viernes, junio 24, 2005

Ja, qué buen chiste…

Llega un loco ante un grupo de intelectuales que estaban discurriendo sobre temas filosóficos en el café de la esquina. Se arrodilla junto a su mesa, levanta las manos hacia el cielo (cual fervoroso católico que está a punto de reventarse un padre nuestro) y, de pronto, desde lo más hondo de su ser, escupe una desesperada súplica: «¡por favor!, que alguien me diga, ¿por qué soy ahora un enfermo mental?».

Al instante, Bleuler, quien hasta ese momento no había participado en la charla que sostenían sus compas, se acomoda en su asiento y, con toda la seguridad del mundo, le dice al loco: «verá, mi estimado señor, lo que sucede es que en la naturaleza existe cierto tipo de esencias mórbidas, al igual que hay otras perfectamente sanas. Yo, por supuesto, soy muy sano, y sé que usted está enfermo. ¿Por qué lo sé?, ¡ah!, pues porque veo en usted los síntomas que manifiestan su esencia insana».

En eso, Ribot entró al quite. «Pero Eugen, no te pases, te refieres al pobre señor como si hablaras de un perro. Date cuenta, es una p e r s o n a ». Entonces, se levantó de su silla y se dirigió hacia donde estaba el loco arrodillado. Posó su mano en la cabeza de éste y la deslizó por entre sus cabellos repetidas veces (como quien acaricia a su perro) mientras le decía tiernamente: «que no lo confundan querido amigo, yo le voy a explicar». Le dio al loco una palmadita en el hombro y comenzó a pasearse enfrente de él con actitud reflexiva. «Lo cierto es —se soltó diciendo de repente— que alguna parte de su cabeza, su cerebro o su mente, no sabría decirle con exactitud en este momento, pues requeriría para ello estudiarlo más a fondo, se ha ido atrofiando paulatinamente, lo cual, ha provocado una involución en su persona. Me explico. La sociedad, en su evolución, ha hecho posibles ciertas conductas que han sustituido a las formas primitivas del comportamiento. Por ejemplo, anteriormente éramos egoístas y ahora nos hemos vuelto solidarios. Pero usted, como está enfermo, en lugar de hacerse más solidario, ha transitado en sentido inverso, se ha vuelto cada vez más egoísta. Por eso su vida afectiva está perturbada, por eso prefiere hablar con usted mismo antes que con los demás. Ahora, si me pregunta que por qué se le descompuso la cabeza, pues honestamente no lo sé. A la mera mi colega Bleuler tenga razón y sea porque de antemano no servía para funcionar normalmente». Detuvo su ir y venir, se acomodó el saco con actitud satisfecha y se dirigió de nuevo a tomar asiento. Todos permanecieron en silencio por un instante, parecía que estaban digiriendo aquellas sesudas palabras. Sólo Freud dibujó en su rostro una sonrisa burlona.

No acababa Ribot de acomodarse en su silla, cuando se oyeron unos aplausos del otro lado de la mesa acompañados por un entusiasta «¡bravo!». Inmediatamente, la atención de los presentes se dirigió hacia el lugar de donde aquéllos procedían. Y cuando descubrieron que había sido Freud el que los había producido, se dispusieron a escucharlo con sumo interés (algunos hasta bornearon sus sillas para quedar de frente a él). Éste, seguro como estaba de haber captado completamente la atención de todos, se dio el lujo de tomarse un tiempo más antes de comenzar a hablar. Se recargó en el equipal y cruzó la pierna parsimoniosamente. Llevándose la mano derecha a la sien, por fin rompió el silencio. «¡Ah qué mi Theodore!, siempre tan lineal —comenzó diciendo—, lamento decirte que la vida es mucho más compleja que esa diagonal que te has figurado en la cabezota». Todos soltaron la carcajada. Ribot, avergonzado, sólo atinó a removerse en su asiento desviando la mirada (como quien hace que la virgen le habla). Freud suspiró con un dejo de fastidio y prosiguió: «el problema con tu esquemita es que plantea lo presente como una acumulación de lo pasado, como si fueran dos cosas aparte, y no, las cosas no son así. Lo presente no es promovido por lo pasado. Los seres humanos, desde nuestro presente, le conferimos un sentido a nuestro pasado y lo hacemos inteligible, lo mismo que al propio presente. Si los enfermos mentales llegan a ser tales, es porque tienen broncas para efectuar dicho procedimiento. Primero, porque no pueden integrar su pasado a su presente al experimentar un conflicto entre las significaciones que su historia individual constituyó en el pasado en torno a situaciones traumáticas y las significaciones que forma en el presente, debido a que las segundas reprimen a las primeras en el inconsciente. Pero también porque se frustran al experimentar un conflicto entre sus formas individuales de satisfacción y las normas sociales de conducta, debido a que no pueden seguir el ritmo que la sociedad, en aras de sus ideales de cultura, les impone. Esas broncas generan en ellos una angustia tan tremenda, que prefieren refugiarse en la enfermedad para alejarse de su situación. Lo que no saben es que, al hacerlo así, se han metido en un círculo vicioso, ya que, negando su realidad (al sumergirse en la enfermedad) vuelven a producir los conflictos que originalmente produjeron la angustia de la que quieren alejarse. Que irónico ¿no les parece? El remedio (enfermedad mental) está pior que la enfermedad (angustia), porque no hace otra cosa que generar más angustia en el enfermo, incrementando a su vez los deseos de éste por sumergirse más y más en su enfermedad. ¿Entiendes ahora Theodore? A este tipo —dijo Freud señalando al loco como si apuntara en dirección de un mueble cualquiera— no se le atrofió la choya y como consecuencia ha retornado al pasado comportándose arcaicamente como dices». Ante el gesto de Freud para con el loco, Jaspers enrojeció de cólera, pero Freud ni cuenta se dio y continuó apasionado con su disertación: «…es él el que intencionalmente ha huido de su presente pues le resulta amenazante. Es él y sólo él, el que ha decidido refugiarse en la enfermedad mental para apartarse de su angustiosa realidad. Pero te tengo malas noticias —dijo Freud dirigiéndose ahora directamente al loco—, por ese camino no vas a llegar al lugar deseado». Todos parecían convencidos, afirmaban insistentemente con la cabeza. Incluso Ribot tenía la cara iluminada, como si le hubieran hecho partícipe de una verdad que hasta entonces se le había negado. Mientras tanto, Freud, tratando de aparentar una tranquilidad que estaba lejos de sentir, quitó un cabello (¿propio?) que había ido a parar a la solapa de su saco.

Un reproche le vino a dar al traste al encanto de su momento mágico. Freud ya no pudo seguir saboreando las mieles del triunfo porque Jaspers prorrumpió en gritos y manotazos: «¿pero quién te has creído tú, sabio de pacotilla, que te atreves a tratar como una cosa cualquiera a este hermano?, ¿acaso te sientes superior a él?, ¿quién o qué te autoriza a decir que posees su verdad? No Sigmund, por ahí no es el asunto». Todos enmudecieron. Freud palideció. Jaspers tomó aire en un intento por calmarse. Bajó la cabeza, se recorrió lentamente hacia atrás en su sillón y, al cabo de un rato dijo: «disculpen señores, perdóname Sigi, me ofusqué». Ante tal acto de humildad, Freud no tuvo más que poner atención a lo que Jaspers tenía que decir. Éste, por su parte, intentó explicar su punto de vista: «lo que ocurre —dijo juntando sus manos— es que pienso que los enfoques que hasta este momento hemos venido escuchando cojean de una misma pata: a saber, que todos tratan al enfermo mental como un “objeto”, independientemente que lo crean una esencia mórbida o una personalidad que se ha atrofiado por las más diversas causas. Ese tratamiento no distingue la forma del contenido. Y es que, si los seres humanos tenemos vivencias o fenómenos psíquicos “normales” o iguales en todos; los contenidos de los que los dotamos son los que pueden ser “normales” o “patológicos”. En ese sentido, este ser humano que viene a nosotros en pos de ayuda —dijo señalando con su mano extendida hacia el loco—, vive y piensa igual que cualquiera de los que estamos sentados a esta mesa, que nos las damos de muy “sabios”, pero se distancia de nosotros precisamente en los contenidos que concede a ese vivir y pensar. Y para entenderlo, no tenemos por qué verlo como un objeto alejado de nosotros mismos, sino que tenemos que recurrir a nuestra intuición, porque él es alguien como nosotros. Entonces, tenemos que intentar ver el mundo con sus ojos, haciendo un esfuerzo empático, poniendo atención a la verdad que él posee sobre sí mismo y no creyéndolo ignorante y que sólo nosotros podemos dar con su verdad». Un tanto avergonzados, todos los presentes bajaron la cabeza, sólo el loco esbozó una leve sonrisa.

En eso, Benedict (única mujer del grupo), quien traía una taza de café para su maestro Kardiner, carraspeó insegura, como que quería hablar pero no se atrevía. Su maestro le dio un codazo alentándola, pero ella no se animaba. Por eso, don Abraham decidió allanarle el camino: «estoy de acuerdo contigo Karl —le dijo a Jaspers—, pero aquí mi alumna tiene una tesis interesante que pone el acento en otro tipo de cuestiones, ¿verdad Ruth?». A Benedict se le quebró la voz cuando comenzó a hablar: «este…sí señor. Lo que pasa es que he pensado en las dificultades que conlleva el pensar en la separación entre lo normal y lo patológico y he llegado a la conclusión de que la locura sólo adquiere realidad y valor al ser reconocida como tal por una cultura específica, es decir, que esa designación es relativa. En ese sentido, si aquí reconocemos a este señor como loco —dijo volteando a ver al loco que seguía postrado—, en otras culturas él puede ser concebido como completamente normal». Jaspers sonrió benevolente y dijo: «sí señorita, tiene razón, pero está atendiendo a la otra parte del fenómeno de la locura que también tiene que ver con ella; y lo que aquí estamos tratando de hacer es responderle a este señor la pregunta que nos hizo, a lo cual, no podemos decirle que sólo es porque su cultura así lo cataloga». Benedict, sintiéndose descalificada, se limitó a sentarse al lado de su maestro, quien afectuosamente le dio unas palmaditas en el brazo. No obstante, su comentario despertó otros intereses y el debate se fue por otro rumbo.

Así, Fromm, después de que Benedict se sentó, levantó la mano y dijo con seguridad: «pero hay algo, en ese aspecto social que la compañera releva, que sí tiene que ver con el por qué un enfermo mental llega a ser tal, sin que se trate de un mero juicio ». Todos voltearon a verlo con interés. «Hasta este momento se ha centrado la respuesta en el loco mismo —continuó Fromm— pero se han olvidado de las conexiones de su condición con los hechos socioculturales». «¡Cierto, muy cierto Erich!», gritó Foucault de repente y todas las miradas se centraron en él. Éste se levantó, se encaminó hacia el loco y lo tomó por el hombro. Acto seguido, dirigiéndose hacia sus compañeros, dijo: «amigos, este hecho patológico puede ser denunciado atendiendo a la situación de alienación en la que se encuentra esta persona. Entonces, no podemos explicarle su propia experiencia sin referirnos a las estructuras sociales que propician el que sea un enfermo. Mi estimado señor —dijo ahora hablándole al loco— usted es lo que es porque el medio humano en el que vivimos, al negarle su libertad de expresión y de actuación, designando al hospital psiquiátrico como su lugar natural, ha propiciado el que usted haya devenido enfermo mental». Todos se quedaron pensativos. Y es probable que se haya suscitado una segunda tanda de intervenciones, pero el loco no les dio chance.

Cuando terminó la primera ronda de engorrosas respuestas, el loco se rascó la cabeza con el ceño fruncido, se incorporó y, sin decir palabra se alejó de ahí dando marometas y entonando una rola del Rockdrigo que a la letra dice: «no, no estoy loco señor, se lo puedo demostrar….».

lunes, junio 13, 2005

Es muy chingón contar con un amigo…

Cuando era una beba (¡uf!, ya llovió), uno de mis mejores amigos me presentó a Tex-Tex. Dicho grupo se convirtió en una gran compañía durante toda la prepa. Con el tiempo, quedó en el olvido. En parte, porque ya no tuve reproductor de casetes, pero también porque me fui nutriendo de otro tipo de música. Pues bien, hace algunos días tuve un reencuentro con ellos (¡ya están digitalizados!). Y en una noche melancólica, escuchando sus rolas, me eché un clavado en el baúl de los recuerdos. En particular, una canción me hizo pensar en todos esos ángeles de la guarda que me han acompañado a lo largo de mi vida, y que, de una manera u otra siguen estando presentes. No tengo más que agradecerte a ti, sí a ti, sabes a quién le estoy hablando ¿verdad? A todos ustedes mi más sincero reconocimiento.

lunes, junio 06, 2005

Esa canija realidad

Si de películas se trata….”cualquier semejanza con la realidad es por culpa de la realidad”

sábado, junio 04, 2005

Me quedé con las ganas…

Escuchando al Pirulí (¡qué romántica!), me quedé clavada con la rola homónima del título de esta reflexión. No cabe duda de que la canción tiene denotaciones sugerentes, eróticas, bueno, para acabar pronto: cachondonas. Pero, ¿qué onda con las connotaciones? Dice el intérprete al final: «me quedé con las ganas…tú bien sabes de qué». Si dejamos de lado la imagen más probable que se nos figura en la mente al escuchar eso, es decir, al Pirulí ante una chava, y nos inventamos otras situaciones posibles, puede resultar un ejercicio interesante. Yo, por ejemplo, me imaginé a mi misma ante un espejo diciendo la misma frase. ¡Ah!, cuántas cosas pasaron por mi mente. Qué ganas de regresar el tiempo y hacer todo aquello que alguna vez quise hacer y que por angas o por mangas no lo hice. Lamentablemente los “hubiera” no existen. ¿Será que todavía hay tiempo para no terminar como Borges diciendo «si volviera a ser niño…»? I hope so. Pero ¿qué pasa si llevamos el ejercicio a otros ámbitos menos mundanos?, ¿se imaginan lo que significaría esa misma frase en la boca de José Martí mientras se dirige a Fidel Castro?

viernes, junio 03, 2005

La hospitalización psiquiátrica como una metáfora para el «mito» del desarrollo

Desde ciertas posiciones se ha llegado a pensar que el desarrollo es un proceso susceptible de ser inducido, es decir, se piensa que observando la forma en que los fenómenos sociales se desenvuelven será posible desentrañar las leyes que los rigen y entonces, en esa medida, será posible controlar la manera en que se desenvolverán en el futuro. Sin embargo, considero que desde ese tipo de perspectivas, se deja de lado el hecho de que las cosas son de alguna forma, en parte, porque los sujetos que actuamos en sociedad así lo queremos, y no tanto porque tengan vida propia. De esta manera, más que desvelar la naturaleza de los fenómenos como si éstos fueran completamente objetivos, el problema radica en preguntarnos ¿es posible llegar a ponernos de acuerdo en el tipo de vida que deseamos vivir como sociedad? Además, esa misma subjetividad que nos mueve, va determinando la manera en que concebimos la realidad social, y entonces, no es posible pensar que exista una única y unívoca manera de interpretarla. Entonces, si consideramos que no todos queremos ni pensamos lo mismo, por las más diversas razones —clase social, género, ocupación, residencia, idioma, valores, historia de vida, personalidad, entre otras—, el problema del desarrollo se vuelve más complejo. No puede entendérselo como una cuestión de causa y efecto, en la que se parta del supuesto de que el efecto —esto es, el desarrollo— es lo mismo para todos y entonces, lo único que tenemos que hacer es descubrir la causa que lo origina (como luego se tiende a ver en el crecimiento económico, la causa del desarrollo). Esto es así, porque el desarrollo no es entendido de la misma forma por todos los individuos que componen una colectividad humana, y por ende, los caminos concebibles para llegar a alcanzarlo, no son los mismos en todos, y mucho menos es posible pensar que sólo exista una única vía. Ese tipo de concepciones han estado presentes a lo largo de la historia de la humanidad, pero a mí me parece que no son más que aportaciones que han favorecido la construcción de un mito. El mito del desarrollo, desde mi perspectiva, consiste precisamente en la creencia —ampliamente difundida— de que es posible ordenar la caótica realidad social para estar en posibilidad de dictar las reglas de la acción futura. Todo ello, con la finalidad de llegar a una meta que se presume deseable en sí misma (y no dudo que lo sea), y que sin embargo, se le atribuye una naturaleza unívoca, sin tomar en cuenta los diversas subjetividades que están implicadas en la interpretación de la misma.

Ahora bien, en esta reflexión no abordaré el problema del desarrollo directamente, antes bien, trataré la problemática que observo en torno a éste, valiéndome de una metáfora: la hospitalización psiquiátrica, entendida ésta como una respuesta organizada ante un hecho que se concibe como un problema social —lo mismo que el problema que plantea el cómo alcanzar el desarrollo—. Así pues, intentaré elaborar mi argumento tomando en cuenta las líneas que, en el discurso del fenómeno de la locura, pueden ser equiparables con el discurso del desarrollo. Reconozco que no es una labor sencilla, ya que en primera instancia, se puede suponer que necesito estirar demasiado mi argumento para llegar a hacer ambos discursos equiparables. A final de cuentas, la manera como se concibe el desarrollo y las acciones que se emprenden para alcanzarlo están mediados por la representación de una colectividad «sana»; esto es, cuando se piensa en el desarrollo, normalmente se concibe el desarrollo para un grupo humano que comparte, hasta cierto punto, necesidades, valores, formas de pensar y de actuar, es decir, se piensa en individuos que en mayor o menor grado están constreñidos por una cultura que los engloba y los hace ser un todo relativamente homogéneo, del cual, quedarían excluidos los llamados locos, dado que se tiende a pensar que ellos no comparten esa cultura, que viven en su propio mundo, o que están desconectados de la realidad. Sin embargo, creo que esas posturas son muy similares a las que asumen quienes se creen encargados de descubrir las leyes que rigen a los fenómenos sociales y por ello, se postulan como los «iluminados» que van a ir a decirle a la gente qué hacer para alcanzar el tan anhelado desarrollo. Desde mi punto de vista, los locos, en la medida en que no son más que seres humanos, construyen —como cualquier cuerdo— su realidad, es decir, se la representan de alguna manera, aunque es muy común que no se corresponda con lo que es socialmente aceptado (en la medida en que esas representaciones resultan incoherentes para los demás); esto es así, porque los canales de comunicación que emplean no son los convencionales, luego entonces, es más difícil ponerse de acuerdo con ellos porque pudiera decirse que no hablan en mismo idioma. No obstante, sostengo la hipótesis de que es posible llegar a establecer un puente de comunicación con ellos para saber cómo piensan y qué es lo que desean.

Lo anterior, me lleva a pensar que los locos son como las localidades de las que hablan quienes defienden las posturas del «desarrollo local» o «desarrollo desde abajo», o como los individuos de los que habla Sen, en el sentido de que tienen derecho a la libertad. Aunque no desarrollaré este problema ampliamente, porque sólo me centro en la hospitalización como una metáfora para el mito del desarrollo, aquí simplemente he querido delinear mi posición para justificar por qué considero que esta metáfora es útil para pensar el desarrollo: en tanto no se tome en cuenta a los beneficiarios como agentes de su propio desarrollo, las acciones que se emprendan no podrán tener éxito; de la misma forma que, mientras se siga encerrando a los locos privándolos de su libertad, y tratándolos no como lo que realmente son, sino como personajes que causan molestia social porque subvierten el orden, será imposible llegar a resolver el problema. De manera general, el discurso sobre la locura es equiparable al del desarrollo, porque ambos dan cuenta de: 1) la percepción de un problema —controlar y eventualmente curar a los locos en uno, y alcanzar el desarrollo en el otro—; 2) la creencia en que la razón del conocimiento científico podrá ayudar a resolver ese problema; y 3) la idea de que las políticas emprendidas con ese fin deben ser elaboradas y ejecutadas «desde arriba», desde las esferas que cuentan con el conocimiento científico necesario para el cumplimiento de los fines propuestos.

Primero, se puede decir que el desarrollo es percibido desde el discurso como un problema en la medida en que se comienza a diferenciar de la filosofía del desarrollo. Mientras que esta filosofía lo concibe como algo deseable, como el fin a alcanzar, los diferentes discursos del desarrollo lo convierten en un problema, porque éstos dejan de estar en el ámbito de la filosofía y se trasladan hacia el ámbito del «qué hacer». Así, aunque sea posible que exista una única filosofía, se desarrollan diferentes discursos que convergen en ella, pero que se diferencian entre sí porque plantean formas diferentes de cómo alcanzar la meta planteada. Entonces, el desarrollo se convierte en un problema cuando se le concibe como un «medio» para resolver una necesidad. La emergencia del capitalismo trajo aparejado una serie de conflictos que redundaban en el desorden social. Por ello, se planteó la necesidad de elaborar herramientas que combatieran las consecuencias negativas del progreso. Cuando los pensadores de finales del siglo XVIII y principios del XIX se percataron de que el progreso generaba desorden, “inventaron” —para decirlo con Cowen y Shenton— el término «desarrollo», con el afán de poder suministrar, teóricamente, orden al progreso. La idea de progreso estaba relacionada con las fases evolutivas por las que toda sociedad estaba destinada a pasar en su tránsito hacia el fin deseable, sin embargo, en el siglo XIX se llegó a reconocer —dadas las evidencias empíricas—que el progreso no siempre implicaba una evolución hacia estados de cosas más buenos o considerados como deseables, es decir, no necesariamente tenía una connotación positiva. De esta manera, la idea del desarrollo vino a llenar ese vacío, llegó para poner orden al progreso. Saint-Simon y Comte manejaron la idea del desarrollo en ese sentido, reconciliando con ella al orden y al progreso. Así, el problema que percibieron los teóricos de aquellos momentos consistía en qué hacer para lograr el orden social necesario para conseguir el progreso. De la misma forma que la locura se convirtió en problema a partir del momento en que comenzó a ser percibida como un factor que subvertía el orden deseable —que coincide con el momento en que empezó a ser tratada como «enfermedad mental»— y se comenzó a pensar en qué hacer para regresar a él, llegando a la respuesta que aún sigue vigente: encerrar a los locos en hospitales psiquiátricos para curar la enfermedad mediante métodos racionales y científicos.

Segundo, no cabe duda de que el desarrollo cae dentro del ámbito de las ciencias sociales en tanto que problema humano. Sin embargo, es conveniente aclarar que este tipo de ciencias no fueron tales, sino hasta el siglo XIX. Aunque es posible que las reflexiones en torno a la realidad social sean tan añejas como la propia existencia humana, esas reflexiones adquirieron un matiz diferente en el momento mismo en que se comenzó a buscar un nexo entre la evolución social y la orgánica. Es entonces cuando el increíble desarrollo alcanzado por las ciencias de la naturaleza cuestionó la validez del conocimiento producido en el ámbito social. En el siglo XIX se dio una marcada tendencia hacia la “entronización” de la razón como el instrumento por excelencia del conocimiento científico en el campo de lo social. Así mismo, se marcó la tendencia hacia las visiones optimistas que confiaban en que la aplicación del conocimiento así adquirido permitiera alcanzar el orden social. La idea del desarrollo, influida por estas nociones, implicaba que, en la medida en que se pudieran descubrir las leyes que rigen a la realidad social, se podría actuar en ella, controlándola. Así, por ejemplo, la física social de Saint-Simon sugería la imagen de un cuerpo social en el que los físicos serían científicos e ingenieros que pondrían su trabajo al servicio de la humanidad y tendrían la habilidad de predecir los resultados futuros de las acciones presentes, lo cual, permitiría que la sociedad tuviera la capacidad de controlar su destino. De la misma forma, en el discurso sobre la locura cada vez se tendió más a dar explicaciones científicas de lo que se comenzó a considerar una enfermedad mental. Se encerró a los locos para estudiarlos científicamente con el afán descubrir en qué consistía su enfermedad, cuáles eran las leyes que la regían, y de esa manera, estar en posibilidad de controlarla, es decir, curarla. En este discurso se percibe una ruptura con la concepción más «humanista» que de la locura se tenía en otros tiempos, y su tránsito hacia una noción más cientificista y racional, en la que el loco deviene objeto de estudio y se le encierra en un hospital psiquiátrico con la finalidad de controlar y resolver un fenómeno que es percibido socialmente como problemático. Así, se ha llegado a creer que, en la medida en que se pueda estudiar a los locos, se podrán elaborar las herramientas necesarias para llegar a reinsertarlos en la sociedad en la categoría de “normales”, o bien, se piensa que si se les puede controlar, recluyéndolos en hospitales, se podrá restablecer el orden que se ha visto amenazado con su presencia.

Finalmente, el tercer aspecto se refiere a la definición del agente del desarrollo, es decir, en manos de quién se encuentra la inducción del desarrollo. La solución que los pensadores del siglo XIX dieron al problema del desarrollo fue invocar a la figura del trusteeship. La fe positivista en el potencial de las sociedades industriales para la reconciliación del progreso y el orden fue reconducida hacia la idea del trusteeship. Se pensó que sólo a través de este personaje se podría transformar un periodo crítico de la historia en una ideal condición orgánica o natural. En el trusteeship se veía a un individuo que tenía el conocimiento necesario para entender por qué el desarrollo podía ser constructivo y fueron aceptados como trustees porque se consideró que ya habían alcanzado el desarrollo, por lo cual podían ayudar a quienes todavía no lo hacían. Estos personajes fueron necesarios para hacer de la idea positivista del desarrollo una doctrina, puesto que sin su actuación como agentes del desarrollo y sin un sistema de orden social constructivo detrás, el desarrollo hubiera permanecido sólo como una posibilidad latente. Así, por ejemplo, esta figura fue usada por Saint-Simon y Comte, entre otros. Para Saint-Simon, el trusteeship era el banquero que actuaba como intermediario entre los trabajadores —quienes no poseían instrumentos de trabajo—, y los propietarios de dichos instrumentos —quienes no podían o no querían usarlos— y que además, debido a su conocimiento y conexiones, estaba en una mejor posición para apreciar las necesidades de la industria. Para Comte, por su parte, el trusteeship era el planificador, que conjuntaba las tareas de los planificadores teóricos y de los administradores prácticos. Comte estableció una división funcional del trabajo entre los planificadores teóricos y los administradores prácticos, al señalar que la organización de cualquier plan para la organización social, necesariamente abarca dos series de trabajos: el teórico, por un lado, el cual apunta hacia el desarrollo de la concepción del plan —el nuevo principio destinado a coordinar las relaciones sociales— y hacia la formación de un sistema general de ideas como guía social; y el práctico o temporal, por el otro, el cual decide sobre la distribución de la autoridad y la combinación de instituciones administrativas mejor adaptadas al espíritu del sistema determinado por el trabajo intelectual. De esta manera, se puede decir que la idea que está detrás de ese discurso del desarrollo, es que éste puede y debe ser inducido desde arriba, desde las esferas que tienen los conocimientos científicos (y los medios económicos) necesarios para hacerlo. De la misma forma, en el discurso sobre la locura, se deja en manos de psicoanalistas y psiquiatras el estudio, el tratamiento, el cuidado, la atención, y eventualmente el restablecimiento de la salud de los locos, partiendo de los mismos supuestos que en el caso anterior, pues dichos profesionales son los que poseen el conocimiento científico necesario para alcanzar el fin propuesto.

Ahora bien, mi intención aquí no es la de construir una nueva manera de percibir al desarrollo, por una parte, ni a la locura, por la otra. Sólo deseo hacer algunas reflexiones en torno a la posible construcción de un nuevo enfoque que permita entender a los dos fenómenos de una forma diferente. Creo que es posible extender el paralelismo que hasta este momento he intentado trazar entre ambas concepciones —esto es, la «metáfora»—. Ambos discursos han sido ampliamente criticados desde posturas alternativas y es posible ver en esas críticas una misma tendencia. El discurso sobre la locura que en otro momento decidió que el lugar de los locos era el manicomio, ha recibido severas críticas desde una corriente de pensamiento conocida como «antipiquiatría». Los puntos nodales de la tal crítica son: 1) la clasificación de la locura como enfermedad mental; 2) la práctica del internamiento (que antes que servir al cuidado de los pacientes, sirven a su custodia), y; 3) el silencio al que han sido condenados a los locos. Por ejemplo, para Basaglia, la enfermedad mental no existe, y lo que está detrás es el uso político de la enfermedad que etiqueta y destruye a los sujetos así clasificados. En ese mismo tono se encuentra la opinión de Szasz, para quien la enfermedad mental es un mito que funciona como una estrategia política puesta en juego por los psiquiatras para poder ejercer la coerción médica sobre los catalogados enfermos. Además, desde el punto de vista de estos autores, los hospitales psiquiátricos, antes que ser instituciones que sirven para curar a las personas con trastornos mentales (que afectan sus relaciones con los demás), en realidad operan de otra forma: no pretenden curar, sino castigar. En ese sentido, equiparan la hospitalización psiquiátrica con el encarcelamiento de los considerados delincuentes. También se han criticado las posiciones derivadas de ese discurso, porque convierten al loco en mero «objeto» de estudio. Tal es la postura de Foucault, quien ha denunciado el silencio al que ha sido reducida la sinrazón del mundo. En pocas palabras, lo que está en juego en estas críticas, es la defensa de la libertad humana. Nadie está libre de pecado para arrojar la primera piedra. ¿Quién tiene el derecho de decir cuál está loco y cuál no; o quién debe ser encerrado y quién no? Los “científicos” no deben apropiarse de ese derecho. Los locos también tienen sus derechos y antes que hablar por ellos, hay que preguntarles; antes que callarlos hay que escucharlos. Por su parte, el discurso del desarrollo ha sido criticado desde nuevos enfoques porque se considera que el desarrollo ha sido concebido de una manera vertical y centralizada: «desde arriba»; y que además se ha tendido a confundir desarrollo con crecimiento. Se han identificado nuevas problemáticas que han surgido en el mundo de hoy a causa del desarrollo económico, lo cual apunta a señalar que la promesa del desarrollo no ha sido cumplida —lo mismo que en otro tiempo le ocurrió a la promesa del progreso— Así, por ejemplo, Sen considera que el ejercicio de una nueva perspectiva acerca del desarrollo puede contribuir a la superación de esos nuevos problemas. Sus argumentos reconocen el papel fundamental que, en ese sentido, desempeña la agencia individual, puesto que, desde su perspectiva, el desarrollo consiste en otorgarle a los individuos más y mejores oportunidades para ejercer su «agencia razonada». Los argumentos de dicho autor son muestra del cambio que se experimenta en la noción de desarrollo. Ahora se tiende a plantearlo más que como un aspecto macro-estructural, como un incremento de la participación de los actores locales en sus propios procesos de desarrollo. Cada vez se reconoce más la necesidad de que los agentes locales sean los principales protagonistas en la gestión de los recursos y en la propuesta de iniciativas. Esto es así, porque se reconoce que son ellos quienes, gracias a la cercanía que tienen con su medio, a las redes sociales que se tienden entre ellos y al conocimiento de su realidad, pueden facilitar, vigilar, y, de alguna manera, reconducir los procesos de desarrollo «desde abajo». Así pues, la tendencia que observo en los movimientos antes descritos, es hacia el reconocimiento de que no es posible que exista una única vía para llegar a la meta —que tampoco es necesariamente sólo una— y que deben ser los propios beneficiarios de las políticas, los que decidan qué hacer y cómo hacerlo. Los unos —los locos—, deben ser considerados como simplemente humanos y por lo tanto no debe privárseles de la libertad; y los otros —los sujetos del desarrollo—, deben ser concebidos como los agentes de su propio desarrollo. Como que pinta, ¿no creen?