrado a mi cintura. Ya estabas solo. Ya rodeado de gente. Ya sonreías. Ya te sentabas. Ya te ponías de perfil. Ya me dabas la espalda…Hasta que por fin, te dignaste a mirarme a los ojos. Y ¡qué mirada!, señor mío. No sabes cuánto añoré esa chispita curiosa que me preguntaba; ese cincel certero que me retocaba siempre desde nuevos ángulos; esa insistente proposición que me demandaba; esa tea encendida que me ruborizaba; ese brillito emocionado que recreaba cada instante; esa lucecita coqueta que me alimentaba; esa caricia tierna que me conmovía. Ahora, los malditos gusanos se han comido tus ojos, pero nunca me podrán quitar el recuerdo de…tu mirada.

jueves, agosto 04, 2005

El que a buen árbol se arrima…

¡Ah!, qué buenas tardes me he pasado leyendo a la sombra del arbolote que tengo en el traspatio de mi casa. Como que los pensamientos fluyen más fácilmente cuando no están aprisionados entre las cuatro paredes blancas de un cuartucho lleno de humo. Claro que me expongo a que algún bicho impertinente visite las páginas de mi libro. Pero, con el tiempo, incluso esos raros especimenes se han integrado a mi dinámica y hasta la han hecho más divertida. Además, tengo un horizonte hacia el cual voltear. Las nubes me mandan mensajes con sus extrañas figuras. El sol juega conmigo, me acaricia, provoca mi ensoñación. El pastito me hace cosquillas y su aroma me embarga de frescura. El viento se lleva consigo a los molestos fantasmas que me encadenan. El mundo entero está ahí dispuesto a charlar conmigo. Hoy, por ejemplo, platiqué con mi árbol. Me acordé del refrán y enuncié su primer frase en voz alta: “el que a buen árbol se arrima…”, pero cuando lo iba a complementar, volteé a ver a Cuauhtic (que así he bautizado a mi árbol por su grandeza) y le pregunté: ¿buena sombra lo cobija?

Indudablemente, la seguridad es un divino tesoro. ¿Quién no ha tenido la necesidad, cuando se ha sentido débil o impotente ante ciertas cosas, de recurrir a alguien mejor que haga el papel de guía o de ángel de la guarda? En momentos difíciles, con el afán de sentirnos seguros, somos capaces de abandonarnos al amparo de un “buen árbol”: de alguien que es, tiene o sabe más que nosotros. No está mal acercarse a otro de vez en cuando en busca de ayuda, nadie es todopoderoso. Pero aquél que piense que con el sólo hecho de arrimarse a un buen árbol tiene garantizada una buena sombra que lo cobije, está perdido, pues está destinado a vivir dependiendo de él. Y cuando éste se seque, se caiga de viejo o lo talen, ¿qué va a hacer sin su cobijo? La seguridad que puede proveer la sombra de un buen árbol no depende del propio árbol, sino de quien sabe aprovechar su sombra. A fin de cuentas, lo bueno no se transmite por contagio —no basta con sólo arrimarse—, sino que se requiere de chamba. Quien se duerma en sus laureles creyendo que es suficiente acercarse a lo bueno para serlo también, no lo conseguirá.

Además, el acercarse a un buen árbol conlleva un gran riesgo. La sombra que éste produce con su colosal figura puede limitar la capacidad de crecimiento de todo lo que se encuentra debajo de sus ramas. Un arbolito que vive a la sombra de uno más grande se encuentra imposibilitado de obtener los rayos del sol que tanto necesita para desarrollarse. Si permanece bajo su cobijo, nunca podrá convertirse en un árbol frondoso, capaz de proyectar su propia sombra. En la selva, los árboles libran batallas por la supervivencia, y los ganones son los más audaces, los que se las ingenian para alcanzar grandes alturas y evitar con ello que algún otro los venga a opacar o a ensombrecer, robándoles la luz que necesitan. Aquellos que se rinden ante la habilidad de los otros, como no pueden seguir compitiendo, no les queda de otra más que someterse. Si acaso pueden seguir viviendo, es sólo porque los más grandes, ocasionalmente, dejan pasar uno que otro rayito de sol que les permite mantenerse.

Así pues, la falacia del refrán se extiende también al mentado cobijo que puede proporcionar un buen árbol. El estar a su sombra, que en un primer momento pudiera parecer algo reconfortante por la aparente seguridad que proporciona, se convierte en una verdadera amenaza. Es bueno ir a descansar de vez en cuando a la sombra de un buen árbol, apoyarse en un tronco fuerte, y estar al amparo de sus ramas; pero sólo cuando el calor se vuelva insoportable. Además hay que procurar que no llegue a convertirse en una dependencia y hay que tener el suficiente cuidado de no quedar ensombrecidos de más. Si trasladamos la figura del árbol al mundo animal, se antoja que “más vale ser cabeza de ratón que cola de león”, ¿no creen?