Ella estaba convencida de que su libertad no tenía sentido, sino con relación a un destino limitado. Sólo podía ser libre para decidir el tipo de cadenas que la atarían en un momento dado de su camino. Estaba claro. El equilibrio de su vida emanaba de la permanente oposición entre su rebelión [fortalecedora de monstruos] consciente y la oscuridad [creadora de fantasmas] en la que forcejeaba. Ante el convencimiento de tal absurdo, aquella madrugada optó por vivir lo más posible y no lo mejor posible. ¿Qué más daba? Finalmente, la acumulación de experiencias —que no juicios de valor— sería lo único que podría salvarla de las estúpidas morales que la asaltaban por todos los frentes, inmovilizándola.
Así, con sus eternos carceleros en mano, llegó a estacionarse frente a las orlas de aquel cuadro voluptuoso que su memoria conservaba. Expelió de su ser las resistencias, y éstas se diluyeron (junto con el humo del cigarrillo) entre la brisa de su rincón sagrado. Se deslizó (de la mano de doña cebada) hacia los riscos latentes de su interior. Los peñascos del costal que llevaba a cuestas rodaron lentamente por sus mejillas, para sepultarse después en los granitos de la nada. Sin dilación, se unió al trío la soledad anhelada. La verdadera soledad. La que libera de las presencias más ruines [esas que fueron alguna vez o que todavía no son, pero que nunca nos dejan completamente solos]. Sólo entonces, Ella fue capaz de sentirse a plenitud en Él. A la luz de la luna, le obsequió los besos más apasionados que sus labios jamás fabricaran. Cobijada por la arena, vibró entre esos brazos que le prodigaron las más ardientes caricias jamás admitidas. Y vivió.