Llega un loco ante un grupo de intelectuales que estaban discurriendo sobre temas filosóficos en el café de la esquina. Se arrodilla junto a su mesa, levanta las manos hacia el cielo (cual fervoroso católico que está a punto de reventarse un padre nuestro) y, de pronto, desde lo más hondo de su ser, escupe una desesperada súplica: «¡por favor!, que alguien me diga, ¿por qué soy ahora un enfermo mental?».
Al instante, Bleuler, quien hasta ese momento no había participado en la charla que sostenían sus compas, se acomoda en su asiento y, con toda la seguridad del mundo, le dice al loco: «verá, mi estimado señor, lo que sucede es que en la naturaleza existe cierto tipo de esencias mórbidas, al igual que hay otras perfectamente sanas. Yo, por supuesto, soy muy sano, y sé que usted está enfermo. ¿Por qué lo sé?, ¡ah!, pues porque veo en usted los síntomas que manifiestan su esencia insana».
En eso, Ribot entró al quite. «Pero Eugen, no te pases, te refieres al pobre señor como si hablaras de un perro. Date cuenta, es una p e r s o n a ». Entonces, se levantó de su silla y se dirigió hacia donde estaba el loco arrodillado. Posó su mano en la cabeza de éste y la deslizó por entre sus cabellos repetidas veces (como quien acaricia a su perro) mientras le decía tiernamente: «que no lo confundan querido amigo, yo le voy a explicar». Le dio al loco una palmadita en el hombro y comenzó a pasearse enfrente de él con actitud reflexiva. «Lo cierto es —se soltó diciendo de repente— que alguna parte de su cabeza, su cerebro o su mente, no sabría decirle con exactitud en este momento, pues requeriría para ello estudiarlo más a fondo, se ha ido atrofiando paulatinamente, lo cual, ha provocado una involución en su persona. Me explico. La sociedad, en su evolución, ha hecho posibles ciertas conductas que han sustituido a las formas primitivas del comportamiento. Por ejemplo, anteriormente éramos egoístas y ahora nos hemos vuelto solidarios. Pero usted, como está enfermo, en lugar de hacerse más solidario, ha transitado en sentido inverso, se ha vuelto cada vez más egoísta. Por eso su vida afectiva está perturbada, por eso prefiere hablar con usted mismo antes que con los demás. Ahora, si me pregunta que por qué se le descompuso la cabeza, pues honestamente no lo sé. A la mera mi colega Bleuler tenga razón y sea porque de antemano no servía para funcionar normalmente». Detuvo su ir y venir, se acomodó el saco con actitud satisfecha y se dirigió de nuevo a tomar asiento. Todos permanecieron en silencio por un instante, parecía que estaban digiriendo aquellas sesudas palabras. Sólo Freud dibujó en su rostro una sonrisa burlona.
No acababa Ribot de acomodarse en su silla, cuando se oyeron unos aplausos del otro lado de la mesa acompañados por un entusiasta «¡bravo!». Inmediatamente, la atención de los presentes se dirigió hacia el lugar de donde aquéllos procedían. Y cuando descubrieron que había sido Freud el que los había producido, se dispusieron a escucharlo con sumo interés (algunos hasta bornearon sus sillas para quedar de frente a él). Éste, seguro como estaba de haber captado completamente la atención de todos, se dio el lujo de tomarse un tiempo más antes de comenzar a hablar. Se recargó en el equipal y cruzó la pierna parsimoniosamente. Llevándose la mano derecha a la sien, por fin rompió el silencio. «¡Ah qué mi Theodore!, siempre tan lineal —comenzó diciendo—, lamento decirte que la vida es mucho más compleja que esa diagonal que te has figurado en la cabezota». Todos soltaron la carcajada. Ribot, avergonzado, sólo atinó a removerse en su asiento desviando la mirada (como quien hace que la virgen le habla). Freud suspiró con un dejo de fastidio y prosiguió: «el problema con tu esquemita es que plantea lo presente como una acumulación de lo pasado, como si fueran dos cosas aparte, y no, las cosas no son así. Lo presente no es promovido por lo pasado. Los seres humanos, desde nuestro presente, le conferimos un sentido a nuestro pasado y lo hacemos inteligible, lo mismo que al propio presente. Si los enfermos mentales llegan a ser tales, es porque tienen broncas para efectuar dicho procedimiento. Primero, porque no pueden integrar su pasado a su presente al experimentar un conflicto entre las significaciones que su historia individual constituyó en el pasado en torno a situaciones traumáticas y las significaciones que forma en el presente, debido a que las segundas reprimen a las primeras en el inconsciente. Pero también porque se frustran al experimentar un conflicto entre sus formas individuales de satisfacción y las normas sociales de conducta, debido a que no pueden seguir el ritmo que la sociedad, en aras de sus ideales de cultura, les impone. Esas broncas generan en ellos una angustia tan tremenda, que prefieren refugiarse en la enfermedad para alejarse de su situación. Lo que no saben es que, al hacerlo así, se han metido en un círculo vicioso, ya que, negando su realidad (al sumergirse en la enfermedad) vuelven a producir los conflictos que originalmente produjeron la angustia de la que quieren alejarse. Que irónico ¿no les parece? El remedio (enfermedad mental) está pior que la enfermedad (angustia), porque no hace otra cosa que generar más angustia en el enfermo, incrementando a su vez los deseos de éste por sumergirse más y más en su enfermedad. ¿Entiendes ahora Theodore? A este tipo —dijo Freud señalando al loco como si apuntara en dirección de un mueble cualquiera— no se le atrofió la choya y como consecuencia ha retornado al pasado comportándose arcaicamente como dices». Ante el gesto de Freud para con el loco, Jaspers enrojeció de cólera, pero Freud ni cuenta se dio y continuó apasionado con su disertación: «…es él el que intencionalmente ha huido de su presente pues le resulta amenazante. Es él y sólo él, el que ha decidido refugiarse en la enfermedad mental para apartarse de su angustiosa realidad. Pero te tengo malas noticias —dijo Freud dirigiéndose ahora directamente al loco—, por ese camino no vas a llegar al lugar deseado». Todos parecían convencidos, afirmaban insistentemente con la cabeza. Incluso Ribot tenía la cara iluminada, como si le hubieran hecho partícipe de una verdad que hasta entonces se le había negado. Mientras tanto, Freud, tratando de aparentar una tranquilidad que estaba lejos de sentir, quitó un cabello (¿propio?) que había ido a parar a la solapa de su saco.
Un reproche le vino a dar al traste al encanto de su momento mágico. Freud ya no pudo seguir saboreando las mieles del triunfo porque Jaspers prorrumpió en gritos y manotazos: «¿pero quién te has creído tú, sabio de pacotilla, que te atreves a tratar como una cosa cualquiera a este hermano?, ¿acaso te sientes superior a él?, ¿quién o qué te autoriza a decir que posees su verdad? No Sigmund, por ahí no es el asunto». Todos enmudecieron. Freud palideció. Jaspers tomó aire en un intento por calmarse. Bajó la cabeza, se recorrió lentamente hacia atrás en su sillón y, al cabo de un rato dijo: «disculpen señores, perdóname Sigi, me ofusqué». Ante tal acto de humildad, Freud no tuvo más que poner atención a lo que Jaspers tenía que decir. Éste, por su parte, intentó explicar su punto de vista: «lo que ocurre —dijo juntando sus manos— es que pienso que los enfoques que hasta este momento hemos venido escuchando cojean de una misma pata: a saber, que todos tratan al enfermo mental como un “objeto”, independientemente que lo crean una esencia mórbida o una personalidad que se ha atrofiado por las más diversas causas. Ese tratamiento no distingue la forma del contenido. Y es que, si los seres humanos tenemos vivencias o fenómenos psíquicos “normales” o iguales en todos; los contenidos de los que los dotamos son los que pueden ser “normales” o “patológicos”. En ese sentido, este ser humano que viene a nosotros en pos de ayuda —dijo señalando con su mano extendida hacia el loco—, vive y piensa igual que cualquiera de los que estamos sentados a esta mesa, que nos las damos de muy “sabios”, pero se distancia de nosotros precisamente en los contenidos que concede a ese vivir y pensar. Y para entenderlo, no tenemos por qué verlo como un objeto alejado de nosotros mismos, sino que tenemos que recurrir a nuestra intuición, porque él es alguien como nosotros. Entonces, tenemos que intentar ver el mundo con sus ojos, haciendo un esfuerzo empático, poniendo atención a la verdad que él posee sobre sí mismo y no creyéndolo ignorante y que sólo nosotros podemos dar con su verdad». Un tanto avergonzados, todos los presentes bajaron la cabeza, sólo el loco esbozó una leve sonrisa.
En eso, Benedict (única mujer del grupo), quien traía una taza de café para su maestro Kardiner, carraspeó insegura, como que quería hablar pero no se atrevía. Su maestro le dio un codazo alentándola, pero ella no se animaba. Por eso, don Abraham decidió allanarle el camino: «estoy de acuerdo contigo Karl —le dijo a Jaspers—, pero aquí mi alumna tiene una tesis interesante que pone el acento en otro tipo de cuestiones, ¿verdad Ruth?». A Benedict se le quebró la voz cuando comenzó a hablar: «este…sí señor. Lo que pasa es que he pensado en las dificultades que conlleva el pensar en la separación entre lo normal y lo patológico y he llegado a la conclusión de que la locura sólo adquiere realidad y valor al ser reconocida como tal por una cultura específica, es decir, que esa designación es relativa. En ese sentido, si aquí reconocemos a este señor como loco —dijo volteando a ver al loco que seguía postrado—, en otras culturas él puede ser concebido como completamente normal». Jaspers sonrió benevolente y dijo: «sí señorita, tiene razón, pero está atendiendo a la otra parte del fenómeno de la locura que también tiene que ver con ella; y lo que aquí estamos tratando de hacer es responderle a este señor la pregunta que nos hizo, a lo cual, no podemos decirle que sólo es porque su cultura así lo cataloga». Benedict, sintiéndose descalificada, se limitó a sentarse al lado de su maestro, quien afectuosamente le dio unas palmaditas en el brazo. No obstante, su comentario despertó otros intereses y el debate se fue por otro rumbo.
Así, Fromm, después de que Benedict se sentó, levantó la mano y dijo con seguridad: «pero hay algo, en ese aspecto social que la compañera releva, que sí tiene que ver con el por qué un enfermo mental llega a ser tal, sin que se trate de un mero juicio ». Todos voltearon a verlo con interés. «Hasta este momento se ha centrado la respuesta en el loco mismo —continuó Fromm— pero se han olvidado de las conexiones de su condición con los hechos socioculturales». «¡Cierto, muy cierto Erich!», gritó Foucault de repente y todas las miradas se centraron en él. Éste se levantó, se encaminó hacia el loco y lo tomó por el hombro. Acto seguido, dirigiéndose hacia sus compañeros, dijo: «amigos, este hecho patológico puede ser denunciado atendiendo a la situación de alienación en la que se encuentra esta persona. Entonces, no podemos explicarle su propia experiencia sin referirnos a las estructuras sociales que propician el que sea un enfermo. Mi estimado señor —dijo ahora hablándole al loco— usted es lo que es porque el medio humano en el que vivimos, al negarle su libertad de expresión y de actuación, designando al hospital psiquiátrico como su lugar natural, ha propiciado el que usted haya devenido enfermo mental». Todos se quedaron pensativos. Y es probable que se haya suscitado una segunda tanda de intervenciones, pero el loco no les dio chance.
Cuando terminó la primera ronda de engorrosas respuestas, el loco se rascó la cabeza con el ceño fruncido, se incorporó y, sin decir palabra se alejó de ahí dando marometas y entonando una rola del Rockdrigo que a la letra dice: «no, no estoy loco señor, se lo puedo demostrar….».
Al instante, Bleuler, quien hasta ese momento no había participado en la charla que sostenían sus compas, se acomoda en su asiento y, con toda la seguridad del mundo, le dice al loco: «verá, mi estimado señor, lo que sucede es que en la naturaleza existe cierto tipo de esencias mórbidas, al igual que hay otras perfectamente sanas. Yo, por supuesto, soy muy sano, y sé que usted está enfermo. ¿Por qué lo sé?, ¡ah!, pues porque veo en usted los síntomas que manifiestan su esencia insana».
En eso, Ribot entró al quite. «Pero Eugen, no te pases, te refieres al pobre señor como si hablaras de un perro. Date cuenta, es una p e r s o n a ». Entonces, se levantó de su silla y se dirigió hacia donde estaba el loco arrodillado. Posó su mano en la cabeza de éste y la deslizó por entre sus cabellos repetidas veces (como quien acaricia a su perro) mientras le decía tiernamente: «que no lo confundan querido amigo, yo le voy a explicar». Le dio al loco una palmadita en el hombro y comenzó a pasearse enfrente de él con actitud reflexiva. «Lo cierto es —se soltó diciendo de repente— que alguna parte de su cabeza, su cerebro o su mente, no sabría decirle con exactitud en este momento, pues requeriría para ello estudiarlo más a fondo, se ha ido atrofiando paulatinamente, lo cual, ha provocado una involución en su persona. Me explico. La sociedad, en su evolución, ha hecho posibles ciertas conductas que han sustituido a las formas primitivas del comportamiento. Por ejemplo, anteriormente éramos egoístas y ahora nos hemos vuelto solidarios. Pero usted, como está enfermo, en lugar de hacerse más solidario, ha transitado en sentido inverso, se ha vuelto cada vez más egoísta. Por eso su vida afectiva está perturbada, por eso prefiere hablar con usted mismo antes que con los demás. Ahora, si me pregunta que por qué se le descompuso la cabeza, pues honestamente no lo sé. A la mera mi colega Bleuler tenga razón y sea porque de antemano no servía para funcionar normalmente». Detuvo su ir y venir, se acomodó el saco con actitud satisfecha y se dirigió de nuevo a tomar asiento. Todos permanecieron en silencio por un instante, parecía que estaban digiriendo aquellas sesudas palabras. Sólo Freud dibujó en su rostro una sonrisa burlona.
No acababa Ribot de acomodarse en su silla, cuando se oyeron unos aplausos del otro lado de la mesa acompañados por un entusiasta «¡bravo!». Inmediatamente, la atención de los presentes se dirigió hacia el lugar de donde aquéllos procedían. Y cuando descubrieron que había sido Freud el que los había producido, se dispusieron a escucharlo con sumo interés (algunos hasta bornearon sus sillas para quedar de frente a él). Éste, seguro como estaba de haber captado completamente la atención de todos, se dio el lujo de tomarse un tiempo más antes de comenzar a hablar. Se recargó en el equipal y cruzó la pierna parsimoniosamente. Llevándose la mano derecha a la sien, por fin rompió el silencio. «¡Ah qué mi Theodore!, siempre tan lineal —comenzó diciendo—, lamento decirte que la vida es mucho más compleja que esa diagonal que te has figurado en la cabezota». Todos soltaron la carcajada. Ribot, avergonzado, sólo atinó a removerse en su asiento desviando la mirada (como quien hace que la virgen le habla). Freud suspiró con un dejo de fastidio y prosiguió: «el problema con tu esquemita es que plantea lo presente como una acumulación de lo pasado, como si fueran dos cosas aparte, y no, las cosas no son así. Lo presente no es promovido por lo pasado. Los seres humanos, desde nuestro presente, le conferimos un sentido a nuestro pasado y lo hacemos inteligible, lo mismo que al propio presente. Si los enfermos mentales llegan a ser tales, es porque tienen broncas para efectuar dicho procedimiento. Primero, porque no pueden integrar su pasado a su presente al experimentar un conflicto entre las significaciones que su historia individual constituyó en el pasado en torno a situaciones traumáticas y las significaciones que forma en el presente, debido a que las segundas reprimen a las primeras en el inconsciente. Pero también porque se frustran al experimentar un conflicto entre sus formas individuales de satisfacción y las normas sociales de conducta, debido a que no pueden seguir el ritmo que la sociedad, en aras de sus ideales de cultura, les impone. Esas broncas generan en ellos una angustia tan tremenda, que prefieren refugiarse en la enfermedad para alejarse de su situación. Lo que no saben es que, al hacerlo así, se han metido en un círculo vicioso, ya que, negando su realidad (al sumergirse en la enfermedad) vuelven a producir los conflictos que originalmente produjeron la angustia de la que quieren alejarse. Que irónico ¿no les parece? El remedio (enfermedad mental) está pior que la enfermedad (angustia), porque no hace otra cosa que generar más angustia en el enfermo, incrementando a su vez los deseos de éste por sumergirse más y más en su enfermedad. ¿Entiendes ahora Theodore? A este tipo —dijo Freud señalando al loco como si apuntara en dirección de un mueble cualquiera— no se le atrofió la choya y como consecuencia ha retornado al pasado comportándose arcaicamente como dices». Ante el gesto de Freud para con el loco, Jaspers enrojeció de cólera, pero Freud ni cuenta se dio y continuó apasionado con su disertación: «…es él el que intencionalmente ha huido de su presente pues le resulta amenazante. Es él y sólo él, el que ha decidido refugiarse en la enfermedad mental para apartarse de su angustiosa realidad. Pero te tengo malas noticias —dijo Freud dirigiéndose ahora directamente al loco—, por ese camino no vas a llegar al lugar deseado». Todos parecían convencidos, afirmaban insistentemente con la cabeza. Incluso Ribot tenía la cara iluminada, como si le hubieran hecho partícipe de una verdad que hasta entonces se le había negado. Mientras tanto, Freud, tratando de aparentar una tranquilidad que estaba lejos de sentir, quitó un cabello (¿propio?) que había ido a parar a la solapa de su saco.
Un reproche le vino a dar al traste al encanto de su momento mágico. Freud ya no pudo seguir saboreando las mieles del triunfo porque Jaspers prorrumpió en gritos y manotazos: «¿pero quién te has creído tú, sabio de pacotilla, que te atreves a tratar como una cosa cualquiera a este hermano?, ¿acaso te sientes superior a él?, ¿quién o qué te autoriza a decir que posees su verdad? No Sigmund, por ahí no es el asunto». Todos enmudecieron. Freud palideció. Jaspers tomó aire en un intento por calmarse. Bajó la cabeza, se recorrió lentamente hacia atrás en su sillón y, al cabo de un rato dijo: «disculpen señores, perdóname Sigi, me ofusqué». Ante tal acto de humildad, Freud no tuvo más que poner atención a lo que Jaspers tenía que decir. Éste, por su parte, intentó explicar su punto de vista: «lo que ocurre —dijo juntando sus manos— es que pienso que los enfoques que hasta este momento hemos venido escuchando cojean de una misma pata: a saber, que todos tratan al enfermo mental como un “objeto”, independientemente que lo crean una esencia mórbida o una personalidad que se ha atrofiado por las más diversas causas. Ese tratamiento no distingue la forma del contenido. Y es que, si los seres humanos tenemos vivencias o fenómenos psíquicos “normales” o iguales en todos; los contenidos de los que los dotamos son los que pueden ser “normales” o “patológicos”. En ese sentido, este ser humano que viene a nosotros en pos de ayuda —dijo señalando con su mano extendida hacia el loco—, vive y piensa igual que cualquiera de los que estamos sentados a esta mesa, que nos las damos de muy “sabios”, pero se distancia de nosotros precisamente en los contenidos que concede a ese vivir y pensar. Y para entenderlo, no tenemos por qué verlo como un objeto alejado de nosotros mismos, sino que tenemos que recurrir a nuestra intuición, porque él es alguien como nosotros. Entonces, tenemos que intentar ver el mundo con sus ojos, haciendo un esfuerzo empático, poniendo atención a la verdad que él posee sobre sí mismo y no creyéndolo ignorante y que sólo nosotros podemos dar con su verdad». Un tanto avergonzados, todos los presentes bajaron la cabeza, sólo el loco esbozó una leve sonrisa.
En eso, Benedict (única mujer del grupo), quien traía una taza de café para su maestro Kardiner, carraspeó insegura, como que quería hablar pero no se atrevía. Su maestro le dio un codazo alentándola, pero ella no se animaba. Por eso, don Abraham decidió allanarle el camino: «estoy de acuerdo contigo Karl —le dijo a Jaspers—, pero aquí mi alumna tiene una tesis interesante que pone el acento en otro tipo de cuestiones, ¿verdad Ruth?». A Benedict se le quebró la voz cuando comenzó a hablar: «este…sí señor. Lo que pasa es que he pensado en las dificultades que conlleva el pensar en la separación entre lo normal y lo patológico y he llegado a la conclusión de que la locura sólo adquiere realidad y valor al ser reconocida como tal por una cultura específica, es decir, que esa designación es relativa. En ese sentido, si aquí reconocemos a este señor como loco —dijo volteando a ver al loco que seguía postrado—, en otras culturas él puede ser concebido como completamente normal». Jaspers sonrió benevolente y dijo: «sí señorita, tiene razón, pero está atendiendo a la otra parte del fenómeno de la locura que también tiene que ver con ella; y lo que aquí estamos tratando de hacer es responderle a este señor la pregunta que nos hizo, a lo cual, no podemos decirle que sólo es porque su cultura así lo cataloga». Benedict, sintiéndose descalificada, se limitó a sentarse al lado de su maestro, quien afectuosamente le dio unas palmaditas en el brazo. No obstante, su comentario despertó otros intereses y el debate se fue por otro rumbo.
Así, Fromm, después de que Benedict se sentó, levantó la mano y dijo con seguridad: «pero hay algo, en ese aspecto social que la compañera releva, que sí tiene que ver con el por qué un enfermo mental llega a ser tal, sin que se trate de un mero juicio ». Todos voltearon a verlo con interés. «Hasta este momento se ha centrado la respuesta en el loco mismo —continuó Fromm— pero se han olvidado de las conexiones de su condición con los hechos socioculturales». «¡Cierto, muy cierto Erich!», gritó Foucault de repente y todas las miradas se centraron en él. Éste se levantó, se encaminó hacia el loco y lo tomó por el hombro. Acto seguido, dirigiéndose hacia sus compañeros, dijo: «amigos, este hecho patológico puede ser denunciado atendiendo a la situación de alienación en la que se encuentra esta persona. Entonces, no podemos explicarle su propia experiencia sin referirnos a las estructuras sociales que propician el que sea un enfermo. Mi estimado señor —dijo ahora hablándole al loco— usted es lo que es porque el medio humano en el que vivimos, al negarle su libertad de expresión y de actuación, designando al hospital psiquiátrico como su lugar natural, ha propiciado el que usted haya devenido enfermo mental». Todos se quedaron pensativos. Y es probable que se haya suscitado una segunda tanda de intervenciones, pero el loco no les dio chance.
Cuando terminó la primera ronda de engorrosas respuestas, el loco se rascó la cabeza con el ceño fruncido, se incorporó y, sin decir palabra se alejó de ahí dando marometas y entonando una rola del Rockdrigo que a la letra dice: «no, no estoy loco señor, se lo puedo demostrar….».
10 comentarios:
Lamento informarle, mi estimada, que Freud tampoco escapó a la fiebre evolucionista de su época. Aunque no contradigo su argumento, creo que está un tanto incompleto.
Mauizyotika nimitzmaka zente tlapaloaliztli
Xinechtlapopolhui mi filósofo. Tienes toda la razón, y creo que capataste bien la intención de colocar a Freud en ese lugar (criticando las posiciones evolucionistas, como la de Ribot). Sin duda, en la concepción freudiana de la enfermedad mental como regresión a un estado precedente del desarrollo afectivo se observan los ecos del viejo tema spenceriano. No obstante, considero que Freud, como todos los grandes, es tan incoherente en su pensamiento, que, al mismo tiempo que abonó (desde la psicología) a la teoría de la evolución , también posibilitó su trastocamiento, pues hizo del análisis causal el origen de las significaciones, con lo cual, cambió a la evolución por la historia. Y es ésta la parte que quise destacar. ¿Mochi kualli mokaki?
P.D. Tlazohkamati. Ma niman timouikatz.
Zenka kualli mi mujercita. Me ha convencido completamente. Y ya sabe lo que me cuesta aceptar eso. Tohta.
Filosofillo de pacotilla (diría el Jaspers), no me digas eso que me sonrojas. Mejor alégame como sabes hacerlo, que no te faltan elementos. ¿Será que es tu manera de echarme porras para que siga escribiendo? Nehuatl nitlatlani.
Nehuatl nitenankilia: nunca utilizaría una estrategia tan barata. Ya deja de dudar y sigue aprendiendo a escribir escribiendo, que vas por buen camino. ¡Tlakuele!
Kemah, ¡tiazkeh!
Un besote en esa pequeña frente (ja, es broma) de filósofo.
No es mi fin interrumpir esta conversación suya, y menos cuando escriben simbolos que no los entiendo.
Saludos ' ' ' ' ' ' ' ' ' ' ' '
Para lograr este fin que busco solo diré a la viajera Zihuatl:
[Interesante tu escrito, y muy creativo.]
Teniendo en cuenta la posibilidad de una cofusion respecto a cuáles símbolos me referí al inicio ...
In labore requies, in aestu temperies, in fletu solatium.
¡Ah, chingá! Pos ora sí que me dejaste con el ojo cuadrado mi Scandicus, ¿me lo puedes tradujir?, je. Maldito, te desquitaste, ¿eda?
Ja, ja, ja ...
Zihuatl, no cabe duda que todos sentimos desde un mismo lugar: el corazón.
Su traducción es esta:
"En el trabajo descanso, en el ardor equilibrio,en el llanto consuelo."
Chido mi Scandicus, buena frase.
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