Desde ciertas posiciones se ha llegado a pensar que el desarrollo es un proceso susceptible de ser inducido, es decir, se piensa que observando la forma en que los fenómenos sociales se desenvuelven será posible desentrañar las leyes que los rigen y entonces, en esa medida, será posible controlar la manera en que se desenvolverán en el futuro. Sin embargo, considero que desde ese tipo de perspectivas, se deja de lado el hecho de que las cosas son de alguna forma, en parte, porque los sujetos que actuamos en sociedad así lo queremos, y no tanto porque tengan vida propia. De esta manera, más que desvelar la naturaleza de los fenómenos como si éstos fueran completamente objetivos, el problema radica en preguntarnos ¿es posible llegar a ponernos de acuerdo en el tipo de vida que deseamos vivir como sociedad? Además, esa misma subjetividad que nos mueve, va determinando la manera en que concebimos la realidad social, y entonces, no es posible pensar que exista una única y unívoca manera de interpretarla. Entonces, si consideramos que no todos queremos ni pensamos lo mismo, por las más diversas razones —clase social, género, ocupación, residencia, idioma, valores, historia de vida, personalidad, entre otras—, el problema del desarrollo se vuelve más complejo. No puede entendérselo como una cuestión de causa y efecto, en la que se parta del supuesto de que el efecto —esto es, el desarrollo— es lo mismo para todos y entonces, lo único que tenemos que hacer es descubrir la causa que lo origina (como luego se tiende a ver en el crecimiento económico, la causa del desarrollo). Esto es así, porque el desarrollo no es entendido de la misma forma por todos los individuos que componen una colectividad humana, y por ende, los caminos concebibles para llegar a alcanzarlo, no son los mismos en todos, y mucho menos es posible pensar que sólo exista una única vía. Ese tipo de concepciones han estado presentes a lo largo de la historia de la humanidad, pero a mí me parece que no son más que aportaciones que han favorecido la construcción de un mito. El mito del desarrollo, desde mi perspectiva, consiste precisamente en la creencia —ampliamente difundida— de que es posible ordenar la caótica realidad social para estar en posibilidad de dictar las reglas de la acción futura. Todo ello, con la finalidad de llegar a una meta que se presume deseable en sí misma (y no dudo que lo sea), y que sin embargo, se le atribuye una naturaleza unívoca, sin tomar en cuenta los diversas subjetividades que están implicadas en la interpretación de la misma.
Ahora bien, en esta reflexión no abordaré el problema del desarrollo directamente, antes bien, trataré la problemática que observo en torno a éste, valiéndome de una metáfora: la hospitalización psiquiátrica, entendida ésta como una respuesta organizada ante un hecho que se concibe como un problema social —lo mismo que el problema que plantea el cómo alcanzar el desarrollo—. Así pues, intentaré elaborar mi argumento tomando en cuenta las líneas que, en el discurso del fenómeno de la locura, pueden ser equiparables con el discurso del desarrollo. Reconozco que no es una labor sencilla, ya que en primera instancia, se puede suponer que necesito estirar demasiado mi argumento para llegar a hacer ambos discursos equiparables. A final de cuentas, la manera como se concibe el desarrollo y las acciones que se emprenden para alcanzarlo están mediados por la representación de una colectividad «sana»; esto es, cuando se piensa en el desarrollo, normalmente se concibe el desarrollo para un grupo humano que comparte, hasta cierto punto, necesidades, valores, formas de pensar y de actuar, es decir, se piensa en individuos que en mayor o menor grado están constreñidos por una cultura que los engloba y los hace ser un todo relativamente homogéneo, del cual, quedarían excluidos los llamados locos, dado que se tiende a pensar que ellos no comparten esa cultura, que viven en su propio mundo, o que están desconectados de la realidad. Sin embargo, creo que esas posturas son muy similares a las que asumen quienes se creen encargados de descubrir las leyes que rigen a los fenómenos sociales y por ello, se postulan como los «iluminados» que van a ir a decirle a la gente qué hacer para alcanzar el tan anhelado desarrollo. Desde mi punto de vista, los locos, en la medida en que no son más que seres humanos, construyen —como cualquier cuerdo— su realidad, es decir, se la representan de alguna manera, aunque es muy común que no se corresponda con lo que es socialmente aceptado (en la medida en que esas representaciones resultan incoherentes para los demás); esto es así, porque los canales de comunicación que emplean no son los convencionales, luego entonces, es más difícil ponerse de acuerdo con ellos porque pudiera decirse que no hablan en mismo idioma. No obstante, sostengo la hipótesis de que es posible llegar a establecer un puente de comunicación con ellos para saber cómo piensan y qué es lo que desean.
Lo anterior, me lleva a pensar que los locos son como las localidades de las que hablan quienes defienden las posturas del «desarrollo local» o «desarrollo desde abajo», o como los individuos de los que habla Sen, en el sentido de que tienen derecho a la libertad. Aunque no desarrollaré este problema ampliamente, porque sólo me centro en la hospitalización como una metáfora para el mito del desarrollo, aquí simplemente he querido delinear mi posición para justificar por qué considero que esta metáfora es útil para pensar el desarrollo: en tanto no se tome en cuenta a los beneficiarios como agentes de su propio desarrollo, las acciones que se emprendan no podrán tener éxito; de la misma forma que, mientras se siga encerrando a los locos privándolos de su libertad, y tratándolos no como lo que realmente son, sino como personajes que causan molestia social porque subvierten el orden, será imposible llegar a resolver el problema. De manera general, el discurso sobre la locura es equiparable al del desarrollo, porque ambos dan cuenta de: 1) la percepción de un problema —controlar y eventualmente curar a los locos en uno, y alcanzar el desarrollo en el otro—; 2) la creencia en que la razón del conocimiento científico podrá ayudar a resolver ese problema; y 3) la idea de que las políticas emprendidas con ese fin deben ser elaboradas y ejecutadas «desde arriba», desde las esferas que cuentan con el conocimiento científico necesario para el cumplimiento de los fines propuestos.
Primero, se puede decir que el desarrollo es percibido desde el discurso como un problema en la medida en que se comienza a diferenciar de la filosofía del desarrollo. Mientras que esta filosofía lo concibe como algo deseable, como el fin a alcanzar, los diferentes discursos del desarrollo lo convierten en un problema, porque éstos dejan de estar en el ámbito de la filosofía y se trasladan hacia el ámbito del «qué hacer». Así, aunque sea posible que exista una única filosofía, se desarrollan diferentes discursos que convergen en ella, pero que se diferencian entre sí porque plantean formas diferentes de cómo alcanzar la meta planteada. Entonces, el desarrollo se convierte en un problema cuando se le concibe como un «medio» para resolver una necesidad. La emergencia del capitalismo trajo aparejado una serie de conflictos que redundaban en el desorden social. Por ello, se planteó la necesidad de elaborar herramientas que combatieran las consecuencias negativas del progreso. Cuando los pensadores de finales del siglo XVIII y principios del XIX se percataron de que el progreso generaba desorden, “inventaron” —para decirlo con Cowen y Shenton— el término «desarrollo», con el afán de poder suministrar, teóricamente, orden al progreso. La idea de progreso estaba relacionada con las fases evolutivas por las que toda sociedad estaba destinada a pasar en su tránsito hacia el fin deseable, sin embargo, en el siglo XIX se llegó a reconocer —dadas las evidencias empíricas—que el progreso no siempre implicaba una evolución hacia estados de cosas más buenos o considerados como deseables, es decir, no necesariamente tenía una connotación positiva. De esta manera, la idea del desarrollo vino a llenar ese vacío, llegó para poner orden al progreso. Saint-Simon y Comte manejaron la idea del desarrollo en ese sentido, reconciliando con ella al orden y al progreso. Así, el problema que percibieron los teóricos de aquellos momentos consistía en qué hacer para lograr el orden social necesario para conseguir el progreso. De la misma forma que la locura se convirtió en problema a partir del momento en que comenzó a ser percibida como un factor que subvertía el orden deseable —que coincide con el momento en que empezó a ser tratada como «enfermedad mental»— y se comenzó a pensar en qué hacer para regresar a él, llegando a la respuesta que aún sigue vigente: encerrar a los locos en hospitales psiquiátricos para curar la enfermedad mediante métodos racionales y científicos.
Segundo, no cabe duda de que el desarrollo cae dentro del ámbito de las ciencias sociales en tanto que problema humano. Sin embargo, es conveniente aclarar que este tipo de ciencias no fueron tales, sino hasta el siglo XIX. Aunque es posible que las reflexiones en torno a la realidad social sean tan añejas como la propia existencia humana, esas reflexiones adquirieron un matiz diferente en el momento mismo en que se comenzó a buscar un nexo entre la evolución social y la orgánica. Es entonces cuando el increíble desarrollo alcanzado por las ciencias de la naturaleza cuestionó la validez del conocimiento producido en el ámbito social. En el siglo XIX se dio una marcada tendencia hacia la “entronización” de la razón como el instrumento por excelencia del conocimiento científico en el campo de lo social. Así mismo, se marcó la tendencia hacia las visiones optimistas que confiaban en que la aplicación del conocimiento así adquirido permitiera alcanzar el orden social. La idea del desarrollo, influida por estas nociones, implicaba que, en la medida en que se pudieran descubrir las leyes que rigen a la realidad social, se podría actuar en ella, controlándola. Así, por ejemplo, la física social de Saint-Simon sugería la imagen de un cuerpo social en el que los físicos serían científicos e ingenieros que pondrían su trabajo al servicio de la humanidad y tendrían la habilidad de predecir los resultados futuros de las acciones presentes, lo cual, permitiría que la sociedad tuviera la capacidad de controlar su destino. De la misma forma, en el discurso sobre la locura cada vez se tendió más a dar explicaciones científicas de lo que se comenzó a considerar una enfermedad mental. Se encerró a los locos para estudiarlos científicamente con el afán descubrir en qué consistía su enfermedad, cuáles eran las leyes que la regían, y de esa manera, estar en posibilidad de controlarla, es decir, curarla. En este discurso se percibe una ruptura con la concepción más «humanista» que de la locura se tenía en otros tiempos, y su tránsito hacia una noción más cientificista y racional, en la que el loco deviene objeto de estudio y se le encierra en un hospital psiquiátrico con la finalidad de controlar y resolver un fenómeno que es percibido socialmente como problemático. Así, se ha llegado a creer que, en la medida en que se pueda estudiar a los locos, se podrán elaborar las herramientas necesarias para llegar a reinsertarlos en la sociedad en la categoría de “normales”, o bien, se piensa que si se les puede controlar, recluyéndolos en hospitales, se podrá restablecer el orden que se ha visto amenazado con su presencia.
Finalmente, el tercer aspecto se refiere a la definición del agente del desarrollo, es decir, en manos de quién se encuentra la inducción del desarrollo. La solución que los pensadores del siglo XIX dieron al problema del desarrollo fue invocar a la figura del trusteeship. La fe positivista en el potencial de las sociedades industriales para la reconciliación del progreso y el orden fue reconducida hacia la idea del trusteeship. Se pensó que sólo a través de este personaje se podría transformar un periodo crítico de la historia en una ideal condición orgánica o natural. En el trusteeship se veía a un individuo que tenía el conocimiento necesario para entender por qué el desarrollo podía ser constructivo y fueron aceptados como trustees porque se consideró que ya habían alcanzado el desarrollo, por lo cual podían ayudar a quienes todavía no lo hacían. Estos personajes fueron necesarios para hacer de la idea positivista del desarrollo una doctrina, puesto que sin su actuación como agentes del desarrollo y sin un sistema de orden social constructivo detrás, el desarrollo hubiera permanecido sólo como una posibilidad latente. Así, por ejemplo, esta figura fue usada por Saint-Simon y Comte, entre otros. Para Saint-Simon, el trusteeship era el banquero que actuaba como intermediario entre los trabajadores —quienes no poseían instrumentos de trabajo—, y los propietarios de dichos instrumentos —quienes no podían o no querían usarlos— y que además, debido a su conocimiento y conexiones, estaba en una mejor posición para apreciar las necesidades de la industria. Para Comte, por su parte, el trusteeship era el planificador, que conjuntaba las tareas de los planificadores teóricos y de los administradores prácticos. Comte estableció una división funcional del trabajo entre los planificadores teóricos y los administradores prácticos, al señalar que la organización de cualquier plan para la organización social, necesariamente abarca dos series de trabajos: el teórico, por un lado, el cual apunta hacia el desarrollo de la concepción del plan —el nuevo principio destinado a coordinar las relaciones sociales— y hacia la formación de un sistema general de ideas como guía social; y el práctico o temporal, por el otro, el cual decide sobre la distribución de la autoridad y la combinación de instituciones administrativas mejor adaptadas al espíritu del sistema determinado por el trabajo intelectual. De esta manera, se puede decir que la idea que está detrás de ese discurso del desarrollo, es que éste puede y debe ser inducido desde arriba, desde las esferas que tienen los conocimientos científicos (y los medios económicos) necesarios para hacerlo. De la misma forma, en el discurso sobre la locura, se deja en manos de psicoanalistas y psiquiatras el estudio, el tratamiento, el cuidado, la atención, y eventualmente el restablecimiento de la salud de los locos, partiendo de los mismos supuestos que en el caso anterior, pues dichos profesionales son los que poseen el conocimiento científico necesario para alcanzar el fin propuesto.
Ahora bien, mi intención aquí no es la de construir una nueva manera de percibir al desarrollo, por una parte, ni a la locura, por la otra. Sólo deseo hacer algunas reflexiones en torno a la posible construcción de un nuevo enfoque que permita entender a los dos fenómenos de una forma diferente. Creo que es posible extender el paralelismo que hasta este momento he intentado trazar entre ambas concepciones —esto es, la «metáfora»—. Ambos discursos han sido ampliamente criticados desde posturas alternativas y es posible ver en esas críticas una misma tendencia. El discurso sobre la locura que en otro momento decidió que el lugar de los locos era el manicomio, ha recibido severas críticas desde una corriente de pensamiento conocida como «antipiquiatría». Los puntos nodales de la tal crítica son: 1) la clasificación de la locura como enfermedad mental; 2) la práctica del internamiento (que antes que servir al cuidado de los pacientes, sirven a su custodia), y; 3) el silencio al que han sido condenados a los locos. Por ejemplo, para Basaglia, la enfermedad mental no existe, y lo que está detrás es el uso político de la enfermedad que etiqueta y destruye a los sujetos así clasificados. En ese mismo tono se encuentra la opinión de Szasz, para quien la enfermedad mental es un mito que funciona como una estrategia política puesta en juego por los psiquiatras para poder ejercer la coerción médica sobre los catalogados enfermos. Además, desde el punto de vista de estos autores, los hospitales psiquiátricos, antes que ser instituciones que sirven para curar a las personas con trastornos mentales (que afectan sus relaciones con los demás), en realidad operan de otra forma: no pretenden curar, sino castigar. En ese sentido, equiparan la hospitalización psiquiátrica con el encarcelamiento de los considerados delincuentes. También se han criticado las posiciones derivadas de ese discurso, porque convierten al loco en mero «objeto» de estudio. Tal es la postura de Foucault, quien ha denunciado el silencio al que ha sido reducida la sinrazón del mundo. En pocas palabras, lo que está en juego en estas críticas, es la defensa de la libertad humana. Nadie está libre de pecado para arrojar la primera piedra. ¿Quién tiene el derecho de decir cuál está loco y cuál no; o quién debe ser encerrado y quién no? Los “científicos” no deben apropiarse de ese derecho. Los locos también tienen sus derechos y antes que hablar por ellos, hay que preguntarles; antes que callarlos hay que escucharlos. Por su parte, el discurso del desarrollo ha sido criticado desde nuevos enfoques porque se considera que el desarrollo ha sido concebido de una manera vertical y centralizada: «desde arriba»; y que además se ha tendido a confundir desarrollo con crecimiento. Se han identificado nuevas problemáticas que han surgido en el mundo de hoy a causa del desarrollo económico, lo cual apunta a señalar que la promesa del desarrollo no ha sido cumplida —lo mismo que en otro tiempo le ocurrió a la promesa del progreso— Así, por ejemplo, Sen considera que el ejercicio de una nueva perspectiva acerca del desarrollo puede contribuir a la superación de esos nuevos problemas. Sus argumentos reconocen el papel fundamental que, en ese sentido, desempeña la agencia individual, puesto que, desde su perspectiva, el desarrollo consiste en otorgarle a los individuos más y mejores oportunidades para ejercer su «agencia razonada». Los argumentos de dicho autor son muestra del cambio que se experimenta en la noción de desarrollo. Ahora se tiende a plantearlo más que como un aspecto macro-estructural, como un incremento de la participación de los actores locales en sus propios procesos de desarrollo. Cada vez se reconoce más la necesidad de que los agentes locales sean los principales protagonistas en la gestión de los recursos y en la propuesta de iniciativas. Esto es así, porque se reconoce que son ellos quienes, gracias a la cercanía que tienen con su medio, a las redes sociales que se tienden entre ellos y al conocimiento de su realidad, pueden facilitar, vigilar, y, de alguna manera, reconducir los procesos de desarrollo «desde abajo». Así pues, la tendencia que observo en los movimientos antes descritos, es hacia el reconocimiento de que no es posible que exista una única vía para llegar a la meta —que tampoco es necesariamente sólo una— y que deben ser los propios beneficiarios de las políticas, los que decidan qué hacer y cómo hacerlo. Los unos —los locos—, deben ser considerados como simplemente humanos y por lo tanto no debe privárseles de la libertad; y los otros —los sujetos del desarrollo—, deben ser concebidos como los agentes de su propio desarrollo. Como que pinta, ¿no creen?
Ahora bien, en esta reflexión no abordaré el problema del desarrollo directamente, antes bien, trataré la problemática que observo en torno a éste, valiéndome de una metáfora: la hospitalización psiquiátrica, entendida ésta como una respuesta organizada ante un hecho que se concibe como un problema social —lo mismo que el problema que plantea el cómo alcanzar el desarrollo—. Así pues, intentaré elaborar mi argumento tomando en cuenta las líneas que, en el discurso del fenómeno de la locura, pueden ser equiparables con el discurso del desarrollo. Reconozco que no es una labor sencilla, ya que en primera instancia, se puede suponer que necesito estirar demasiado mi argumento para llegar a hacer ambos discursos equiparables. A final de cuentas, la manera como se concibe el desarrollo y las acciones que se emprenden para alcanzarlo están mediados por la representación de una colectividad «sana»; esto es, cuando se piensa en el desarrollo, normalmente se concibe el desarrollo para un grupo humano que comparte, hasta cierto punto, necesidades, valores, formas de pensar y de actuar, es decir, se piensa en individuos que en mayor o menor grado están constreñidos por una cultura que los engloba y los hace ser un todo relativamente homogéneo, del cual, quedarían excluidos los llamados locos, dado que se tiende a pensar que ellos no comparten esa cultura, que viven en su propio mundo, o que están desconectados de la realidad. Sin embargo, creo que esas posturas son muy similares a las que asumen quienes se creen encargados de descubrir las leyes que rigen a los fenómenos sociales y por ello, se postulan como los «iluminados» que van a ir a decirle a la gente qué hacer para alcanzar el tan anhelado desarrollo. Desde mi punto de vista, los locos, en la medida en que no son más que seres humanos, construyen —como cualquier cuerdo— su realidad, es decir, se la representan de alguna manera, aunque es muy común que no se corresponda con lo que es socialmente aceptado (en la medida en que esas representaciones resultan incoherentes para los demás); esto es así, porque los canales de comunicación que emplean no son los convencionales, luego entonces, es más difícil ponerse de acuerdo con ellos porque pudiera decirse que no hablan en mismo idioma. No obstante, sostengo la hipótesis de que es posible llegar a establecer un puente de comunicación con ellos para saber cómo piensan y qué es lo que desean.
Lo anterior, me lleva a pensar que los locos son como las localidades de las que hablan quienes defienden las posturas del «desarrollo local» o «desarrollo desde abajo», o como los individuos de los que habla Sen, en el sentido de que tienen derecho a la libertad. Aunque no desarrollaré este problema ampliamente, porque sólo me centro en la hospitalización como una metáfora para el mito del desarrollo, aquí simplemente he querido delinear mi posición para justificar por qué considero que esta metáfora es útil para pensar el desarrollo: en tanto no se tome en cuenta a los beneficiarios como agentes de su propio desarrollo, las acciones que se emprendan no podrán tener éxito; de la misma forma que, mientras se siga encerrando a los locos privándolos de su libertad, y tratándolos no como lo que realmente son, sino como personajes que causan molestia social porque subvierten el orden, será imposible llegar a resolver el problema. De manera general, el discurso sobre la locura es equiparable al del desarrollo, porque ambos dan cuenta de: 1) la percepción de un problema —controlar y eventualmente curar a los locos en uno, y alcanzar el desarrollo en el otro—; 2) la creencia en que la razón del conocimiento científico podrá ayudar a resolver ese problema; y 3) la idea de que las políticas emprendidas con ese fin deben ser elaboradas y ejecutadas «desde arriba», desde las esferas que cuentan con el conocimiento científico necesario para el cumplimiento de los fines propuestos.
Primero, se puede decir que el desarrollo es percibido desde el discurso como un problema en la medida en que se comienza a diferenciar de la filosofía del desarrollo. Mientras que esta filosofía lo concibe como algo deseable, como el fin a alcanzar, los diferentes discursos del desarrollo lo convierten en un problema, porque éstos dejan de estar en el ámbito de la filosofía y se trasladan hacia el ámbito del «qué hacer». Así, aunque sea posible que exista una única filosofía, se desarrollan diferentes discursos que convergen en ella, pero que se diferencian entre sí porque plantean formas diferentes de cómo alcanzar la meta planteada. Entonces, el desarrollo se convierte en un problema cuando se le concibe como un «medio» para resolver una necesidad. La emergencia del capitalismo trajo aparejado una serie de conflictos que redundaban en el desorden social. Por ello, se planteó la necesidad de elaborar herramientas que combatieran las consecuencias negativas del progreso. Cuando los pensadores de finales del siglo XVIII y principios del XIX se percataron de que el progreso generaba desorden, “inventaron” —para decirlo con Cowen y Shenton— el término «desarrollo», con el afán de poder suministrar, teóricamente, orden al progreso. La idea de progreso estaba relacionada con las fases evolutivas por las que toda sociedad estaba destinada a pasar en su tránsito hacia el fin deseable, sin embargo, en el siglo XIX se llegó a reconocer —dadas las evidencias empíricas—que el progreso no siempre implicaba una evolución hacia estados de cosas más buenos o considerados como deseables, es decir, no necesariamente tenía una connotación positiva. De esta manera, la idea del desarrollo vino a llenar ese vacío, llegó para poner orden al progreso. Saint-Simon y Comte manejaron la idea del desarrollo en ese sentido, reconciliando con ella al orden y al progreso. Así, el problema que percibieron los teóricos de aquellos momentos consistía en qué hacer para lograr el orden social necesario para conseguir el progreso. De la misma forma que la locura se convirtió en problema a partir del momento en que comenzó a ser percibida como un factor que subvertía el orden deseable —que coincide con el momento en que empezó a ser tratada como «enfermedad mental»— y se comenzó a pensar en qué hacer para regresar a él, llegando a la respuesta que aún sigue vigente: encerrar a los locos en hospitales psiquiátricos para curar la enfermedad mediante métodos racionales y científicos.
Segundo, no cabe duda de que el desarrollo cae dentro del ámbito de las ciencias sociales en tanto que problema humano. Sin embargo, es conveniente aclarar que este tipo de ciencias no fueron tales, sino hasta el siglo XIX. Aunque es posible que las reflexiones en torno a la realidad social sean tan añejas como la propia existencia humana, esas reflexiones adquirieron un matiz diferente en el momento mismo en que se comenzó a buscar un nexo entre la evolución social y la orgánica. Es entonces cuando el increíble desarrollo alcanzado por las ciencias de la naturaleza cuestionó la validez del conocimiento producido en el ámbito social. En el siglo XIX se dio una marcada tendencia hacia la “entronización” de la razón como el instrumento por excelencia del conocimiento científico en el campo de lo social. Así mismo, se marcó la tendencia hacia las visiones optimistas que confiaban en que la aplicación del conocimiento así adquirido permitiera alcanzar el orden social. La idea del desarrollo, influida por estas nociones, implicaba que, en la medida en que se pudieran descubrir las leyes que rigen a la realidad social, se podría actuar en ella, controlándola. Así, por ejemplo, la física social de Saint-Simon sugería la imagen de un cuerpo social en el que los físicos serían científicos e ingenieros que pondrían su trabajo al servicio de la humanidad y tendrían la habilidad de predecir los resultados futuros de las acciones presentes, lo cual, permitiría que la sociedad tuviera la capacidad de controlar su destino. De la misma forma, en el discurso sobre la locura cada vez se tendió más a dar explicaciones científicas de lo que se comenzó a considerar una enfermedad mental. Se encerró a los locos para estudiarlos científicamente con el afán descubrir en qué consistía su enfermedad, cuáles eran las leyes que la regían, y de esa manera, estar en posibilidad de controlarla, es decir, curarla. En este discurso se percibe una ruptura con la concepción más «humanista» que de la locura se tenía en otros tiempos, y su tránsito hacia una noción más cientificista y racional, en la que el loco deviene objeto de estudio y se le encierra en un hospital psiquiátrico con la finalidad de controlar y resolver un fenómeno que es percibido socialmente como problemático. Así, se ha llegado a creer que, en la medida en que se pueda estudiar a los locos, se podrán elaborar las herramientas necesarias para llegar a reinsertarlos en la sociedad en la categoría de “normales”, o bien, se piensa que si se les puede controlar, recluyéndolos en hospitales, se podrá restablecer el orden que se ha visto amenazado con su presencia.
Finalmente, el tercer aspecto se refiere a la definición del agente del desarrollo, es decir, en manos de quién se encuentra la inducción del desarrollo. La solución que los pensadores del siglo XIX dieron al problema del desarrollo fue invocar a la figura del trusteeship. La fe positivista en el potencial de las sociedades industriales para la reconciliación del progreso y el orden fue reconducida hacia la idea del trusteeship. Se pensó que sólo a través de este personaje se podría transformar un periodo crítico de la historia en una ideal condición orgánica o natural. En el trusteeship se veía a un individuo que tenía el conocimiento necesario para entender por qué el desarrollo podía ser constructivo y fueron aceptados como trustees porque se consideró que ya habían alcanzado el desarrollo, por lo cual podían ayudar a quienes todavía no lo hacían. Estos personajes fueron necesarios para hacer de la idea positivista del desarrollo una doctrina, puesto que sin su actuación como agentes del desarrollo y sin un sistema de orden social constructivo detrás, el desarrollo hubiera permanecido sólo como una posibilidad latente. Así, por ejemplo, esta figura fue usada por Saint-Simon y Comte, entre otros. Para Saint-Simon, el trusteeship era el banquero que actuaba como intermediario entre los trabajadores —quienes no poseían instrumentos de trabajo—, y los propietarios de dichos instrumentos —quienes no podían o no querían usarlos— y que además, debido a su conocimiento y conexiones, estaba en una mejor posición para apreciar las necesidades de la industria. Para Comte, por su parte, el trusteeship era el planificador, que conjuntaba las tareas de los planificadores teóricos y de los administradores prácticos. Comte estableció una división funcional del trabajo entre los planificadores teóricos y los administradores prácticos, al señalar que la organización de cualquier plan para la organización social, necesariamente abarca dos series de trabajos: el teórico, por un lado, el cual apunta hacia el desarrollo de la concepción del plan —el nuevo principio destinado a coordinar las relaciones sociales— y hacia la formación de un sistema general de ideas como guía social; y el práctico o temporal, por el otro, el cual decide sobre la distribución de la autoridad y la combinación de instituciones administrativas mejor adaptadas al espíritu del sistema determinado por el trabajo intelectual. De esta manera, se puede decir que la idea que está detrás de ese discurso del desarrollo, es que éste puede y debe ser inducido desde arriba, desde las esferas que tienen los conocimientos científicos (y los medios económicos) necesarios para hacerlo. De la misma forma, en el discurso sobre la locura, se deja en manos de psicoanalistas y psiquiatras el estudio, el tratamiento, el cuidado, la atención, y eventualmente el restablecimiento de la salud de los locos, partiendo de los mismos supuestos que en el caso anterior, pues dichos profesionales son los que poseen el conocimiento científico necesario para alcanzar el fin propuesto.
Ahora bien, mi intención aquí no es la de construir una nueva manera de percibir al desarrollo, por una parte, ni a la locura, por la otra. Sólo deseo hacer algunas reflexiones en torno a la posible construcción de un nuevo enfoque que permita entender a los dos fenómenos de una forma diferente. Creo que es posible extender el paralelismo que hasta este momento he intentado trazar entre ambas concepciones —esto es, la «metáfora»—. Ambos discursos han sido ampliamente criticados desde posturas alternativas y es posible ver en esas críticas una misma tendencia. El discurso sobre la locura que en otro momento decidió que el lugar de los locos era el manicomio, ha recibido severas críticas desde una corriente de pensamiento conocida como «antipiquiatría». Los puntos nodales de la tal crítica son: 1) la clasificación de la locura como enfermedad mental; 2) la práctica del internamiento (que antes que servir al cuidado de los pacientes, sirven a su custodia), y; 3) el silencio al que han sido condenados a los locos. Por ejemplo, para Basaglia, la enfermedad mental no existe, y lo que está detrás es el uso político de la enfermedad que etiqueta y destruye a los sujetos así clasificados. En ese mismo tono se encuentra la opinión de Szasz, para quien la enfermedad mental es un mito que funciona como una estrategia política puesta en juego por los psiquiatras para poder ejercer la coerción médica sobre los catalogados enfermos. Además, desde el punto de vista de estos autores, los hospitales psiquiátricos, antes que ser instituciones que sirven para curar a las personas con trastornos mentales (que afectan sus relaciones con los demás), en realidad operan de otra forma: no pretenden curar, sino castigar. En ese sentido, equiparan la hospitalización psiquiátrica con el encarcelamiento de los considerados delincuentes. También se han criticado las posiciones derivadas de ese discurso, porque convierten al loco en mero «objeto» de estudio. Tal es la postura de Foucault, quien ha denunciado el silencio al que ha sido reducida la sinrazón del mundo. En pocas palabras, lo que está en juego en estas críticas, es la defensa de la libertad humana. Nadie está libre de pecado para arrojar la primera piedra. ¿Quién tiene el derecho de decir cuál está loco y cuál no; o quién debe ser encerrado y quién no? Los “científicos” no deben apropiarse de ese derecho. Los locos también tienen sus derechos y antes que hablar por ellos, hay que preguntarles; antes que callarlos hay que escucharlos. Por su parte, el discurso del desarrollo ha sido criticado desde nuevos enfoques porque se considera que el desarrollo ha sido concebido de una manera vertical y centralizada: «desde arriba»; y que además se ha tendido a confundir desarrollo con crecimiento. Se han identificado nuevas problemáticas que han surgido en el mundo de hoy a causa del desarrollo económico, lo cual apunta a señalar que la promesa del desarrollo no ha sido cumplida —lo mismo que en otro tiempo le ocurrió a la promesa del progreso— Así, por ejemplo, Sen considera que el ejercicio de una nueva perspectiva acerca del desarrollo puede contribuir a la superación de esos nuevos problemas. Sus argumentos reconocen el papel fundamental que, en ese sentido, desempeña la agencia individual, puesto que, desde su perspectiva, el desarrollo consiste en otorgarle a los individuos más y mejores oportunidades para ejercer su «agencia razonada». Los argumentos de dicho autor son muestra del cambio que se experimenta en la noción de desarrollo. Ahora se tiende a plantearlo más que como un aspecto macro-estructural, como un incremento de la participación de los actores locales en sus propios procesos de desarrollo. Cada vez se reconoce más la necesidad de que los agentes locales sean los principales protagonistas en la gestión de los recursos y en la propuesta de iniciativas. Esto es así, porque se reconoce que son ellos quienes, gracias a la cercanía que tienen con su medio, a las redes sociales que se tienden entre ellos y al conocimiento de su realidad, pueden facilitar, vigilar, y, de alguna manera, reconducir los procesos de desarrollo «desde abajo». Así pues, la tendencia que observo en los movimientos antes descritos, es hacia el reconocimiento de que no es posible que exista una única vía para llegar a la meta —que tampoco es necesariamente sólo una— y que deben ser los propios beneficiarios de las políticas, los que decidan qué hacer y cómo hacerlo. Los unos —los locos—, deben ser considerados como simplemente humanos y por lo tanto no debe privárseles de la libertad; y los otros —los sujetos del desarrollo—, deben ser concebidos como los agentes de su propio desarrollo. Como que pinta, ¿no creen?
10 comentarios:
Pinta mujer, pinta
"F" menso, ¿se te acabaron las palabras? No lo puedo creer.
jajaja, buen comentario. ¿Sabes una cosa? el problema es querer racionalizar todo, la neta hay cosas que se viven y ya. Yo por ejemplo, vivo mi probreza (material y espiritual), se que es casi inherente a mi, y a veces peleo contra ella, pero es sólo para darle "quiacer" a mi actuar.
En realidad no me siento ni muy bien ni muy mal por ello. Recordé un gatito que tenía, que cuando se enfadaba, comenzaba a aventar una bola de hilo, para perseguirla y jugar con ella.
Espero me comprendas
Qué imagen tan sugerente (digo, la del gato). La neta, yo creo que no hacemos más que eso, aunque adornemos nuestra acción con palabras que suenan mejor (i.e. convicción). Nos inventamos metas a las que nos obligamos a llegar; obstáculos que luego tenemos que franquear; motivos que nos muevan a la acción, etcétera. Somos como ese gatito que avienta su propia bola de estambre que luego "tiene que" perseguir. Cuando tal vez, lo más adecuado sería responder a la pregunta «¿por qué hacer tal o cual cosa?» con una frase tan absurda como: «¿por qué no?». Qué pinche necesidad de tener razones, ¿eda?
Ya en serio, estas son mis reflexiones:
• El problema es pensar que del lado de los “cuerdos” existen coherencias absolutas, canales de comunicación y de reconocimiento consensuados, o al menos, fronteras claramente establecidas de exclusión para los considerados locos.
• La apuesta es precisamente, por establecer puentes de “comunicación” entre ambos extremos. Yo pienso en cambio, que no existirían dos ámbitos de pensar y actuar (cuerdos y locos) diferenciados, sino un arcoiris tridimensional de posicionamientos, donde lo que tenemos es la diferenciación gradual y paulatina de los seres humanos en torno a cualquier aspecto al que enfoquemos nuestra atención (en este caso sobre los enfermos mentales).
• Poner el énfasis en el “desarrollo desde abajo”, es decir, el darles a los beneficiarios la libertad de decidir, es coherente en cuanto se parte que tienen las herramientas básicas (“la razón” por el tema que nos interesa, o su “agencia razonada” diría Sen) para poder hacerlo. Pero en el caso de los locos, es asumir de entrada que también la tienen. Más, si así fuera, no estarían siendo cuestionados.
• Lo que subsiste es un planteamiento de que dentro del “gran orden” caben también los locos.
• Hay una disyuntiva inherente en el mensaje: la reclusión de los locos en hospitales psiquiátricos es con el fin de “salvaguardar” la integridad social externa, o bien, para la curación de los recluidos. El mensaje parece más inclinado a creer en lo primero más que en lo segundo.
• En el caso del desarrollo, un estilo de “trusteeship” pienso que es también posible encontrarlo en el otro lado, el lado de abajo, es decir, pensando en que existe también aquí una diferenciación en los medios y los conocimientos de los individuos y que “la gente” “la sociedad” o como le llamemos en realidad es incapaz de tomar decisiones al unísono o consensuadas (ni siquiera en los linchamientos masivos creo que se logra), y quien lo hace es uno o dos personajes, aunque hay diferencias de fondo y forma importantes en el “trusteeship” nacido casi anónimamente entre una colectividad (más conocimiento de su medio, redes sociales, insertos en una realidad y problemática que les afecta, como lo plantea Sen y lo señalas), y el profesional que se ostenta como tal, en virtud de una serie de “capacidades” que le imputan quienes lo han nombrado y le han destinado una función específica desde arriba.
• Hay un buen análisis en el paralelismo propuesto entre las fases por las que ha atravesado el concepto del desarrollo y la forma de tratar la locura.
• Acepto que la imputación de la locura puede tener fines políticos como una forma de enclaustramiento, pero sería sólo parte del espectro del problema (se que esto se usó sólo como ejemplo).
• Finalmente, hay que aceptar que la locura y el trato que a los que les imputamos tal daño reciben, está lejos de ser la adecuada; pero, pensándolo en términos menos teóricos y más cotidianos, uno de los elementos de más peso que está en juego es el económico y de ¿amor?, ¿afinidad?, ¿cariño por éstos?, ¿apego familiar?, no se, pero lo digo en términos de un dilema del que no tengo elementos para ser categórico y es:
• Es la familia quien de entrada comienza a separarse del miembro afectado con problemas mentales, en términos de considerarlo como ajeno a ella, porque ya no encuentra elementos subjetivos que consoliden su apego a éste dado su comportamiento, o bien
• Es el Estado y sus instituciones quienes se encargan de imputarle dicho estado de salud, y por tanto, de recluirlo en hospitales psiquiátricos para su “recuperación”.
• Considero que ésta última no es más que la consecuencia de un fenómeno mucho más macroestructural que involucra más que al Estado y sus hospitales a la sociedad y aun más específicamente, al reducido círculo humano que generalmente rodea a los enfermos mentales.
No se mucho sobre el tema pero racias por leer mi comentario.
P.D. Qué es la antipiquiatría? :>
Don anónimo (El Mago, si no me equivoco), acepto su invitación a extender más el argumento, a fin de clarificarlo. En general, me parecen muy chidas sus reflexiones (aunque algunas no las comparta), y, sobre todo, pienso que ponen el dedo en una llaga que sigue muy viva: a saber, la incapacidad para establecer radicalmente la línea divisoria entre la locura y la cordura. Pero vámonos por partes, como tú mismo lo propones.
1) Ciertamente, es muy difícil que los individuos que componemos una sociedad lleguemos a ponernos de acuerdo con respecto a cualquier tema, desde lo más trivial (i.e. pintar o no pintar un edificio o elegir de cuál color), hasta lo más serio (i.e. participar o no en una guerra, o en qué gastarnos los dineros del presupuesto público). Pero no podemos negar el hecho de que, a pesar de esas dificultades, se llegan establecer reglas del juego, que, si bien no son aceptadas por todos, por lo menos cuentan con el peso de una autoridad que tiene el poder de castigar a aquél que no las acate. Ahora bien, con respecto a la locura, también se han venido conformando e institucionalizando unas reglas que dicen qué hacer con la locura. Al respecto, hay una legislación que estipula los derechos y las obligaciones de los locos; hay organismos estatales dependientes de la Secretaría de Salud, los cuales se encargan de ejecutar acciones y de elaborar políticas encaminadas a dar con garrote al problema; hay también instancias privadas que contribuyen con su granito de arroz, pero siempre dentro de los marcos establecidos por la ley. Todo ello sólo para decirte que, objetivamente, sí hay una frontera de exclusión (aunque no abarque todo el espectro). Y si lo dudas, pídele a uno de tus familiares que te lleve a un hospital psiquiátrico y que le cuente a un médico, exagerando (un poquito nomás), la manera en que te conduces normalmente, y ya verás que si ese tipo decide que tu no estás cuerdo y que deben internarte, y si tu familiar está de acuerdo, no habrá nada que tú puedas hacer para librarte.
2) Me late mucho tu idea de no pensar en términos dialécticos el rollo, y es precisamente mi postura. Cuando hablo de establecer los "puentes de comunicación" que nos pondrían en contacto con la locura, no es porque piense como en dos pueblos (conjuntos humanos) que están aislados: el uno llamado La Cordura, y el otro La Sinrazón. Más bien, me da por pensar a cada ranchito (separado de los otros por múltiples ríos) como una persona (un individuo) que tiene que construir un puente para llegar al otro rancho. De esta manera, habrá puentes más fáciles de hacer: los que nos llevan a los rachos de los compas, de la familia, de los amores, de los afines; pero habrá otros que nos cuesten más trabajo: los que nos lleven a lugares en donde se profesa otra religión, o se tienen otras ideas políticas. Así, aunque no piense a la locura como algo homogéneo, sí creo que es más difícil relacionarnos con ciertos personajes considerados locos, sobre todo porque, si hay algo que los caracteriza, es precisamente su ser diferente y su apatía a las relaciones sociales. En ese sentido, digo que es más fácil entender al vecino que habla mi mismo idioma que al cuate que se la pasa balanceándose cual péndulo sentado frente a una pared (sin hablar con palabras). Pero ojo, "difícil" no es lo mismo que "imposible". Todos los seres humanos tenemos nuestras vías para expresarnos, y aún lo que parece más incoherente está diciendo algo.
3) La «agencia razonada» no es propiedad exclusiva de los cuerdos. Aunque de este lado se tache a los locos como gente de sinrazón o irracional, la neta es que ellos también encuentran sus vías para dotar de contenidos a su conciencia, aunque éstos discrepen de los regularmente aceptados. Y por otro lado, no son los únicos que son cuestionados. A ellos se les cuestiona por una supuesta carencia de razón, mientras que a "los de abajo" se nos cuestiona por una supuesta razón no-válida, por ignorantes.
4) Lo que subsiste es un planteamiento de caos (no sólo del lado de los locos), el chiste está en ¿cómo llegar a ponernos de acuerdo?
5) Cuando escribí el texto en cuestión sí me adscribía sin reservas a la denuncia del internamiento como sólo "encerramiento" injusto. Hoy en día he venido matizándo la idea, y es que, aunque no podemos negar los usos políticos malévolos que de esa práctica se puedan desprender, la neta es que también tiene su lado amable que es: el afán de enriquecer el conocimiento. No dejo de denunciar el hecho, ¿por qué privarlos de su libertad contra su voluntad? me pregunto, pero no cabe duda que otros van por su cuenta y que hay un equipo de trabajadores de la salud que sí va persiguiendo su curación.
6) Claro que siempre hay líderes: los guapos, los carismáticos, los inteligentes, los adinerados, etc. Ya sea que surjan en las grandes ligas o en las menores. La diferencia fundamental entre un caso y otro radicaría en que los primeros son "impuestos" apelando a ciertas ideas generales, mientras que los segundos son "reconocidos" en corto. La intención sería entonces que los sujetos se des-sujeten y se conviertan en «actores». Que cada uno tengamos la posibilidad de elegir a nuestros líderes, pedirles cuentas de frente, moverlos cuando nos caigan gordos, comprometernos en darle dirección a nuestro existir, influir en el destino de nuestro entorno; y no ser los simples borreguitos pasivos que aceptan todo (por apatía o por coerción).
7) Gracias por el cebollazo, je (por aquello del "buen análisis").
8) Creo que ya hablé sobre mi cambio en la consideración del internamiento. Estoy completamente de acuerdo contigo: los usos perversos de la hospitalización son sólo una parte del problema. Por otro lado, desde mi punto de vista, es la sociedad (la gente que convive con los locos cotidianamente) la que los reconoce (los ubica, los señala), y al hacerlo, crea un objeto de estudio para la ciencia y un problema que el Estado deberá resolver. Pero además, es esa misma sociedad la que legitima a dichas instancias formales para que actúen con autoridad sobre la locura. Entonces, una vez cruzado el umbral, se ha dejado en manos de las altas esferas el problema (como Poncio Pilatos, nos hemos lavado las manos).
9) Para no saber nada sobre el tema, resultaste ser muy crítico en tu lectura. ¡Bien joven! Y muchas gracias por leerme tan detenidamente.
P.D. La «antipsiquiatría» es una corriente de pensamiento que surgió en el seno mismo de la psiquiatría, influido por ideas provenientes del psicoanálisis y de la filosofía. Básicamente, lo que ponen en tela de juicio sus exponentes (muy contaminados por las ideas marxistas) es: por un lado, la hospitalización, puesto que les parece que los locos son un producto de una sociedad alienante que quiere borrar las evidencias de su hacer; y por el otro lado, la medicación, que no hace más que enriquecer a las firmas productoras de los fármacos. Aparece en Inglaterra durante la década de los 50 (con Cooper), se expande por el mundo occidental ("desarrollado") en los 60 (con Laing a la cabeza) y llega a México en los 70. Parece que tuvo mucho brillo por aquellos años y ahora se ha visto muy disminuida, aunque parece ser que sí ha dejado sentir algunos efectos. Lo digo porque las políticas reformantes en materia psiquiátrica apuntan a señalar la necesidad de cerrar los hospitales y de una mayor participación comunitaria. Aunque ya no sé si sea por aquellas críticas o por los efectos del neoliberalismo, je.
Necesito leer a detalle todo esto, pero volveré a la carga. No lo olvides.
Atte.
Mi medianoche es también mi mediodía!!
Chido Medianoche, aquí lo (o la) espero. Nos vemos a la salida, je.
Checa esta página, es sobre los pisiquiátricos en España pero igual y te sirve:
http://www.entornosocial.es/content/view/113/48/
P.D. Borras mi mensaje, luego porfas. Te lo iba a enviar a tu mail pero me dio flojera.
Gracias anónimo.
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